Sunula: "Berni vivía sin permiso"
Su última mujer, Silvina Victoria, cuenta que el pintor usaba su ropa para vestir a Ramona y que juntos recorrían los basurales para juntar la chatarra de Juanito
Es idéntica a esa rubia que está recostada sobre la cama, desnuda, mientras un hombre la observa asomado detrás de una puerta. Pero cuando Antonio Berni pintó Susana y el viejo, en 1931, ella no había nacido. Silvina Victoria, una voluptuosa tucumana apodada "Sunula" –señorita en quichua– llegaría a la vida del pintor tres décadas más tarde. Ella tenía apenas 20 años; él, con un hijo y una hija de dos matrimonios, ya se había convertido en el viejo del cuadro.
La última mujer de Berni conserva varias fotos familiares, un cuadro de la primera época y un par de grabados del maestro rosarino en el departamento de Congreso donde recibió a adncultura para contar, entre otras cosas, por qué alguna vez definió al amor de su vida como "un monstruo que lo devora todo".
–Porque todo lo que veía lo aprendía. Y además por esa manera de agarrar todo de la calle, de la casa, para ponerlo en sus cuadros. A veces salíamos especialmente a juntar cosas: cartones, latas. En general de noche, a los basurales. Y cuando yo salía, abría mi placar y me afanaba los encajes, los vestidos largos... Un día volví y me encontré con todo lo mío destruido y un cuadro fantástico de Ramona.
–Así que Ramona se ha vestido con tu ropa.
–Sí. Hay un cuadro titulado La gallina ciega que tiene un vestido de broderie blanco: era un vestido mío. Y la bijouterie, ni hablar. Los zapatos... Todo le parecía usable.
–¿Lo tomaba sin tu permiso?
–Antonio vivía sin permiso. Cuando fuimos a Nueva York se hizo una fiesta, porque todo el mundo tira todo. Estuvimos dos meses en el Chelsea Hotel, donde estaban los escritores.
–¿Chelsea Hotel, el cuadro que tiene Malba, lo hizo ahí?
–Supuestamente inspirado en mí: la rubia tetona. Y la cortina la arrancó de la ventana del Chelsea. Por eso te decía: vivía sin permiso.
–En una entrevista con José Viñals, Berni habla mucho sobre la libertad y el aprendizaje. ¿Eran centrales en su vida, no?
–Sí. Yo recién ahora me doy cuenta de todo lo que aprendí con él. Nos conocimos en 1967; yo tenía veinte años y él me llevaba cuarenta. Yo le decía: "De ventaja, viejo desgraciado".
–¿Qué aprendiste con él?
–Geografía, por ejemplo. La primera vez que fui a Europa fue con él, al poco tiempo de conocerlo. En el avión yo quería que me trajeran una copa, un sándwich, y Antonio abría la guía y decía: "Mirá, chiquita, a dónde vamos a ir...". Y yo pensaba: "Qué plomo".
–¿Inspiraste un poco a Ramona?
–Ramona ya estaba inspirada en las prostitutas polacas de Rosario. Creo que de ahí le gustaban mucho las mujeres y al mismo tiempo ve lo desgraciado de la vida.
–Ramona es como Juanito: no es alguien particular.
–Él decía: "Juanito no es un pobre chico, es un chico pobre". Ramona era exactamente lo mismo. El tema de la prostitución, la explotación, es una metáfora del mundo en que vivimos.
–¿Y por qué decís en el libro de Viñals que Berni es un "sujeto peligrosísimo"?
–Por atropellador, por la manera en que me persiguió. Hasta que lo logró.
"Es un viejo libidinoso", contestó Sunula cuando le dijeron que Berni quería conocerla. Ella había llegado el año anterior de Tucumán, embarazada de su hija Valeria. Trabajaba de secretaria en Juárez Editor, una editorial frecuentada por la elite intelectual porteña. Un día llegó el pintor, la vio sobre una escalera y se obsesionó con sus piernas.
–Me enamoré de Berni porque él me buscó. Él estaba ilustrando Hojas de hierba de Walt Whitman y Borges lo estaba traduciendo. Todos me decían: "Pero che, es el maestro Berni, cómo vas a decirle que no a un café". Y no me dejó hasta que no le dije que sí.
Comenzaron a encontrarse en un departamento de la calle Bulnes, lugar de reunión de músicos y artistas, donde "Tanguito" se encerraba en el baño a ensayar. Más tarde se mudaron a un primer piso sobre el Pasaje Balcarce, frente al Parque Lezica. Ahí vivieron hasta meses antes de que él muriera, en 1981.
–¿Qué fue Antonio para vos?
–Alguien a quien yo protegía mucho. Un cómplice: con miradas nos entendíamos. Fue y es el amor de mi vida.
–¿Y por qué se pelearon?
–Nosotros éramos pasionales. Nos gritábamos; una vez le tiré con una silla. Y un día, andá a saber por qué, le cambié la cerradura de la casa.
–¿Cómo era un día en la vida de Berni?
–Se despertaba cerca de las 7 de la mañana. Desayunaba en la cama, leyendo el diario. La Nacion, por supuesto. Mientras leía, ponía los pies para que yo le pusiera las medias. Siempre era un asco la ropa, toda manchada de pintura. Después nos íbamos caminando hasta el taller, a cinco cuadras de casa. Pintaba hasta el mediodía, tomaba su sopa, dormía su siesta y volvía a pintar. A las 6 de la tarde, volvíamos caminando y yo le contaba sobre la gente que había venido al taller, las propuestas de exposición, las cartas que había recibido...
–Hacías de secretaria.
–Yo le manejaba la obra a Antonio. Yo disponía. Si alguien no me gustaba le decía: "Vos no me gustás, las obras no van para vos". Creo me he peleado con todos los marchands de Buenos Aires. Porque a Antonio le molestaba que la obra no estuviera en el taller si no había sido comprada. Entonces yo me tomaba un taxiflet y recorría las galerías. Y les decía: "Vos, acá, ¿qué tenés? La guita o el cuadro".
–¿Pudieron reconciliarse antes de que él muriera?
–Cuatro meses después de habernos peleado, nos encontramos en un café. Él tenía cierta insistencia en volver. La que no estaba dispuesta era yo. Pero estaba enojada conmigo, porque mi vida era Antonio. Eso fue un viernes. Al día siguiente, me llamó para pelear por un bolso. Y el domingo murió. Él ya sufría ese problema: cuando estaba nervioso, se atragantaba.
–Ustedes no estaban casados.
–No. Muchos abogados me han dicho: "Empujá por la obra, porque vos has trabajado mucho". Podría haber hecho juicio, pero para mí era un problema ético. Antonio decía: "Mi obra y mi taller son del pueblo". ¿Más claro que eso?