Fragmento de la entrevista publicada en LA NACION el 5 de mayo de 1985.
La llaman la Pasionaria del estilo. Es una de las mujeres más inteligentes de los Estados Unidos y el símbolo mismo de la inteligencia norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. La solidez y honestidad de su pensamiento, la claridad de sus exposiciones la han convertido en una de las figuras más brillantes del mundo literario. Es autora de ensayos tan agudos y renovadores como Contra la interpretación, Sobre la fotografía y La enfermedad y sus metáforas. También ha escrito novelas como El benefactor y libros de cuentos como Yo, etcétera.
–En uno de sus ensayos, "Fascinating Fascism", hace un magnífico análisis de la estética fascista. Obviamente, usted no es fascista, como no lo eran Luchino Visconti ni Hans Jürgen Syberberg, el director alemán de Hitler, un film de Alemania, que usted tanto admira. Pero, ¿se encuentra como ellos bajo la fascinación del fascismo?
–Es cierto que Visconti y Syberberg se hallan fascinados por ese movimiento. En Visconti, esa fascinación tiene características sexuales. El fascismo evocaba en él imágenes de crueldad, de sadismo y de muerte, asociadas con el sexo. La atracción magnética de los líderes, que se halla en el fascismo, y la relación entre la masa y su conductor tienen muchos rasgos de un vínculo sexual. Syberberg, por otra parte, es alemán y vivió en un clima y en un círculo donde el nazismo era la realidad cotidiana. Yo no siento ese tipo de fascinación. Aunque las imágenes, la estética fascistas ejercen sobre mi cierta atracción. Me interesa la gente que sufre esa fascinación y las imágenes que crea. El fascismo fracasó y hoy no es un peligro, al menos en la forma en que se dio en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en ese sentido sus imágenes, como todo lo que fracasó y pertenece al pasado, producen un sentimiento de tristeza y hasta de encanto melancólico. Las imágenes fascistas son atractivas en la medida en que hablan del tiempo que fue. Cuando uno se pasea por Roma, una ciudad que adoro, entre las ruinas del Imperio, se está bajo el mismo hechizo.
–¿Cuáles fueron sus primeras lecturas?
–Podría decir que nací leyendo, era algo precoz. A los tres años ya lo hacía. Tenía hambre de lectura. Odiaba ser una niña. Soñaba con ser adulta y me parecía que leyendo lo era. Cuando leía presumía de persona grande. Los primeros libros que recuerdo eran cuentos de hadas, pero ya antes de los cinco años leía historias de Poe. La primera novela que terminé fue Los miserables, de Victor Hugo. Era horrible, lloré todo el tiempo mientras la leía. La lectura era, por otra parte, una forma de viajar. Yo quería estar en todas partes menos donde estaba. Los libros eran mi medio de transporte. Ese sentimiento se debía en gran parte al hecho de que mis padres se encontraban en Oriente cuando era muy chica, y yo estaba separada de ellos. Mi padre murió en China y yo no conocí de verdad a mi madre hasta que ella volvió de ese largo viaje.
–No solo mostró precocidad como lectora: a los 17 años se casó con Philip Rieff, y en 1952 tuvo un hijo. ¿Cómo fue ese período?
–En 1949 ingresé en la Universidad de Berkeley, California, y al año siguiente me mudé a Chicago. Mi futuro esposo era profesor en la universidad donde yo estudiaba. No era su alumna, pero allí lo conocí. Él era bastante mayor que yo. Poco después de casarme me sentía desconcertada, infeliz. Me di cuenta de que ese matrimonio no marchaba. Recuerdo que por ese entonces leía una novela de George Eliot, Middlemarch. Es la historia de una mujer joven que se casa con un hombre mucho mayor y que descubre que es muy infeliz. Leyendo esa novela advertí que esa era mi vida. Una vez más, como me había ocurrido cuando era chica con Los miserables, lloré mucho. Pero lloré por mí misma. Tardé nueve años en separarme. Soy bastante lenta en ese tipo de decisiones. Esa fue una época de intensos estudios. En 1952 obtuve mi licenciatura, después estudié en la Universidad de Harvard, donde terminé un máster en literatura, en 1954, y otro en filosofía, al año siguiente. Más tarde completé mi formación en St. Anne’s College de Oxford y en la Universidad de París. En cuanto a mi vida familiar, hoy mi hijo, David Rieff, ya es un hombre grande, que ha pasado los treinta años, que ya tiene canas, y trabaja en una editorial, donde publica libros de Marguerite Yourcenar, Philip Roth, Milan Kundera, Mario Vargas Llosa, Heberto Padilla y otros.
