Tonada de luna llena
Una foto del Palacio Salvo, un nuevo libro de Martín Pérez ilustrado por Juan Soto
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A principios de los 90, cuando cursaba el seminario de composición que dictaba el benemérito Coriún Aharonián (1940-2017), Jorge Drexler se rompió un brazo jugando al fútbol. El maestro, astuto, lo desafió a componer una canción que pudiera ser tocada a pesar del yeso. Drexler aceptó el reto. El tema, se llama “Luna del Cabo” y cierra su primer disco, La luz que sabe robar, de 1992. “Luna del Cabo, boca de túnel, lunar plateado sobre las nubes”, cantaba el artista cachorro.
La semana pasada, el algoritmo de Instagram se empecinó en mostrarme los fotones del fotógrafo uruguayo Matías Villegas (@matiasvillegas.ph), que logró una toma que venía intentando desde hacía dos años: la de la luna llena, gigante y amarilla, cuando coincide con el Palacio Salvo. Pura magia: la parte más alta de la cúpula del emblemático edificio, construído en sincronía con el Palacio Barolo en Buenos Aires, se proyecta sobre esa luna superlativa y el resultado es inolvidable. Para lograrla, junto a su colega Adrián Cavalheiro proyectaron la posición de la luna en una aplicación y estuvieron en la Escollera Sarandí a las cuatro de la mañana. Es una imagen extraordinaria, pero no es la única: las tomas de la Fortaleza del Cerro, desde el mismo sitio y a la misma hora, son igualmente antológicas.
La luna es una y son muchas a la vez. Del recuerdo catódico de la transmisión de cada una de las nueve lunas del Festival de Folclore de Cosquín (aquí podríamos hablar de la luna como unidad de medida) a la “Luna tucumana” de Atahualpa Yupanqui, en la voz de Mercedes Sosa o en el saxo desgarrador del Gato Barbieri, del jingle pegadizo de los pañuelos de Laurie Hanky en feat. con Los de Seda (“Luna, luna, dame fortuna…”) a los poemas de Jorge Luis Borges, José Emilio Pacheco, Jaime Sabines, las referencias se acumulan provocando una avalancha de recuerdos.
La editorial El Ateneo acaba de lanzar un precioso libro-objeto: Caminando en la luna, de Martín Pérez, ilustrado por Juan Soto. “Después de decir su célebre frase, «es un pequeño paso para mí, pero un salto gigante para toda la humanidad», Louis Armstrong apoya su trompeta en el vidrio de su escafandra y empieza a tocar como los dioses, como nunca, como merece la ocasión”, es el inicio de un poema precioso, escrito originalmente para el mítico programa Piso 93 que Rock & Pop emitió desde fines de los 80 hasta los tempranos 90. Está construido a partir de la coincidente confusión entre el primer astronauta en la luna y el célebre trompetista, y es una celebración del realismo mágico y de la belleza de las artes proyectadas hacia toda la galaxia. (Si bien Louis Armstrong nunca viajó a la luna, su versión del standard de jazz “How High the Moon?” es excelsa, especialmente aquella con la introducción del contrabajista Arvell Shaw.)
Mi amigo Juan Manuel Tavella me contó sobre los poemas de Ryokan, un monje que pasó los últimos treinta años de su vida viviendo en una cabaña que encontró abandonada en el monte Kugami; mendigando su comida en el pueblo, conversando con los campesinos, escribiendo poemas y jugando inocentemente con los niños. Una noche, al volver a su casa, encuentra que alguien le había robado lo poco que tenía, y escribió un poema en el que cuenta que al ladrón se le olvidó la luna en la ventana.
De algún modo me resuena a otro poema que escribió Santiago Alfonso Corona Martínez, el “Pelado”, en La Rocka de La culpa, el fanzine que dirigía y del que participaban Rafael Juli, Paul L´Enan y Nicolás Costello, los escuderos de la Tilt Generation, del programa de radio La culpa la tuvo la vieja: “Acá hay un par de gilunes que dicen que te pisaron, yendo al taco por la cosmopista de Verne, y aunque presuman de haberte estudiado a fondo, y hasta de haberte clavado la banderita, yo sé que vos seguis siendo mi alfajorcito de chocolate blanco”.
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