La escritora trabaja en una novela que recupera la época de su vida universitaria, en la efervescente Buenos Aires de fines de los años sesenta
"Soy una privilegiada". Varias veces, durante la charla telefónica, Sylvia Iparraguirre se define así. Y su voz suena especialmente convencida en cada uno de esos momentos. Privilegiada porque tiene una casa que, además, adora habitar. Porque posee una biblioteca repleta de libros, conexión a internet, una terraza que sabe hacerse acariciar por el sol. Sobre todo privilegiada porque, cuando puertas afuera la pandemia va dejando las heridas del mundo cada vez más expuestas, ella, puertas adentro, disfruta del refugio de toda una vida hecha de palabras . Además, la suspensión en la que entró la vida pública desde hace unos meses le brindó tiempo: un manantial de horas en las que pudo abocarse a una novela que, por estos días, está terminando.
"Es un trabajo en proceso, una primera versión –aclara–. Ahora viene la corrección final. Porque escribir es corregir, buscar las mejores palabras que expresen eso que uno quiere decir. Y lo más difícil: darle al texto la apariencia, solo la apariencia, de espontaneidad".
La obra que, por ahora, titila y va adquiriendo forma en la computadora donde escribe Sylvia, se llamará Antes que desaparezca. El título proviene de uno de los acápites de la novela, tomado del Diario donde Katherine Mansfield escribió: "En una novela solo cabe un número de cosas, siempre hay que sacrificar otras. Es una especie de carrera para decir cuanto se pueda antes que desaparezca".
La historia parte del reencuentro de dos mujeres que en los años sesenta, con apenas 18 años, habían venido a estudiar a Buenos Aires y se alojaban en un pensionado de monjas. "Dos chicas del interior –sonríe Iparraguirre– que, décadas después, coinciden en una clase sobre literatura rusa que está dando Lucía, la protagonista narradora. Se desarrolla una larga conversación, en la que el pasado aparece, en presente y con contundencia, a través de las escenas que ambas van recordando".
Surge entonces la risueña ingenuidad de aquellas dos chicas, pero también la imborrable intensidad de las iniciaciones; los politizados pasillos y aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA a fines de 1968, y el modo en que Lucía transita, sin encontrar contradicciones evidentes, entre la efervescencia de lecturas y discusiones a las que asiste por primera vez y la calma singularmente próxima del pensionado. Y las fiestas, los novios, el vínculo que, tensionado por el desafío y la calidez, establece con una de las monjas.
Cualquier parecido de Lucía con Sylvia Iparraguirre no es mera coincidencia. "Sí, yo estuve en un pensionado de monjas cuando vine a Buenos Aires –dice–. Sí, tenía compañeros de izquierda y de la ‘gloriosa JP’. Y sí, fue por esos años que asistí a una reunión de El escarabajo de oro y lo conocí a Abelardo (Castillo, con quien viviría una larga y fecunda relación). La novela está basada en esas cosas, pero eso es la vida real, y esto es lenguaje, es literatura. Nunca es una relación directa".
Cuenta que el libro –en el que, se intuye, plasmó mucho humor y también ternura– podría entenderse como una obra que recupera el trayecto de una joven universitaria entre dos dictaduras. "Es autobiográfico, pero yo no creo en la literatura autobiográfica", insiste, sin temerles a las paradojas y antes de anticipar cuál será el segundo acápite de la novela: una frase de Ursula K. Le Guin que dice: "La verdad nace de la imaginación".
Anticipo de Antes que desaparezca
Tengo dieciocho años y miro el Río de la Plata. Más allá, los hábitos negros se agitan con el viento; las manos sostienen las cofias blancas, almidonadas. La sonrisa de Ma mère. Estamos en la costanera. Los domingos por la tarde las monjas nos sacan a pasear. Soy yo, pero desde este lado del tiempo me veo como si fuera otra.
