Tiempo y deseo
En Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos (Fondo de Cultura Económica), del que brindamos un anticipo, el prestigioso sociólogo polaco Zygmunt Bauman reflexiona sobre el modo en que los hábitos de consumo modelan nuestros sentimientos. Hombres y mujeres analizan sus afectos en términos de "costos" y de "duración", como si fueran mercancías con plazo de vencimiento
Deseo y amor. Hermanos. A veces, mellizos, pero nunca gemelos idénticos.
El deseo es el anhelo de consumir. De absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El deseo no necesita otro estímulo más que la presencia de la alteridad. Esa presencia es siempre una afrenta y una humillación. El deseo es el impulso a vengar la afrenta y disipar la humillación. Es la compulsión de cerrar la brecha con la alteridad que atrae y repele, que seduce con la promesa de lo inexplorado e irrita con su evasiva y obstinada otredad. El deseo es el impulso a despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto, de su poder. A partir de ser explorada, familiarizada y domesticada, la alteridad debe emerger despojada del aguijón de la tentación, sin ningún acicate. Es decir, si es que sobrevive a tal tratamiento. Sin embargo, lo más posible es que, en el curso del proceso, sus restos no digeridos hayan pasado del terrno de lo consumible al de los desechos.
Lo que se puede consumir atrae, los desechos repelen. Después del deseo llega el momento de disponer de los desechos. Según parece, la eliminación de lo ajeno de la alteridad y el acto de deshacerse del seco caparazón se cristalizan en el júbilo de la satisfacción, condenado a desaparecer una vez que la tarea se ha realizado. En esencia, el deseo es un implso de destrucción. Y, aunque oblicuamente, también un impulso de auto-destrucción; el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin embargo, éste es su secreto mejor guardado y, sobre todo, guardado de sí mismo.
Por otra parte, el amor es el anhelo de querer y presentar el objeto querido. Un impulso centrífugo, a diferencia del centrípeto deseo. Un implso a la expansión, a ir más allá, a extenderse hacia lo que está "allá afuera". A ingerir, absorber y asimilar al sujeto en el objeto, y no a la inversa como en el caso del deseo. El deseo es ampliar el mundo: cada adición es la huella viva del yo amante; en el amor el yo es gradualmente transplantado al mundo. El yo amante se expande entregándose al objeto amado. El amor es la supervivencia del yo a través de la alteridad del yo. Y por eso, el amor implica el impulso de proteger, de nutrir, de dar refugio, y también de acariciar y mimar, o de proteger celosamente, cercar, encarcelar. Amar significa estar al servicio, estar a disposición, esperando órdenes, pero también puede significar la expropiación y confiscación de toda responsabilidad. Dominio a través de la entrega, sacrificio que paga con engrandecimiento. El amor y el ansia de poder son gemelos siameses: ninguno de los dos podría sobrevivir a la separación.
Si el deseo ansía consumir, el amor ansía poseer. En cuanto la satisfacción del deseo es colindante con la aniquilación de su objeto, el amor crece con sus adquisiciones y se satisface con su durabilidad. Si el deseo es autodestructivo, el amor se autoperpetúa.
Como el deseo, el amor es una amenaza contra su objeto. El deseo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto lo esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custodia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero.
El deseo y el amor tienen propósitos opuestos. El amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el amor luchará por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, escapará de los grilletes del amor.
"Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada; se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen, comparten un trago o una broma y, antes de darse cuenta, uno de los dos dice: `¿Tu casa o la mía?´ Ninguno de los dos está en busca de una relación seria, pero de alguna manera una noche puede convertirse en una semana, después en un mes, en un año o más tiempo", señala Catherine Jarvie (Guardian Weekend, 12 de enero de 2002).
Ese imprevisible resultado del fogonazo del deseo y de una sola noche para sofocarlo es, según Jarvie, "un punto intermedio entre la libertad de los encuentros ocasionales y la seriedad de una relación importante" (aunque la "seriedad", tal como la propia Jarvie recuerda a sus lectores, no sirve para proteger a una "relación importante" ni impide que ésta termine en "dificultades y amarguras" cuando un miembro de la pareja "sigue comprometido con la relación mientras el otro ansía buscar nuevos campos de pastoreo"). Los puntos intermedios -como todos los otros acuerdos "hasta nuevo aviso" dentro de un entorno fluido en el que comprometerse con el futuro es tan imposible como ofensivo- no son necesariamente malos (según la opinión de Jarvie y la doctora Laverie Lamont, una psicóloga colegiada a quien cita en su nota), pero cuando "se comprometa, aun a medias", "recuerda que le está cerrando la puerta a otras posibilidades románticas" (es decir, renunciando al derecho de "buscar nuevos campos de pastoreo", al menos hasta que su pareja reclame primero ese derecho).
