Todos los árboles guardan este secreto
Tomaré como ejemplo este laurel, que es al mismo tiempo mi orgullo (pueden reírse por el contraste) y un afanoso colaborador de salsas cotidianas. Cotidianas, pero minuciosas.
Concedido, el laurel no es un árbol difícil. Pero el suelo de este lote que compré en 2014 –donde construí la casa a la que nos mudamos en 2017– es catastrófico. ¿Vieron esa tierra negra, perfumada como una lluvia inminente, fresca y con la humedad del rocío? Bueno, aquí es exactamente al revés. Gredosa, reseca, impermeable y hostil. Necesitará muchos otoños antes de dejar de ser un campo en el que solo crecen los yuyos más corajudos y los pastos nativos, que parecen hechos de alambre y tienen una voluntad ciega y un temple inoxidable.
Este laurel llegó, como el limonero y la higuera, de un vivero local. Era un ramita de un metro ochenta que entró perfectamente en mi coche, que no es demasiado espacioso. Eso fue en marzo de 2018. Seis años después es un señor árbol de cinco metros de altura, con copa frondosa a la que poco a poco voy dándole forma. Su primera poda fue el invierno último, y le regalé laurel a medio mundo. Todavía me queda mucho, que se ha secado y uso para el compost. Pero este es el fotograma más reciente de una extensa película.
Ocurre con los árboles como con esos artistas sorprendentes o con los premios Nobel a los que ahora todos palmean en la espalda con envidia no del todo saludable, encandilados por lo que parece un éxito súbito. Bueno, nada bueno es súbito. La vida no funciona así. Y los árboles son una metáfora inspirada de la vida.
En 2018 mi laurel fue al suelo, porque ya estaba lo bastante alto y quería que empezara a entablar diálogo con el sustrato cuanto antes. Una vez trasplantado, daba un poco de risa. Un palito con veinte hojitas. Me ocupé de darles a las raíces un buen espacio con tierra razonable, y toleré con estoicismo la burla y el descrédito (bueno, no fue para tanto) de amigos y familiares. Había algo que el laurel y yo sabíamos, y no era la primera vez que me servía de ese secreto para ganar apuestas.
Al siguiente año, las burlas se transformaron en reclamos.
–¿Este arbolito no crece, no?
Mi respuesta era siempre la misma: “Depende de tu definición de realidad. Si realidad es solo que podemos ver, entonces, no. ¿Pero el aire no es acaso real y, sin embargo, nos parece invisible?
Doy esas respuestas a lo Demócrito solo para conseguir un efecto melodramático. Hay cierto placer sensual en eso, si uno lo hace en broma. Normalmente, lo que sigue es un exhortativo algo encrespado:
–Explicame.
Durante dos años enteros, el laurel solo echó unas pocas ramitas enclenques, y además lo atacaron todas las pestes disponibles, con la maldita cochinilla a la cabeza. Por supuesto, parecía una postal del fracaso.
Entonces, durante la pandemia, hubo un cambio. Uno visible, quiero decir. El arbolito pasó de flacucho a frondoso. Y floreció. En 2021 ya prometía, aunque no había crecido nada en altura. Lógico.
–¿Lógico, qué? Explicame.
Los árboles no son lamparitas. Todo lo que vemos y admiramos tiene una contraparte soterrada y oscura que debe crecer primero. Las llamamos raíces, les damos un valor simbólico que llena volúmenes, pero cuando plantamos un arbolito pretendemos que crezca de inmediato.
El Señor Laurel (todos los árboles tienen nombre aquí) se tomó unos buenos dos años para desarrollar su sistema radicular en este terreno duro, pesado e inclemente, y solo entonces, en 2022, puso primera y pasó del metro ochenta a los cinco que tiene ahora. Y, por supuesto, sigue creciendo.
Uno puede querer mucho algo. Siempre quise tener un laurel. Siempre. Pero no alcanza, como algunos pretenden, con desear. Como escribió el poeta Blake: “El que desea, pero no actúa, engendra peste”. Solo que con los árboles actuar es muchas veces tener paciencia.
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Manuscrito. Todos los árboles guardan este secreto