De golpe el pasado invadiendo la clase de literatura rusa una mañana de otoño en Buenos Aires. Hablo, estoy hablando de Pushkin frente a la ventana, donde me concedo unos segundos, al fin y al cabo soy quien da la clase, absorta en la belleza de las esculturas bajo la lluvia, la transparencia del agua deslizándose por el bronce bruñido, porque estamos en un museo moderno, el Malba, en el aula donde dicto el curso de literatura rusa clásica y, al momento que giro con las palabras al filo de decirse, descubro sacudida por la sorpresa la presencia de Clara sentada en la última hilera de sillas y con ella el pensionado Hermanas del Rosario, su escalera de mármol, sus pisos brillantes, tan nítido como una visión iluminada dentro del claroscuro de abedules, digo, donde Pushkin cruza al galope la noche de las aldeas y clava en la puerta de las iglesias epigramas contra el pope corrupto. Clara, en una de las sillas contra la pared del fondo, tan anacrónica entre el Zar y el poeta, se acopló de inmediato a la de mi memoria detonando en mi mente imágenes de fines de la década del sesenta. El zarpazo del tiempo estuvo a punto de hacerme saltar fuera de la clase. ¿Era posible? No solo era posible, sino que de esa manera se comporta la realidad, pensaría varias horas más tarde, en el taxi que me llevaba de vuelta a casa, cuando reflexionaba sobre la marea interior que el encuentro con Clara había desatado.
Recostada en el asiento, mirando pasar plazas y edificios anochecidos que empezaban a iluminarse bajo la lluvia, me gustó imaginar que el encuentro encubría algún sentido oculto. Pero no había ningún sentido oculto ni nada. Y si hubo algo extraño fue el súbito giro del tiempo, ya que lo que verdaderamente me intrigaba era fijar ese punto de desconcierto cuando la cara de Clara entró en foco, por decirlo así, se sumergió en mi corriente de pensamiento y sacó a la superficie la costanera, un domingo de paseo, las monjas. La memoria, súbitamente punzada, un arrebato del recuerdo en el momento preciso en que Pushkin le escribía al Zar pidiéndole autorización para salir de Rusia, apostando su vida a esa carta. O tal vez fue cuando me referí a otra carta, la que mandó a su hermano: "No puedo soportar más la santa Rusia", a los veintiséis años escribía, desterrado en el campo, en Pskov. El galope violento barría las aldeas dormidas. Los campesinos murmuraban: "¡Es Pushkin!". Había algo salvaje en el hombre, a la vez que mundano.
A los treinta años era ya una leyenda. Y tuve la certeza: había sido en el momento en que dije ‘era ya una leyenda’ cuando descubrí a Clara: un tintineo en lo profundo de la conciencia y el desbocarse del tiempo, el brillo gris del río, la escollera, las monjas, los cuartos compartidos en medio de la persecución y la locura de Pushkin. Quedé con los ojos fijos en Clara que se sobreponía al poeta, lo eclipsaba, y emergía de una Buenos Aires alocada y remota que habíamos habitado juntas, mientras acá y ahora, pero también más atrás, en la Rusia de 1830, la censura no lograba ocultar el virtuosismo mozartiano de Pushkin, amado por el pueblo, su ductilidad genial para pasar del verso culto al popular, sigo yo diciendo, dotado de manera tan misteriosa por la fortuna o el destino, que subyugó y a la vez despertó la ira de sus contemporáneos. Humillaciones y destierros fueron cerrando el lazo alrededor de su garganta en una asfixia lenta hasta el disparo final, momento en el que Clara, desde el fondo, me devolvió una mirada, neutra a la vez que incisiva, como si quisiera decirme algo, para hacer enseguida un ida y vuelta rápido con el dedo entre ella y yo y señalar afuera, indicándome que a la salida del curso nos reuniéramos.
***
–Dime, Lucía, qué llevas ahí –dos carcajaditas al aire–. Sí ya sé que son libros, eres muy lectora y eso está bien, pero es fundamental la elección. Vamos a ver. ¿Son libros de estudio? ¿Son novelas?
–Novelas, madre.
–¿De qué tratan?
–Esta es de una familia.
–Bien, empezamos bien, ese es un tema que puede tratarse santificadamente. Cuenta.
Está de buen humor. La mano con el anillo que indica su matrimonio con Dios acomoda un imaginario pelo rebelde debajo de la toca almidonada.
–Es un padre con cuatro hijos. Los hijos son de diferentes mujeres, son tres hijos legítimos y uno bastardo.
Tuerce la cabeza.
