Spivacow y la fábrica de libros
La Biblioteca Nacional recuperó y puso a disposición del público los catálogos del Centro Editor de América Latina y Eudeba. En estas páginas, una semblanza del hombre que animó ambas editoriales
Por diversos motivos, en lo que va del año el libro ha figurado entre las preocupaciones de una opinión pública más a menudo absorbida por los desvaríos policiales o las miserias políticas. Ese objeto a la vez físico y simbólico, fundado por escritores y lectores, hecho de papel y de historias, ha sido nombrado una y otra vez. Ya se conocen las resonancias y la feliz rutina de la Feria del Libro de Buenos Aires, sumadas a la Feria del Libro Infantil y Juvenil. Los 30 años transcurridos desde la guerra de Malvinas han suscitado una numerosa tropa de libros, abordando el tema en todas las dimensiones posibles. Contradictoriamente, la noticia que informó acerca de la decisión de la Enciclopedia Británica de suspender sus ediciones en papel y proseguirlas on line ha reactualizado el debate sobre la permanencia del libro tradicional. Los recientes estudios sobre hábitos de lectura en niños y adolescentes no son, precisamente, optimistas. Y por fin ha tenido lugar un desafortunado amago del gobierno nacional por complicar y encarecer la importación de libros hecha por particulares. Por suerte, se dio marcha atrás.
Mi aporte al tema tratará de ser, al mismo tiempo, un testimonio y un homenaje. Este último va dirigido a un argentino que fue, probablemente, el último editor que creyó sin límites en la capacidad educadora, la voluntad de cambio y el impulso progresista contenidos en la lectura de libros, y que estaba lejos, todavía, del aterrizaje multinacional en nuestro territorio. La mención vale -casi es obvio- para Boris Spivacow (1915-1994), gerente y animador de la primera Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), de 1958 a 1966, fundador en 1966, tras el golpe de Onganía, del Centro Editor de América Latina (CEAL), y su conductor por el resto de su vida.
Aunque cabe insistir en el carácter testimonial de estas líneas, proporcionado por un laborioso participante de la primera etapa del CEAL, vale la pena reiterar, antes, algunos datos históricos generales, que quizá las generaciones más jóvenes desconozcan. Asustan las cifras y la variedad de la producción de estas dos editoriales -buscada continuidad la una de la otra-, que tenían, respectivamente, por lema "libros para todos" y "más libros para más". Sumando los dos mandatos de Spivacow, unas 120 colecciones distintas de libros y/o fascículos. Más de 6000 títulos diferentes. Millones de ejemplares publicados, contando los del CEAL incinerados por la última dictadura militar, en una ordalía censora a la que Spivacow, sin embargo, pudo sobrevivir, gracias a su coraje intelectual y físico. Miles y miles de personas que se formaron con las económicas ediciones del CEAL, más allá de las tapas a veces mal pegadas, de la baja calidad del papel y de algunas erratas flagrantes.
Una advertencia: quien desee adentrarse en trabajos de investigación y visiones de conjunto acerca de la primera EUDEBA, del CEAL y de su creador, con todos los detalles del caso, podrá consultar, como primera escala en el camino, tres fuentes respetables: el libro Boris Spivacow. Memoria de un sueño argentino , de Delia Maunás (con postfacio de Víctor Pesce), publicado por Colihue y centrado en una extensa y reveladora entrevista de la autora al editor; y los dos voluminosos catálogos de la EUDEBA 1958-1966 y el CEAL 1966-1994, con los comentarios y presentaciones correspondientes, hecho en el marco de la Biblioteca Nacional, y con la notable y meritoria coordinación de Judith Gociol. Esfuerzos, cada uno en su dimensión, para ser aplaudidos sin reservas.
Los individuos son el equipo
Si bien dirigí otras colecciones menores y colaboré copiosamente con otros directores, mi actividad principal en el CEAL se desarrolló en tres colecciones: Capítulo Argentino (como coordinador y secretario ejecutivo, de 1967 a 1968; el director era Roger Pla y el asesor, Adolfo Prieto); Capítulo Universal (como director, de 1968 a 1971), y "Narradores de Hoy" (como director, de 1971 a 1973). Las dos primeras incluían en su entrega, que era semanal, un fascículo y un libro, revolucionario sistema puesto en práctica por Spivacow y que constituyó un rotundo éxito, sobre todo para el primer Capítulo , cuyas ediciones iniciales llegaron a vender varios centenares de miles de ejemplares.
