"Toda represión trae oscuridad"
En El colectivo -su primera novela, con la que ganó el Premio Internacional Dos Orillas-, la escritora cordobesa Eugenia Almeida reflexiona sobre los prejuicios de los habitantes de un pequeño pueblo en la década del 70
Los modales amables, el suave acento cordobés y la aparente introspección de Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) contrastan con la fuerza de sus convicciones, que afloran apenas comienza a hablar de su primera novela, El colectivo (Edhasa). La misma intensidad se aprecia al recorrer su prosa contenida y precisa, con la que describe los pequeños gestos y suspicacias de los habitantes de un pueblo del interior cuando, a mediados de la década del setenta, una pareja de viajantes desaparece.
Curiosamente, esta dura crítica a la actitud impasible o la complicidad ideológica de la sociedad civil respecto de la dictadura militar fue publicada primero en Europa: la ópera prima de Almeida, licenciada en comunicación, periodista y poeta, fue ganadora del Premio Internacional de Novela Dos Orillas 2005, organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, y editada en España, Portugal, Francia, Grecia e Italia.
"La terminé, la corregí y a los cinco días la mandé sin ninguna esperanza de ganar el premio. Me dio confianza que el presidente del jurado fuera Luis Sepúlveda, una persona a la que considero muy honesta. Ya cuando estaba como finalista no lo podía creer. Aún hoy, cuatro años más tarde, me cuesta acostumbrarme a todas las cosas que trajo el premio. Para la presentación del libro, fui invitada en 2007 al Salón de Gijón, donde pude charlar con escritores que había leído y admiraba. Encontré mucha generosidad en gente de larga trayectoria. En el Salón hay un trato muy bonito. Se trata igual a Enrique de Hériz o a Luis Sepúlveda que a mí. También en 2008 viajé a Francia, donde tuve oportunidad de charlar con los lectores.
-¿Cómo fueron las lecturas críticas del libro?
-En Francia se insistió en que la literatura que habían recibido sobre las dictaduras de países como la Argentina, Grecia o Portugal se centraba en una figura política o en un actor social determinado, como un torturador, un tirano o un guerrillero, y nunca tenían una visión centrada en un pueblo. El pueblo que retrato en la novela es muy de Córdoba. Era muy fuerte hablar, por ejemplo, con el editor griego y que me dijese que en Grecia los pueblos eran así. Esa realidad que yo creía tan local se repite en el resto del mundo: espacios rígidamente divididos en clases sociales, en los que siempre algún personaje va y viene, cruza la frontera.
-El libro empieza con una cita de Milan Kundera: "Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre la vida humana dentro de la trampa en la que se ha convertido el mundo". ¿Cuál fue tu investigación?
-Los pequeños gestos. Estamos acostumbrados a pensar que, para que las cosas pasen, hacen falta grandes movimientos. Pero creo que el mundo se construye, como liberación o como trampa, sobre la base de lo que hacemos en el nivel humano más elemental. Hacernos creer que nuestros actos no cambian nada es un mecanismo de opresión. Todo se puede cambiar. Quizá no en grandes gestas, pero sí con cada persona con la que nos encontramos. Eso atraviesa el libro: las pequeñas decisiones que toma la gente, sin pensarlas, dejándolas salir, definen los cambios. Reducir procesos históricos muy complejos como la dictadura a los responsables directos es absurdo. Nos falta hablar mucho sobre lo que pasó en esos años, pero sin descartar ninguna voz y sobre la base de que estamos todos involucrados.
-En la novela se confunden la acusación de terroristas a algunos personajes y una acusación moral, incluso de inmoralidad sexual, que sugiere la continuidad de la represión privada y la represión política.
-En esos años, decir que alguien era amante de otro no era tan peligroso como decir que era un cuadro de una organización, pero creo que ese tipo de acusaciones viene del mismo lugar, de la misma mezquindad humana. En un pueblo, eso es muy notable. Es el mecanismo que permitió decir "algo habrá hecho", cuando personas disfrazadas de civil secuestraban gente en la calle. Mientras el raro sea el otro, está todo bien. No comprendemos que la normalidad es la mayoría, una estadística, nunca un parámetro moral. Todo tipo de represión, sexual o de cualquier aspecto, trae oscuridad. No hay nada malo en elegir no hacer algo, pero la represión impide pensar siquiera en lo que se reprime; se transforma en una zona negra que hay que evitar.
-En un momento, el narrador describe el pueblo como "una turba transparente celebrando una corrida de toros, sólo que nadie se pregunta quién es el torero y quién va a morir para el placer de otros". ¿Creés que existió cierta complacencia en la violencia?
-Sí, me hago cargo de eso. Creo que eso pasa en ese pueblo, y es algo cotidiano. El goce ante la contemplación del dolor del otro es más común de lo que queremos creer. Hay gente que prefiere encadenar la vida de los otros, limitarla, a hacer lo suyo; y lo hacen por medio de gestos que parecen inofensivos. Me da escalofríos, y cuando pienso mucho en eso entro en mis días oscuros, de más desesperanza.
-Naciste en 1972, tenías 11 años cuando finalizó la dictadura. ¿Tenés algún recuerdo significativo de esos años?
-Varios. Recuerdo haber visto que levantaban a una persona en un auto, en el centro de la ciudad de Córdoba. Tenía cinco años. Había mucha gente. Un auto grande se cruzó, bajaron varias personas, agarraron a alguien y lo arrastraron adentro. Pero mi percepción no estaba enfocada ahí. Yo miré la gente: todo el mundo miraba el suelo. Me impactó que todo se hubiera detenido. Y sentí que mi mamá me apretaba la mano. Muchos años después, me viene el recuerdo y me doy cuenta de que nunca le pregunté qué había pasado. Eso me impresiona: cómo una niña de cinco años sabe que no tiene que preguntar. Hasta dónde llega la maquinaria del miedo. Cuando regresó la democracia y Córdoba explotó culturalmente, fue muy liberador ver que esa sensación de agobio no era el orden natural de las cosas.
© LA NACION
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