Terrores nuestros de cada día
Aunque no formé parte de su selecta cofradía, el Bela Lugosi Club siempre estuvo en el horizonte. Me refiero a mediados de los años ochenta, tiempo prodigioso para quienes éramos lo suficientemente chicos como para dejarnos deslumbrar por lo nuevo, y lo suficientemente grandes como para intuir el regalo que la vida nos estaba haciendo. Ser adolescente en pleno regreso de la democracia, recibir a manos llenas esa novedad, esa fuerza, ese breve optimismo: flor de regalo nos hizo la vida –¿o la historia?– a unos cuantos.
Por aquel tiempo, el vagabundeo por la avenida Corrientes era materia obligatoria. Y allí, supongo que entre indagaciones cinéfilas, descubrí su existencia: Bela Lugosi Club. Promesa de escalofrío, delicias del terror, películas: quienes programaban las funciones (el Bela Lugosi era un cine club de sede itinerante) sabían degustar la cuota de arte que latía en una cinematografía durante mucho tiempo despreciada. Por eso podían disfrutar tanto del Drácula de Browning o el Frankenstein de Whale como de Piel de asno, de Jacques Demy, o The vampire lovers, de los estudios Hammer.
No recuerdo si alguien me había mencionado la existencia del club; más bien creo que su nombre sobrevolaba –bien al estilo de la época – por sobre los fanzines o en algún cartelito en el Cine Arte o la librería Prometeo. Siempre fue un misterio, una intriga, un escurridizo objeto del deseo. Hace poco descubrí que, aunque yo suponía lo contrario, en realidad asistí a una función organizada por el club. En una nota que Peter Pank publicó en el blog Moléculas Malucas se menciona que el Bela Lugosi, en la que fue su etapa más expansiva, organizó la proyección de La tiendita del horror, de Frank Oz, en el Centro Cultural San Martín. Y recuerdo -¡cómo que no!- haber seguido, rodeada de gente y en la enorme sala A-B, las evoluciones de la planta carnívora, desmesurada y rockera, que protagoniza la película. Así que, después de todo, un poquito también fui parte del Bela Lugosi. Algo compartí de esa locura tan cuerda emprendida por un grupo de críticos cinematográficos (entre ellos, Moira Soto, socia fundadora) para los cuales erudición no tenía por qué ser sinónimo de solemnidad.
¿Y por qué me vienen estos recuerdos justo ahora? En parte debido a un mail que recibí hace poco, donde la periodista cultural Lala Toutonian invita a participar del club de lectura “Lunes de terror”: cuatro cuentos por mes, de aquí a noviembre, y una pequeña comunidad que no se reunirá, como aquella del Bela Lugosi, en torno a una pantalla, sino alrededor de un texto escrito que se compartirá –es el siglo XXI, es la era de la pandemia– en un encuentro virtual, lunes a lunes, a través del celular o la computadora. Horacio Quiroga, Joyce Carol Oates, Edgar Allan Poe, Shirley Jackson, Stephen King, Mariana Enriquez, Howard Phillips Lovecraft, Silvina Ocampo, Bram Stoker: nada mal, el menú.
Me pregunto por qué me siento tan cerca de uno y otro club. Supongo que soy parte de los que escucharon hasta el cansancio aquello de que “el sueño de la razón engendra monstruos”. De los que un poco se han reído de los decimonónicos y su escándalo cuando Freud les decía que el monstruo anida en cada ser humano, en el lado oculto, en las brumas inconscientes, en el trabajo onírico que con tanto esfuerzo elabora lo inconfesable. Y, desde luego, de los que alguna vez creyeron que era posible estar de vuelta de todo, y hoy saben (basta mirar las noticias, la guerra que no se detiene) que nadie jamás estará a la vuelta de nada.
Aunque muchos lo descubrimos en plena primavera democrática, el Bela Lugosi nació a comienzos de los setenta. Fue parte de una inmensa red de puntos de encuentro, tramas de supervivencia en tiempos duros, donde la cultura circulaba del modo en que mejor lo hace: desde el lazo y el placer, desde la palabra y la imagen. Los tiempos cambian, las sombras se renuevan. Pero los puntos de encuentro siguen y seguirán estando.
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