Una observación aguda, un cálculo sensato: usted se encuentra ante una elección. Elige el amor o elige el deseo.
Más observaciones agudas: sus miradas se cruzan a través de la habitación y antes de darse cuenta... El deseo de compartir la cama brota de la nada, y no necesita golpear muchas veces a la puerta para que lo dejen entrar. Aunque no es una característica común de nuestro mundo obsesionado por la seguridad, esas puertas tienen pocos cerrojos, o ninguno. Nada de circuito cerrado de televisión para estudiar detalladamente a los intrusos y distinguir a los perversos merodeadores de los visitantes de buena fe. Simplemente, comprobar la compatibilidad de los signos del zodíaco (como ocurre en los comerciales de una marca de teléfonos móviles) será suficiente.
Tal vez decir "deseo" sea demasiado. Como en los shoppings: los compradores de hoy no compran para satisfacer su deseo, como lo ha expresado Harvey Ferguson, sino que compran por ganas. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo según los parámetros de una cultura que aborrece la procrastinación y promueve en cambio la "satisfacción instantánea") sembrar, cultivar y alimentar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. A medida que el "largo plazo" se hace cada vez más corto, la velocidad con que madura el deseo, no obstante, se resiste con terquedad a la aceleración; el tiempo necesario para recoger los beneficios de la inversión realizada en el cultivo del deseo parece cada vez más largo, irritante e insoportablemente larga.
A los gerentes de los shoppings, los accionistas no les han dado ese tiempo, pero tampoco quieren dejar que la decisión de compra sea determinada por motivos que surgen y maduran arbitrariamente, ni abandonar su cultivo en las manos inexpertas y poco confiables de los compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben surgir de inmediato, mientras caminan por el centro de compras. Y también deben morir de inmediato (gracias a un suicidio asistido, en la mayoría de los casos), una vez que han cumplido su cometido. Su expectativa de vida se reduce al tiempo que le lleva a los compradores recorrer el shopping desde la entrada hasta la salida.
En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados teniendo en cuenta la rápida aparición y la veloz extinción de las ganas, y no considerando el engorroso y lento cultivo y maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno "se deja llevar" y permite que su propio anhelo dirija la escena sin ningún libreto prefijado. La breve expectativa de vida de las ganas es una de sus mayores ventajas, que le confiere superioridad sobre los deseos. Rendirse a las propias ganas, en vez de seguir un deseo, es algo momentáneo, que infunde la esperanza de que no habrá consecuencias duraderas que puedan impedir otros momentos semejantes de jubiloso éxtasis. En el caso de las parejas, y especialmente de las parejas sexuales, satisfacer las ganas en vez de un deseo implica dejar la puerta abierta "a otras posibilidades románticas" que, tal como sugiere la doctora Lamont y reflexiona Catherine Jarvie, pueden ser "más satisfactorias y plenas".
Como los actos nacidos de las ganas ya han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo, seguir un deseo parece conducirnos, de manera incómoda, lenta y perturbadora, hacia el compromiso amoroso.
En su versión ortodoxa, el deseo necesita atención y preparativos, ya que involucra largos cuidados, complejas negociaciones sin resolución definitiva, algunas elecciones difíciles y algunos compromisos penosos, pero peor aún, implica también una demora de la satisfacción, que es sin duda el sacrificio más aborrecido en nuestro mundo entregado a la velocidad y la aceleración. En su radicalizada, reducida y sobre todo compacta encarnación en las ganas, el deseo ha perdido casi todos esos atributos desalentadores, concentrándose más exclusivamente en el objetivo. Como lo expresaban las publicidades que anunciaban la novedad de las tarjetas de crédito, ahora es posible concretar "el deseo sin demora".