"La lectura era, por otra parte, una forma de viajar. Yo quería estar en todas partes menos donde estaba. Los libros eran mi medio de transporte."
–Usted ha escrito un libro sobre fotografía que es un clásico. ¿Cómo comenzó su interés por el tema? ¿Es usted fotógrafa?
–No soy fotógrafa, pero las fotografías me fascinan. Las colecciono, estoy rodeada por ellas. Me sirven para escribir. Ahora, por ejemplo, estoy interesada en la imagen del volcán como metáfora y pienso hacer un ensayo sobre este asunto. Para eso he llenado mi casa de fotografías de volcanes. Pero yo misma no tomo fotografías por temor a que esa actividad se transforme en una adicción. No quiero ser tampoco una crítica fotográfica. En Sobre la fotografía aproveché precisamente el hecho de ser una outsider, una extraña en la materia. Mi actitud como autora es la de un voyeur. Al escribir ese volumen descubrí que estaba escribiendo sobre el mundo, no solo sobre una técnica o un arte. Como ejemplo de lo que significa la existencia de la fotografía basta pensar que hasta que se inventó la cámara fotográfica, alrededor de 1830, la gente no sabía cómo era de chica. Hoy se puede seguir la evolución de una vida a través de las fotografías. Antes, por supuesto, existían los retratos pintados, pero no tenían el mismo carácter. Si uno se imagina por un momento que la fotografía ya hubiera sido inventada en la época de Shakespeare, y se tuviera una imagen de él, y además un retrato hecho por un gran pintor, no hay duda de que uno se emocionaría más viendo la fotografía porque es una especie de huella del pasado. Las fotos nos conmueven porque nos hablan del paso del tiempo. Cuanto más vieja es una fotografía, más fascinante nos parece.
–En el ensayo sobre Walter Benjamin titulado "Bajo el signo de Saturno", usted habla del temperamento de Saturno, de su lentitud, apatía, indecisión y melancolía. ¿Usted también vive bajo ese signo?
–Sí, soy melancólica, apática, lenta e indecisa. Ese ensayo es en cierto modo un autorretrato. Yo me sentía identificada con Benjamin y por eso escribí sobre él. Soy muy haragana, no me gusta escribir. Debo forzarme a trabajar y por eso trabajo mucho. Trabajar para mí es una hazaña de la voluntad. Me obligo a ello, porque si siguiera mi impulso natural no haría nada. Antes de ponerme a trabajar todas las mañanas debo rechazar las tentaciones del diario, de las revistas, de lecturas que podrían distraerme, del teléfono. Me impongo sentarme ante la mesa para escribir como si fuera un chico. Me gusta como a Benjamin viajar y perderme en las ciudades, perder mi camino, convertirlo en un laberinto. El gusto de Benjamin por las miniaturas quizá tenga que ver con el mío por las fotografías, ya que las fotos miniaturizan el mundo. Cuando escribo trato como él de que cada frase lo diga todo antes de que mi total concentración disuelva el tema ante mis ojos. Las personas cuyo temperamento está bajo el signo de Saturno piensan que tienen una voluntad débil y, por lo tanto, hacen desesperados esfuerzos para desarrollarla. Uno está condenado a trabajar por el temor de no hacer nada. Ese es también mi caso.
¿Por qué la elegimos?
Ensayista brillante, pero también cuentista y novelista, Susan Sontag es una de las intelectuales más importantes que se dieron a conocer en Estados Unidos en los ajetreados años sesenta. Libros como Contra la interpretación o Sobre la fotografía son hoy clásicos. La enfermedad y sus metáforas, por su parte, adquiere nuevo relieve con la actual pandemia.