Spinoza: la geometría de las pasiones
En este capítulo de Amo, luego existo, el autor retrata experiencias e ideas de un filósofo insoslayable para pensar los registros del alma humana
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Según la filósofa húngara Agnes Heller, la diferencia fundamental entre escritores y filósofos en lo referente a la relación que mantienen entre su vida y su obra es que mientras los primeros pueden utilizar sus propias peripecias vitales como materia prima, estímulo e incentivo para sus creaciones, lo propio de los filósofos es precisamente que una vida anodina y sin relieve constituya la condición de posibilidad más adecuada para un trabajo teórico de interés. Pues bien, si en algún autor parece cumplirse con perfecta exactitud dicha máxima o principio es, sin duda, en Baruch Spinoza.
Baruch (equivalente hebreo del latinizado Benedicto o del portugués Benito) Spinoza nació en Ámsterdam, Holanda, en 1632, procedente de una familia de judíos sefardíes criptojudaizantes (marranos), es decir, judíos a quienes la Inquisición había obligado a profesar externamente el cristianismo pero que permanecieron fieles, de hecho, a su propia religión. Sus antepasados abandonaron la Península Ibérica, huyendo de la persecución religiosa en Portugal, como un siglo antes habían huido de España por análogo motivo. Su padre y su abuelo decidieron buscar asilo en Ámsterdam, dado que en aquel tiempo las comunidades mercantiles holandesas eran, pese a la influencia de los clérigos calvinistas, las más tolerantes de Europa, lo que las convertía en el centro natural para los refugiados de la persecución. Se educó en la nutrida comunidad judía de aquella ciudad, donde los familiares de Spinoza eran miembros prósperos y prominentes (su padre había sido en varias ocasiones guardián de la Sinagoga), extremo este relevante a la hora de analizar la conmoción y el escándalo que provocaría su separación de ella. Siendo joven, contrajo una tuberculosis que poco a poco minaría su salud, hasta ocasionarle una muerte temprana.
Baruch Spinoza fue estudiante de la escuela rabínica. Durante seis ciclos anuales fue instruido, a razón de seis horas diarias, en los estudios hebreos tradicionales. Estudió gramática hebrea, la Torá, los profetas y el Talmud, entre otras cosas. Tenemos constancia de las discrepancias del joven estudiante con sus maestros. Como también la tenemos de que siguió cursos en la escuela del antiguo jesuita devenido librepensador y ateo Francis van den Enden, escuela frecuentada por muchos jóvenes judíos que aprendían en ella el latín, los elementos de la filosofía y la ciencia cartesianas, además de matemáticas y física. También leyó a Thomas Hobbes, Lucrecio y Giordano Bruno, lecturas todas ellas que fueron generando en Spinoza un conflicto de incompatibilidades.
En efecto, Spinoza era consciente de que las nuevas ideas del Renacimiento y la filosofía natural de Galileo, Kepler o Bacon encontraban un obstáculo insuperable en la Biblia, tanto en su interpretación literal como en las interpretaciones figuradas o alegóricas sugeridas por los filósofos judíos anteriores. Si a esto se le suman las influencias que sobre él tuvieron los colegiantes (cristianos liberales protestantes significados por su tolerancia), el choque de nuestro autor con la comunidad judía estaba anunciado.
En 1656, a los veinticuatro años, tres después de la muerte de su padre y acaso influido por ello (su desaparición lo habría liberado de la obligación de mantener oculto su descreimiento por respeto a la figura paterna), Spinoza fue condenado y excomulgado. ¿Los cargos? Por la información de que disponemos, durante los meses previos a la proscripción "dejó de asistir a los servicios de la sinagoga, rompió los mandamientos de la Torá y les reveló sus dudas a los conocidos de más confianza". Según parece, Spinoza recibió avisos y recomendaciones, a las que hizo caso omiso, para que se apartara de sus malas costumbres. Finalmente, el consejo de ancianos, utilizando como prueba concluyente delaciones que daban noticias sobre las horribles herejías que Spinoza practicaba y enseñaba (probablemente acerca de lo que le ocurría al alma después de la muerte) y sobre las abominables acciones que ejecutaba (como la blasfemia), resolvió sancionarlo con la proscripción (o cherem). Fue apartado de la nación de Israel el 27 de julio de 1656: excomulgado, pasó a ser un desterrado de la única comunidad a la que pertenecía naturalmente.