Cuando la relación está inspirada por las ganas ("las miradas se encuentran a través de una habitación atestada"), sigue la pauta del consumo y sólo requiere la destreza de un consumidor promedio, moderadamente experimentado. Al igual que otros productos, la relación es para consumo inmediato (no requiere una preparación adicional ni prolongada) y para uso único, "sin perjuicios". Primordial y fundamentalmente, es descartable.
Si resultan defectuosos o no son "plenamente satisfactorios", los productos pueden cambiarse por otros, que se suponen más satisfactorios, aun cuando no se haya ofrecido un servicio de posventa y la transacción no haya incluido la garantía de devolución del dinero. Pero aun en el caso de que el producto cumpla con lo prometido, ningún producto es de uso extendido: después de todo, autos, computadoras o teléfonos celulares perfectamente usables y que funcionan relativamente bien van a engrosar la pila de desechos con pocos o ningún escrúpulo en el momento en que sus "versiones nuevas y mejoradas" aparecen en el mercado y se convierten en comidilla de todo el mundo. ¿Acaso hay una razón para que las relaciones de pareja sean una excepción a la regla?
Las promesas de compromiso, escribe Adrienne Burgess, "no significan nada a largo plazo".
Y prosigue con esta explicación: "El compromiso es resultado de otras cosas: del grado de satisfacción que nos provoca la relación, de si vemos para ella una alternativa viable, y de si la posibilidad de abandonarla nos causará la pérdida de alguna inversión importante (tiempo, dinero, propiedades compartidas, hijos)". Pero estos factores "tienen altibajos, al igual que los sentimientos de compromiso de las personas", según Caryl Rubult, una "experta en relaciones" de la Universidad de Carolina del Norte.
Un verdadero dilema: usted es reticente a cortar por lo sano y reducir sus pérdidas, pero aborrece despilfarrar su dinero. Una relación, le dirán los expertos, es una inversión como cualquier otra: usted le dedica tiempo, dinero, esfuerzos que hubiera podido destinar a otros propósitos, pero que no destinó esperando hacer lo correcto, y lo que usted perdió o eligió no disfrutar se le devolverá en su momento, con ganancias. Usted compra acciones y las conserva durante todo el tiempo que prometen aumentar su valor, y las vende rápidamente cuando las ganancias empiezan a disminuir o cuando otras acciones prometen un ingreso mayor (el asunto es no pasar por alto el momento adecuado). Si usted invierte en una relación, el provecho que espera de ella es en primer lugar seguridad, en sus diversos sentidos: la cercanía de una mano que ofrezca ayuda en el momento en que más la necesite, que ofrezca socorro en el dolor, compañía en la soledad, que ayude cuando hay problemas, que consuele en la derrota y aplauda en las victorias, y que también ofrezca una pronta gratificación. Pero escuche esta advertencia: las promesas de compromiso en una relación, una vez establecida, "no significan nada a largo plazo".
Por supuesto, una relación es una inversión como cualquier otra, ¿y a quién se le ocurriría exigir un juramento de lealtad a las acciones que acaba de comprarle al agente de bolsa? ¿Jurar que será semper fidelis, en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, "hasta que la muerte nos separe"? ¿No mirar nunca hacia otro lado, donde (¿quién sabe?) otros premios nos esperan?
Los tenedores de acciones que valen la pena (atención, los tenedores de acciones sólo tienen acciones, y uno siempre puede soltar lo que tiene) leen cada mañana en primer lugar las páginas del diario dedicadas a la bolsa para descubrir si es el momento de seguir conservándolas o de venderlas. Y lo mismo vale para las relaciones. Sólo que en ese caso no existe la bolsa y nadie hará por usted el trabajo de evaluar las probabilidades (a menos que contrate un consejero experto, del mismo modo que contrata un agente de bolsa experto o un contador, aunque en el caso de las relaciones, innumerables programas testimoniales y "dramas de la vida real" intentan hoy ocupar el lugar del asesor experto). De modo que usted tiene que hacerlo, cada día, por sí solo. Si comete un error, se le negará el consuelo de echarle la culpa al hecho de haber sido erróneamente informado. Deberá estar constantemente alerta. ¡Pobre de usted si duerme una siesta o baja la guardia! "Estar en una relación" significa un montón de dolores de cabeza, pero sobre todo una perpetua incertidumbre. Uno nunca puede estar verdadera y plenamente seguro de lo que debe hacer, y jamás tendrá la certeza de que ha hecho lo correcto o de que lo ha hecho en el momento adecuado.