Coordinar una historia de la literatura argentina con criterio moderno, mostrando en una gran unidad sus continuidades y rupturas, era una tarea ardua y estimulante; la emprendimos junto con mi talentosa asistente, Josefina Delgado, a través de un hilo que unía el pasado con el presente y que nos deparó inesperados conocimientos y amistades. Recuerdo la delgada presencia de Enrique Banchs, que hacía décadas no publicaba ni reeditaba nada, que al fin nos cedió los derechos, no de La urna , pero sí de El cascabel del halcón . Recuerdo la curiosa mezcla de discreción y énfasis que caracterizaba a Bernardo Canal Feijóo. Recuerdo los debates con viudas y herederos de escritores desaparecidos, a veces envueltos en una atmósfera de tensión y mezquindad. Recuerdo la locuaz complicidad intelectual de Carlos Mastronardi, que se quedaba horas con nosotros, hablando de Borges y de otros congéneres, pero sobre todo de Borges. Y por supuesto no puedo dejar de recordar a la extensa nómina de colaboradores y amigos, entre los que figuraban críticos y profesores algo mayores que nosotros, como Rodolfo Borello y Noé Jitrik, o los que eran de nuestra generación o próximos, como Susana Zanetti (que años más tarde dirigiría una reedición de la obra, mucho más completa que la coordinada por mí), Beatriz Sarlo, Jorge Lafforgue y Eduardo Romano, entre muchos otros. En esta obra, que sellaría el destino del CEAL y permitiría su expansión, quedó marcada también la idea de "trabajo en equipo" de la editorial. Un equipo, sí, pero formado por fuertes individualidades que hacían su trabajo con libertad y autonomía. Una vez elegido el director de la colección y los que lo acompañarían, Spivacow se hacía a un lado y otorgaba absoluta independencia de acción. Por eso -creo- pudo sumar a nombres prestigiosos como Amanda Toubes, Sara Rietti, Carlos Altamirano, Graciela Cabal, Graciela Montes, Heber Cardoso, Julio Schvartzman, Oscar Troncoso? sólo para empezar la lista.
A Capítulo Argentino siguió Capítulo Universal , una monumental historia de la literatura mundial, en 158 fascículos + libros, que dirigí, con la impar asesoría de Jaime Rest, crítico y profesor que había sido adjunto de Borges en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, y que era poseedor de una cultura vasta y variada que contribuyó decisivamente a la calidad de la obra. Aparte de las grandes literaturas occidentales, nos arriesgamos con los clásicos de la antigüedad grecolatina, con las literaturas asiáticas y africanas, con los géneros marginales. Como con cada fascículo debía venir un libro, preparamos antologías, negociamos traducciones ya hechas, y encargamos otras nuevas, aparte de cometer, alguna vez, el pecado de sinonimia. Entre nuestros traductores, me gustaría mencionar por lo menos a tres, de gran jerarquía: Juan Esteban Fassio, Antonio Bonanno y Eduardo Paz Leston.
Siento una satisfacción especial al evocar la última de las colecciones "importantes" que dirigí en el CEAL: "Narradores de Hoy". Durante 82 semanas entregamos a los lectores otros tantos libros de narrativa (novelas o selecciones de cuentos), escritos por autores del siglo xx, de los que casi la mitad eran argentinos. Me encargué personalmente de elegir los títulos. Empezamos con los cuentos completos de Germán Rozenmacher, fallecido hacía poco. Entre los demás argentinos, hubo debutantes absolutos e inéditos de escritores conocidos; mencionemos sólo a Jorge Asís, Alicia Steimberg, Isidoro Blaisten, Juan Carlos Martini, Héctor Tizón, Haroldo Conti, Andrés Rivera, Vicente Battista, Liliana Heker, Blas Matamoro y Bernardo Jobson. Hubo también latinoamericanos, como Juan Carlos Onetti, Autran Dourado, Vicente Leñero, Augusto Roa Bastos, Reynaldo Arenas, Carlos Martínez Moreno y Néstor Taboada Terán, y por supuesto, narradores en otras lenguas, como Erskine Caldwell, Ring Lardner, Saki, Katherine Mansfield, Bruno Schulz, Peter Handke, Alfred Jarry, Guillaume Apollinaire y Marguerite Duras. Es emocionante descubrir aún hoy, en mesas de saldos o librerías de viejo, algunas de esas modestísimas ediciones, marchitas pero válidas por sus historias y sus ingeniosos diseños de tapa.