–Te parece que puedes usar esa palabra así como así. Te parece, acaso, apropiada.
–Así dice en el libro.
–Muchos libros dicen cosas inconvenientes, hija, o que no son ciertas.
–No lo había pensado, madre.
–Piénsalo desde ahora, hija.
Silencio. De verdad, era algo que no había pensado. Era algo que le resultaba, en principio, inconcebible. ¿Con qué propósito podía publicarse un libro que no dijera verdades, parciales o mínimas, pero ciertas sobre algún aspecto de la realidad, un libro que tergiversara o mintiera? Ella creía todo lo que leía. ¿Había estado equivocada? Le pareció una idea tan perversa que la descolocó. Miró a Magistratura: se dio cuenta de que aparentaba buen humor. Los ojos de perdiz se le habían reducido a dos puntos y ella ya había aprendido a leer esas señales.
–Bueno y qué más.
–Los cuatro hijos quieren matar al padre, un hombre repugnante que violó a una mendiga minusválida en el portal de su casa una noche de nevisca, de ahí vino el bastardo. Al final, matan al padre y culpan a uno, pero no se sabe cuál de los hijos fue. Le dan con un mango por la cabeza, no, perdón madre, con un pisapapeles. Le destrozan la cabeza.
Tomó aire. Ma mère se pasa las yemas de los dedos por los párpados.
–¿Lo haces ex profeso? ¿Estás inventando? –había dejado la silla y se acercaba, los ojitos de cuis taladrándole la cara–. Quiero que sepas que te observo muy de cerca. Dime realmente qué lees, niña; hablabas de una familia, dime cómo empieza el libro. No inventes.
Un cosquilleo de alarma. Eso le pasaba por hablar de un libro que no había leído, por repetir lo que le había dicho Gabriel, que se lo había prestado un poco a las apuradas en el práctico, antes de que entrara el ayudante, y después con lo de la bomba y el revuelo no había tenido tiempo para pensar. Siguió con el impulso que venía:
–Están en un monasterio, madre; están velando a un monje que supuestamente es santo y hay un olor raro, a cadáver. A putrefacción, porque parece que el monje no era santo, madre, y se pudre como cualquiera. Porque los hombres santos no largan olor cuando mueren.
–Mira, hija, no me digas barbaridades –el tono glacial la despertó de golpe; por una fracción de segundo vio a Magistratura tal como era: inmensa, helada, grandiosa, con potestad sobre su vida. Sintió un golpe de pánico–. Sé perfectamente cómo son, todas ustedes. Este trabajo es fatigante, tengo que velar por todas y cada una, es fatigante.
Lucía se sumergió en la sombra verde de los helechos. Había estado repitiendo como una autómata y de pronto vio una película en la que metía sus cosas en el bolso, subía a un tren y volvía a su lejano pueblo despedida del pensionado Hermanas del Rosario, de Buenos Aires y del mundo, adiós a su libertad, adiós a todo. Buscó febrilmente algo, rápido.
–Perdón, madre, me equivoqué. Es un marino, el capitán de un barco, que persigue una ballena blanca por todos los mares. Le falta una pierna, tiene una pata de palo –le pareció que no debió decir "pata", pero ya era tarde–. Uno de los marineros es un indio caníbal con el cuerpo completamente tatuado. Una noche, en la posada, el caníbal que ha sido caníbal ahora no es más, se mete en la cama de Ismael.
–¿Eso es lo que consideras una familia? –la interrumpió en seco Magistratura. El tono había dejado de ser helado para volverse suspicaz y hasta ligeramente alegre–. ¿No andas un poco extraviada, hija? Cómo no, cómo no... Nos creen ignorantes, ¿no es así? Creen que nacimos ayer. Pero yo vi la película –se irguió orgullosa la silueta de Magistratura–, cómo no, en el año cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco me vestí de civil y vi la película. ¿Qué significa el color blanco de la ballena, a ver?
–No me acuerdo, madre.
–El mal, hija.
Se abrió un silencio espeso en el cuarto abovedado. Los ojitos la escrutaban, irónicos, satisfechos. Cinco, diez, quince segundos.
–Puedes retirarte, hija. Y cuidado con lo que lees.
–Sí, madre.
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