Susan Sontag o la mente como pasión
Su manera de razonar suele ser tan inesperada, radical y estimulante, que aún genera un “efecto renovador” en el lector del siglo XXI
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Existen escritores profesionales, comerciantes, agentes publicitarios de sí mismos. También escritores panfletarios, comprometidos, oficialistas, genuflexos. Los hay experimentales, vanguardistas, misántropos. Quedan, aunque son pocos, algunos a los que podríamos considerar verdaderos artistas. Pero sobran los dedos de una mano para contar aquellos que son, al mismo tiempo, grandes intelectuales: esos escritores que nos enseñan a pensar como en otro tiempo aprendimos a hablar, a caminar, a andar en bicicleta. Eso fue Susan Sontag: una ensayista brillante, una pensadora a la altura de los conflictos de su época, una esteta y al mismo tiempo una moralista. Después de leer a Sontag uno ya no es el que era: se siente como si nuestra capacidad intelectual se hubiera expandido, como si adoptáramos otro punto de vista frente a los mismos problemas, como si acabáramos de limpiar el lente de la cámara con que miramos el mundo.
Sontag nació en 1933, publicó ensayos y novelas, fue una intelectual resistente y un ícono cultural y todavía recuerdo el día de 2004 en que me enteré de su muerte porque fue como si hubiera perdido a un familiar cercano, o a un profesor querido y admirado. Había leído ensayos como Contra la interpretación, Notas sobre lo camp, Sobre la fotografía y Ante el dolor de los demás con el placer y la fascinación que generan las ideas puestas en acto con el sofisticado fraseo de un estilista. Hoy ocupa un lugar destacado en el horizonte intelectual del siglo XX, junto a sus admirados Jean-Paul Sartre y Roland Barthes, y luego de su muerte se han editado sus diarios y recopilaciones de sus textos fundamentales, cuyo último avatar lo comprenden las 750 páginas de Obra imprescindible, una antología a cargo de su hijo, el también ensayista David Rieff.
¿Qué hay de nuevo en este volumen, que toma piezas de sus libros más leídos y los ordena por temas y zonas de interés (“Sensibilidades”, “Reflexiones”, “El cuerpo”, “El cine”, “La fotografía”, “La literatura”) junto a conferencias y discursos públicos? Algunas pocas páginas inéditas de sus diarios. Pero resulta absurdo hablar de novedad a la hora de referirse a la obra de Sontag, ya que muchos de sus textos, incluso los publicados décadas atrás, mantienen la potencialidad de lo nuevo: su manera de razonar suele ser tan inesperada, tan radical, tan estimulante, que aún aplicada a temas del pasado genera lo que podríamos llamar un “efecto renovador” en los lectores, supongo que aún más en los del siglo XXI.
Un ejemplo perfecto de esto es el ensayo titulado “Fascinante fascismo”, de 1975. Más allá de las dudas acerca de la posibilidad de publicar hoy, en nuestra cultura de la cancelación, un artículo con semejante título, lo notable es la forma en que Sontag recorre el cine de Leni Riefensthal (al que atribuye ser reivindicado ingenuamente por el feminismo de aquella época) para proceder a un análisis del arte nazi, vincularlo con el erotismo latente en la simbología del Tercer Reich y destacar sus efectos en prácticas sexuales como el sadomasoquismo. Se pregunta Sontag, medio siglo atrás: “¿Por qué la Alemania nazi, que fue una sociedad represiva del sexo, se ha vuelto erótica? ¿Cómo pudo un régimen que persiguió a los homosexuales convertirse en estímulo sexual gay?”
En el prólogo a este volumen su hijo escribe que la mayor ambición de la ensayista neoyorquina era “que su obra fuera recordada por la perdurable originalidad de lo que había hecho, pensado y escrito”. Lo que probablemente esté fuera de duda. Y acto seguido recuerda que una de las razones por las que Sontag confiaba en vivir una vida muy larga era “para ver hasta dónde llega la estupidez humana”. Donde estés, querida Susan, no hizo falta, la respuesta es simple: lejos, muy lejos.ß
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