The Killers, un desafío a la imaginación
Cuando Hemingway escribió su cuento "Los asesinos" le bastó una decena de páginas para narrar el prefacio de un crimen y dejar el desarrollo de la acción librado al lector. La versión cinematográfica dirigida por Robert Siodmak e interpretada por Burt Lancaster y Ava Gardner repuso la historia ausente con los mejores recursos del film noir
Una decena de páginas, no más, le alcanzaron a Hemingway para narrar el prefacio de un crimen. También para desplegar, con su proverbial daga verbal y sus diálogos crispados, los recovecos de un mundo ominoso. Publicado por primera vez en la Scribner's Magazine en 1927, es decir, cuando aún no estaba cerrado el ciclo de la "fiesta parisina", The Killers representa algo así como una provocación: un desafío a imaginar, a partir de un mínimo de escenas, el argumento de una vida.
Es de noche. Dos sujetos -agrios, angulosos, completamente anónimos- llegan en auto a un pueblo fantasma. Se les nota, en la cara y, quizás, en la manera de moverse, que están nerviosos. Ambos visten el uniforme tradicional del matón: sobretodo negro cruzado, guantes negros, sombreros Derby. Entran a un diners -esa versión urbana de la cantina del western - que podría haber pintado Edward Hopper. Todo trasunta allí melancolía: la iluminación tenue, la falta de parroquianos, la pobreza del menú. Lo que sigue es un diálogo saturado de sorna, con frases como ésta: " You'll make a good wife to a girl, Bright Boy " ["Serás una buena esposa cuando te cases, Genio"], que uno de los matones le asesta al dueño del bar.
Los matones hablan quizá de más. Han venido a matar al "Sueco". Por encargo, dicen. Saben que él suele comer allí a las seis de la tarde, y lo esperan, mientras dan órdenes al vacío, no sin antes maniatar en la cocina al cocinero y a un chico de nombre Nick Adams, que reconocemos porque también aparece en otras historias de Hemingway. A las siete, cuando es obvio que el susodicho no vendrá, se van. Entonces, el dueño de la taberna libera a los maniatados y Nick Adams sale corriendo para avisarle al Sueco que dos hombres lo están buscando para matarlo.
Es la primera vez que aparece Ole Andreson: un hombre alto, tan alto que la cama no le alcanza, con cicatrices en las manos y un letargo insólito ante la noticia que recibe. "Una vez hice algo malo", se limita a explicar, sin moverse de la cama. Y luego agrega, quizá, que está cansado de escapar y agradece, sin énfasis, la advertencia. Desconcertado, el chico vuelve corriendo al diners y comenta con el dueño lo que vio y oyó. Nada más ocurre en el relato. Las últimas réplicas son ejercicios de la resignación. "Lo matarán," dice el chico. "Supongo que sí", dice el otro. Piensan, seguramente, que el destino es un juego de naipes, en el que más vale no meterse.
Hemingway, en otras palabras, narró un comienzo y dejó el resto librado al lector, no ya la decisión del desenlace que, sin duda, es previsible, sino algo mucho más difícil: la reposición de la historia que conduce a él.
A esa tarea se abocó el director alemán exiliado en Hollywood, Robert Siodmak. Su film, de 1946, comienza por el final (es decir, por el cuento entero) y luego construye hacia atrás un aquelarre de luces y sombras para explicar la irrupción de los asesinos. Cuando ocho disparos iluminan el cuarto donde el Sueco (Burt Lancaster), en impecable camiseta depresiva, espera la muerte, sabemos que todo está por empezar. Sabemos, también, que en este caso, la víctima es el héroe (muerto) y que todo el film será un intento de resucitarlo.
Nunca se señalará con suficiente insistencia la importancia del flashback en el film noir . Como en Double Indemnity ( Pacto de sangre, 1944), en Out of the Past ( Retorno al pasado, 1947) o en Sunset Boulevard (1950), donde la narración responde a evocaciones del pasado del propio protagonista (incluso después de muerto, en el último caso), aquí también hay retrospección, sólo que, en este caso, es ejercida por los testigos o partícipes de la tragedia. Los investiga Jim Riordan (Edmond O'Brien), un oficial de Siniestros de una compañía aseguradora al que su secretaria llama "Dream Boy" y que se mueve, como Fred MacMurray en Double Indemnity , con la soltura un poco exagerada del dandi (que no es). Es él quien desovilla la trama. O bien, la teje como a un rompecabezas sombrío. Entre los interrogados, figuran quienes conocieron al Sueco: Nick Adams, el chico del diners ; el policía Lubinsky, que fue su amigo de infancia; su primera novia, Lilly, ahora casada con Lubinsky; la sorprendida beneficiaria de la póliza, una viejita que le salvó la vida hace tiempo en un hotel de Atlantic City; y un pobre infeliz, lector de estrellas y constelaciones, que compartió con él la cárcel.
