Tras las huellas del Marquis de Corberon
El violonchelo Stradivarius de 1726 que Steven Isserlis tocó en su concierto del Mozarteum en el Teatro Colón
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En 1727, Johann Sebastian Bach estrenaba en Alemania una de las obras más trascendentes de la historia de la música: La Pasión según San Mateo. Poco antes, en 1711, Händel había hecho lo propio con su Rinaldo en Londres, la ópera más popular y exitosa de su tiempo. Ambas representaron la cumbre de sus respectivos géneros; y ambos compositores, las del período Barroco. Sin embargo, tanto la ópera como la Pasión, cayeron en el olvido y durante cientos de años, los rastros de sus partituras se fueron desdibujando por obra de la indiferencia.
Contemporáneo a ellos, vivía un luthier en Cremona, Italia, construyendo los instrumentos de cuerda más prodigiosos y codiciados de la Tierra: los violines, violas y violonchelos Stradivarius. De ellos, milagrosamente, la historia nunca se desentendió.
Y es que las huellas de los Stradivarius han sido custodiadas a través de los siglos, porque a la fascinación que despierta el secreto de su sonido –y la alquimia perfecta entre las formas de un cuerpo ondulante y la nobleza de la madera con sus resonancias, el movimiento, el arte y el afecto seductor con que el músico posa su mejilla o abraza el instrumento para crear sus melodías–, se suma el atractivo de sus propias leyendas: casi 300 años la del violonchelo de Steven Isserlis –el Marquis de Corberon–, un “Strad” de 1726, contemporáneo exacto de la Pasión, con el que el renombrado chelista británico interpretó el Concierto de Schumann para el Mozarteum, el lunes pasado en el Teatro Colón.
El Marquis fue construido en su frente con una madera de abeto de sinuosas líneas, y con una madera de sauce en el dorso y las costillas. Lo distingue la marca de un nudo oscuro en lo alto de su espalda y el nombre de su primer propietario, un diplomático y músico amateur francés destinado en la corte imperial rusa de Catalina la Grande, llamado Pierre Philibert Bourée, marqués de Corberon.
Lo retuvo consigo hasta la Revolución francesa. En 1789, el marqués perdió su dominio y cinco años más tarde, durante el “Reino del Terror”, la cabeza de Bourée rodaba bajo el filo de la guillotina, como luego la del propio Robespierre y las de varios cientos de aristócratas condenados a muerte, entre ellos: el padre, el hijo, la hermana y el cuñado del marqués, todos guillotinados en 1794. Las cenizas, se supone, yacen en “la necrópolis de la Revolución”, debajo de la Capilla Expiatoria en París, donde antes reposaron los restos de María Antonieta y Luis XVI.
El Stradivarius permaneció en Francia. Luego pasó a las manos del virtuoso Jules Loeb. Después viajó a Berlín y, hasta los albores del S.XX, fue propiedad del alemán Hugo Becker. En 1907 éste lo vendió a una inglesa, Elizabeth Chapman. De allí pasó a Audrey Melville quien en 1960 lo legó a su propietaria actual, la Royal Academy of Music de Londres, con la condición que de por vida le fuera prestado a “la reina de los chelistas”, la famosa Zara Nelsova, descendiente de rusos judíos en Canadá, que lo tocó hasta su muerte en 2002.
En 2011 le fue cedido a Steven Isserlis, nieto de un destacado pianista, también ruso judío, en Londres. Por lo cálido, lo humano y poético del sonido de su “Strad”, dijo Isserlis, antes de su concierto a LA NACION: “es el chelo de mis sueños”.
Nació en el momento de la Pasión de Bach. Pero a diferencia de aquella creación colosal que sufrió el desplante de las modas y el gusto, éste, como los Stradivarius sobrevivientes –un puñado de 20 magníficos violonchelos y otros 600 instrumentos cuyo valor no conoce límites–, nunca perdieron su sitio de privilegio en la memoria de la Humanidad, tal vez porque así como en los anillos de los árboles añejos está cifrada su evolución, en las vetas de un Stradivarius ilustre, reverbera, además de la música, el testimonio de sus viajes por la historia y el tiempo.