Además de dirigir colecciones, en mis seis años de CEAL escribí decenas de fascículos y algunos libros, y armé buena cantidad de antologías. Para que los nombres no se repitiesen tanto, y a veces por motivos políticos, firmábamos con seudónimos. Debo haber usado siete u ocho diferentes, pero aquí sólo me desenmascararé tres veces. Uno de ellos, Edmond Masson, redactó un fascículo con la biografía de George Sand; no era más que un refrito cuidadoso. En los otros dos casos (libros), se trataba de pequeñas investigaciones obsesivas, que reflejaban mi postura política de aquellos años. En uno, "La Revolución Francesa", un tal J. G. Saavedra (que años más tarde firmaría columnas como Julio García Saavedra en el diario La Opinión) se atrevió a opinar sobre un hecho histórico mil veces comentado. En otro, "El Cordobazo", un así llamado Daniel Villar intentó trazar una de las primeras crónicas de esa explosión social argentina.
El editor y el administrador
Para seguir explicando el auge y el ocaso de esta fenomenal fábrica de libros, hay que volver, forzosamente, a la personalidad de Boris Spivacow. Es inevitable hacerse algunas preguntas. ¿Por qué el CEAL, como empresa, desapareció rápidamente de escena a la muerte de Spivacow? ¿Podría haberse rescatado con un estilo de conducción distinto? ¿Cuáles eran las diferencias entre EUDEBA y el CEAL?
La respuesta es sencilla. El matiz consistía en que el CEAL, a diferencia de EUDEBA, no recibiría, en última instancia, salvatajes en forma de subsidios por parte de la Universidad estatal, sino que debería arreglárselas por sus propios medios. Spivacow, excepcionalmente dotado para dirigir una editorial del Estado, no tenía la vocación ni el perfil de un ejecutivo capitalista. Era un gran editor, quizá el más grande que tuvimos, y un discutible administrador. El colosal éxito de Capítulo pudo haberle servido para cimentar una empresa sólida. En lugar de ello, lanzó al mercado decenas de nuevas colecciones, muchas de ellas insostenibles, en su inflexible propósito de educar al soberano. A los dos años estaba en convocatoria de acreedores, al borde de la quiebra. Y así, caminando al lado del abismo hasta el final, mantuvo milagrosamente en pie al CEAL, creado a su imagen y semejanza.
Lo que Boris representaba era la utopía iluminista, la posibilidad de educar y cambiar a la gente a través de la lectura, una cosmovisión formada en las viejas bibliotecas socialistas y anarquistas. Ese objetivo era difícil de alcanzar en una industria, un mercado y una sociedad capitalistas, con leyes y obligaciones propias. Tal vez si Spivacow hubiese introducido en su gestión elementos empresarios más realistas, el CEAL podría haberlo sobrevivido. Sólo tal vez?
Sea como fuere, en esta historia hay mucho para celebrar, aunque se haya dado en un mundo irrepetible, en el que no campeaban por sus fueros los buscadores de Internet y los e-books. Boris y sus editoriales dieron a conocer a escritores y críticos jóvenes, mostraron la historia y las costumbres argentinas, publicaron a filósofos y científicos del mundo entero, y difundieron, sin inmutarse, la cultura universal. Se sobrepusieron valerosamente a los tiempos de dictadura (aunque tuvieron algún muerto y desaparecido en su personal) y dieron voz a las conciencias libres y progresistas que no disponían de otros ámbitos. Hay cientos o miles de libros de la vieja EUDEBA y del CEAL circulando todavía en mesas de viejas y nuevas librerías, en ofertas on line o en las bibliotecas personales de los que no queremos desprendernos de esos volúmenes que se desmenuzan como hojas al viento.
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