Todos ellos dicen lo que saben (poco) y lo hacen en fragmentos descosidos, pero el Sueco empieza a delinearse ante nosotros como un hombre más bien lento de entendederas, aunque impulsivo y con agallas. Sabemos, en este orden o en otro, que nació en Filadelfia y quedó huérfano enseguida; que alguna vez fue boxeador (mediocre); que una pelea le inutilizó una mano y lo empujó a codearse con hijos de perra, bribones y pistoleros; que un buen día participó en un robo millonario y, lo que es peor, que se endeudó para siempre por una de esas mujeres peligrosas como alambres de púas, que suelen infectar el cine negro (Ava Gardner). La trama se complica cada vez más. Menos mal que Riordan consigue, con su tesón, unir los cabos. Lo que parecía un asalto de dimensiones colosales es, en verdad, un asalto de dimensiones colosales, a condición de aclarar que esas dimensiones no tienen que ver con el importe robado sino, más bien, con la maquiavélica ingeniería de bajezas y estocadas por la espalda que se pone en juego para que sólo dos de los implicados puedan alzarse con el botín entero.
Las cartas del noir están echadas. Como en Out of the Past (cuya estructura se repite aquí casi al pie de la letra) todas apuntan al pasado: ese momento infalible en que un imán empezó a hacer girar las piezas, a confundir los razonamientos y a anestesiar el miedo, para que se abrieran paso la traición y la lujuria. Me refiero, claro está, a la femme fatale .
Hay dos escenas en el film que no tienen desperdicio. La primera, cuando el Sueco la ve por primera vez y queda cautivo, mientras ella canta, sabiendo lo que provoca, con su voz grave, su vestido escotado y su estatura morena, exudando sexualidad como si fuera un perfume. La segunda es más sutil y, si cabe, más cargada. Él acaba de salir de la cárcel y se la encuentra, intempestiva, en el antro donde se planea el gran robo. Ella es ahora la chica del jefe (el eminente ladrón Jim Colfax) y su cuerpo -aun vestido con discreción- electrifica la escena, de por sí, fuertemente masculina. Va y viene, se diría, como animal imposible, atravesando el humo y los vahos de alcohol y, en un momento, en el preciso instante en que él debe decidir si participará o no en el asalto, se tira en la cama sin zapatos y, envuelta en sus medias de seda, levemente, levanta un pie. En ese momento, él dice: "I'm in" ["Cuenten conmigo"] y nosotros podemos medir la longitud de los besos.
Ava Gardner, por supuesto, es una pieza única: tiene los vicios escritos en el rostro, como un ave temeraria. Aunque su nombre ficcional no está a su altura (se llama Kitty Collins), lo tiene todo para triunfar: rapidez, talento para fingir y embaucar, un agudo sentido de las discordias y una falta total de escrúpulos. Con esos recursos y un cuerpo espectacular, avanza por los ambientes turbios que le tocaron en suerte y da con lo que siempre quiso. ¿Qué puede importarle a ella, que no tiene más fidelidad que para consigo misma, que alguien diga después: " If there's anything in the world I hate, is a double-crossing dame " ["Si hay algo que detesto en el mundo, son las minas que engañan"]? Si todavía está con Colfax al final de la trama, queda clarísimo, es porque éste se volvió un próspero empresario y puede darle el dinero y la mansión que ambiciona.
El resto es la confusión que producen siempre los triángulos del deseo. ¿Qué son, si no, las geometrías desiguales que se entrechocan y superponen todo el tiempo en el film, enfrentando sucesiva y recíprocamente primero al Sueco, con su novia y el policía, después al Sueco, con su novia y Kitty, y finalmente, a Kitty con el Sueco y Colfax?
No debe sorprender: el film noir no es otra cosa que una danza de formas desencontradas que nunca se compaginan o se compaginan con otras categorías, más ocultas, menos presentables. No importa que, al final, cierto orden se restablezca o que el detective/investigador desenmascare el juego y acabe mandando a la cárcel -o al cementerio- a los maleantes. Lo que importa es lo que tuvo lugar mientras tanto: la sensualidad desnuda, como una estatua erguida en la Prohibición.
Ésta, y no otra, es la fuerza más transgresora del género: poner en escena una agenda completa de antros de perdición (casinos, hipódromos, cabarets, timbas, estadios de boxeo, dancings , billares, burdeles y, en general, todas las metonimias de la noche) para desplegar allí un abanico de pulsiones riesgosas. No por nada los cineastas del género fueron perseguidos por el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Noche negra en Hollywood: lo que se censuraba, hoy queda claro, no era sólo la pertenencia al Partido Comunista; también preocupaba ese virus corrosivo que insubordinaba las costumbres, aflojando y tergiversando los controles (privados y públicos) del sueño americano e incentivando otro tipo de libertad.
Siodmak (Dresde, 1900 - Locarno, 1973) no fue el único en filmar The Killers . Existe una versión deplorable, casi televisiva, de los años 60, dirigida por Donald Siegel y protagonizada por Lee Marvin, John Cassavetes y Ronald Reagan. También hay una versión rusa de 1956, que codirigió Andrei Tarkovsky con dos compañeros del Instituto Estatal de Cinematografía. Esta versión no sólo tiene interés documental. Sus diecinueve escuetos minutos logran algo casi imposible: tender un puente inesperado entre la espiritualidad rusa y el pragmatismo estadounidense.