Tras la condena, se retiró a un suburbio en las afueras de la ciudad (sus acusadores lo habían denunciado a las autoridades civiles como un peligroso hereje y blasfemo, por lo que había sido expulsado de Ámsterdam) y acentuó su trato con las sectas de los menonitas y colegiantes. Cumpliendo el precepto talmúdico que prescribía a cada hombre aprender un trabajo manual, había aprendido el arte de fabricar y pulir lentes para instrumentos ópticos, oficio que en su nueva situación, además de servirle para afrontar las dificultades económicas creadas por la sentencia condenatoria, le permitió seguir con atención los descubrimientos de la ciencia que en el siglo XVIII había llevado a cabo una de las mayores revoluciones: la óptica. Para este fin resultó determinante la relación con su amigo el físico y astrónomo Christiaan Huygens, autor de la teoría ondulatoria de la luz, con quien colaboraría años más tarde en la elaboración de un sistema especial para tallar lentes de gran longitud focal.
Probablemente a comienzos de 1657 su exilio había terminado, lo que le permitió regresar a Ámsterdam. Allí permanecería hasta 1660, año en el que es objeto de un ataque cerca del teatro de la ciudad. Un joven fanático de la Sagrada Comunidad trató, sin éxito, de apuñalarlo. El episodio debió impresionar vivamente a Spinoza porque cuando murió, en 1677, todavía conservaba en el armario el abrigo que llevaba ese día, con el desgarrón que el cuchillo de aquel fanático le había hecho, se dice que para mejor tener presente que el pensamiento no siempre es amado por los hombres. Como observa agudamente a este respecto Gilles Deleuze, "si bien no es infrecuente que un filósofo acabe procesado, es más raro que comience por una excomunión y un intento de asesinato".
Parece razonable suponer que la experiencia de este terrible episodio lo empujara a abandonar Ámsterdam de forma definitiva e instalarse, en 1660, en Rijnsburg, una aldea tranquila cerca de Leyden, buscando la soledad para escribir. De ahí pasó a vivir, de 1664 a 1669, en Voorburg, cerca de La Haya, para, finalmente, trasladarse a esta última ciudad en 1670, donde residió hasta el fin de sus días. Mientras vivía en Rijnsburg, trabó amistad con el que entonces era jefe de gobierno (raadspensionaris) Jan de Witt, quien protegió la publicación anónima del Tractatus theologico-politicus en 1670, obra de Spinoza que causó un gran revuelo por su crítica racionalista de la religión. Estas protestas, unidas al asesinato de su protector en 1672 en una revuelta popular de carácter monárquico y nacionalista, persuadieron a Spinoza de no volver a publicar nuevas obras sino tras su muerte, lo que no impediría que circularan entre sus admiradores, cada vez más abundantes. En 1673 J. L. Fabritius, profesor de Teología, le ofreció por encargo del Elector del Palatinado una cátedra de Filosofía en la universidad de Heidelberg, pero Spinoza no la aceptó, pues aunque se le garantizaba libertad de filosofar, se le exigía no perturbar la religión públicamente establecida.
Ambas decisiones nos permiten empezar a mostrar algunos rasgos de la manera de ser de Spinoza (íntimamente ligados a su manera de pensar) que tal vez nos ayuden a interpretar mejor sus propuestas en lo referido a los afectos. En efecto, el perfil que, especialmente tras su excomunión se nos va apareciendo, es el de un hombre de firmes convicciones, a las que va llegando tras unos profundos procesos de reflexión crítica, ávido de conocer y, por ello mismo (y por su propia experiencia personal), preocupado por cualesquier forma de fanatismo e intolerancia. Pero también un hombre frugal, discreto y humilde, ajeno a ambiciones de cualquier tipo. Disponemos de diversos testimonios que nos lo indican. Durante nueve años (1663-1672) aceptó del mencionado Jan de Witt una modesta renta anual de 200 florines. Pero cuando en cierta ocasión su amigo y discípulo Simon De Vries pretendió regalarle una suma de dos mil florines para que pudiera vivir con más comodidad la rechazó cortésmente argumentando que no necesitaba nada y que, de recibirlo, tanto dinero le desviaría infaliblemente de sus estudios y ocupaciones. También rechazó la pretensión de De Vries de instituirlo heredero de todos sus bienes e insistió en que solo aceptaría una pequeña renta anual (una suma de quinientos florines en concreto) para poder vivir de sus ingresos. Cuando De Vries murió y le legó la pequeña pensión que habían acordado, Spinoza redujo aún más la cantidad y solo aceptó trescientos florines, manifestándole al desconcertado hermano de De Vries, Isaac, que esta pequeña suma sería más que suficiente. Asimismo parece que en algún momento el rey Luis XIV de Francia, por intermedio del príncipe Condé, le ofreció una magnífica pensión si le dedicaba una de sus obras, ofrecimiento que fue, como todos los otros, educadamente rechazado por Spinoza.
