Toda una apuesta literaria con “nombre falso”
Con Ricardo nos conocimos en una librería. No podía ser de otra manera. Creo que era en la librería Astral en la calle Corrientes, frente al Café Paulista. Una librería de usados. Debe haber sido a comienzos de los años setenta. Después, nos seguimos viendo diariamente en Martín Fierro, otra librería de la calle Corrientes. Hablando de libros nos hicimos amigos.
Por ese tiempo escribió el prólogo a El frasquito que un día, en medio de una tormenta, me lo trajo a la librería. Un prólogo que rescató de la lluvia porque se le cayó al agua y en ese tiempo no era tan fácil tener una fotocopiadora a mano. Y así se escribió aquel prólogo, en un papel manchado tan acorde con ese libro.
Cuando digo, diariamente, me refiero a sus diarios. Quiero decir, que estoy hablando de alguien que vive de la literatura en todo el sentido de la dignidad de esta palabra, ya sea dirigiendo colecciones, enseñando, escribiendo.
Hace poco me escribió y me contó que, revisando sus Diarios, recordó aquellos encuentros en la esquina de la librería, en la pizzería Banchero, en que hablábamos de literatura junto con Germán García y Ricardo Zelarayán.
Los libros circulaban entre nosotros como piedras preciosas. Brillaban. Los autores iban desde Faulkner a Gombrowicz, no faltaba Conrad pero también Thomas Bernhard, Hermann Broch y John Barth. También circulaban las discusiones, las anécdotas. Eso sucedía diariamente. Y Ricardo en secreto, solitariamente, en una escritura clandestina, sustraída pero formando parte de su obra, registraba, anotaba. Como dije, vivía de la literatura.
Así, nos fuimos haciendo escritores. Ricardo siempre tenía algún proyecto inédito en la cabeza. Era un inventor de colecciones literarias. Como cuando se le ocurrió publicar autobiografías de escritores renombrados (Borges, Bianco, Bioy) junto con otros que todavía no teníamos un reconocimiento literario en lo que hace a lo público. Sin una vida literaria. Eso fue lo que lo decidió a inventar esa colección. Y por esa invención escribí La rueda de Virgilio.
El tono de sus diarios me sorprendió. Aparecía un escritor desconocido, y eso siempre es bienvenido en quien ya tiene una obra, como era el caso de Ricardo. Aquella escritura seca, económica que ya en La ciudad ausente se volvía y envolvía en un tono lírico, en los diarios se teñía, y el verbo es preciso porque la emoción para ser poética a veces necesita que la escritura sea un reguero que se extiende como el fuego, como la sangre.
Pero mi sorpresa, de lector, de amigo, de escritor, prosiguió cuando leí en su Antología personal, el fragmento dedicado a Aída, su madre. Es un viaje de Ida pero también de vuelta. El pequeño relato es conmovedor, como conmueve Carta a la madre, de Simenon, o Desgracia indeseada, de Peter Handke. Es decir, lo cruel de la finitud no está necesariamente reñido con la belleza.
Una antología personal es la más arriesgada de las apuestas literarias de un escritor. Al revés del sentido común, creo que la totalidad de la obra, la acumulación cronológica de los libros, disimulan, enmascaran las repeticiones, las obsesiones ya sean estilísticas o temáticas. Pero creo que la antología personal, esa decisión del escritor de elegir entre tantas páginas y páginas, es una apuesta en un oficio sin red como es la literatura.
La publicación de ese libro fue un umbral a la aparición de los Diarios. Una entrada donde el escritor se detiene, se guarece. Espera. Porque el diario literario en una literatura como la nuestra, casi huérfana en ese género, es una apuesta.
Es posible que, sin saberlo, pero no ignorándolo, alguna de estas anécdotas que conté, escapando al color local, como dice Borges, sean una anécdota que podría figurar en su Diario. Sólo que, en este caso, como sucede en alguno de sus cuentos, las historias, las más verdaderas, son contadas en Nombre falso.
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