Importa insistir en la conexión entre la vida y el pensamiento de nuestro autor. La referencia antes apuntada al cambio de actitud que este manifiesta tras la excomunión merece ser destacada, sobre todo para no deslizar una idea romántico-esencialista del personaje. No estamos ante alguien que desde siempre supo, que ya desde su más tierna infancia pensó... y otras formulaciones análogas que dieran a entender la preexistencia de una especie de teleología o plan de vida por parte del protagonista, el relato de cuyas peripecias concretas no hiciera más que confirmar. En el caso de Spinoza manifiestamente no fue así, en el sentido de que no siempre mostró idénticas actitudes en relación con los mismos asuntos. Sabemos que hasta los veinticuatro años de edad fue comerciante y, durante una parte de ese tiempo, estuvo a cargo del negocio de la familia. Tanto parecía importarle el dinero en aquella época que llegó a cometer el acto, reprobable desde el punto de vista de la comunidad (cualquier tipo de conflicto entre judíos tenía que resolverse entre las paredes de la comunidad y por parte de sus líderes), de llevar ante los juzgados holandeses a colegas judíos que no pagaban sus deudas. Sin que la cosa acabara aquí: cuando su padre murió, dejando su empresa con un considerable número de deudas, Spinoza no dudó en hacerse celador del juzgado holandés y en ser nombrado acreedor prioritario de su herencia.
Pero poco después las cosas empezaron a variar y bien radicalmente por cierto. Porque cuando el juez dictó la sentencia, distribuyendo equitativamente los bienes legados, Spinoza renunció a su parte, quedándose únicamente con la cama de sus padres. Se diría que por aquel entonces había descubierto ya que pensar y escribir eran sus mayores fuentes de satisfacción, y necesitaba poco para mantener una vida dedicada a ellas. Nada parecía importarle tanto como su trabajo intelectual. Subsistía sobre la base de su trabajo de fabricante de lentes y, con posterioridad a 1667, de la pequeña pensión de De Vries mencionada. Le bastaba disponer de dinero, alojamiento y comida, poder comprar papel, tinta, cristal y tabaco, y estar en condiciones de pagar las facturas del doctor. Parecía persuadido de que un filósofo debía de permanecer oculto, ajeno a todo, tras su filosofía y, al igual que sus antepasados intelectuales Euclides, Epicuro y Lucrecio se ocultó efectivamente detrás de sus obras. Nunca llegó a formularlo así –que yo sepa–, pero se diría que a partir de un determinado momento la máxima que rigió su existencia fue esta: vivir para pensar.
Amores pensados, amores vividos
Y de amores, ¿qué?, pregunta que solo puede obtener esta respuesta: de amores, pocos. Utilizando nuestros esquemas, se sentiría la tentación de atribuir el escaso éxito amoroso de Spinoza a su apariencia física. Disponemos de la descripción de nuestro filósofo a través de las declaraciones, coincidentes, hechas ante la Inquisición, en Madrid en agosto de 1659, por parte de un fraile agustino, fray Tomás Solano y Robles, y un capitán de infantería, Miguel Pérez de Maltranilla, después de haber viajado a Ámsterdam: estatura baja, delgado, blanco, de ojos y cabellos negros. A lo que habría que añadir, por otros testimonios, que su constitución débil se traslucía en lo enfermizo de su aspecto.
Pero también sabemos de su reputación de hombre de gran cortesía y amenidad, querido y respetado por sus vecinos; nada severo, frío ni amigo de censurar. En realidad, cifrar en sus cualidades –exteriores o interiores– el origen de su escasez amorosa implicaría incurrir de nuevo en un manifiesto anacronismo (como si en la época solo contrajeran matrimonio los apuestos o los encantadores). Más razonable resulta atribuir dicho origen a alguno de los factores objetivos que habíamos empezado a señalar. Recuérdese que la excomunión que padeció Spinoza dictaminaba que ningún judío podía vivir bajo su mismo techo y que lo maldijeran al acostarse y al levantarse. Tampoco nadie podía hablar con él. En consecuencia, ninguna mujer judía debía tener contacto de ningún tipo con él. De hecho, en sus cartas no aparece ninguna mujer como corresponsal. Añádase a esto que en la comunidad judía sefardí de Ámsterdam los casamientos eran arreglados (por convenio, en función de los intereses sociales y económicos). La comunidad vigilaba que no se realizaran bodas clandestinas y si eran descubiertas recibían la excomunión.
Eso por lo que respecta a las mujeres de su propia comunidad. Porque si dirigimos nuestra mirada hacia el resto de las mujeres holandesas, lo más probable es que se sometieran a lo estipulado por la confesión calvinista. Según la versión de Erich Fromm, existía la norma de que los feligreses de dicha confesión no debían manifestar sentimientos de amistad hacia los extranjeros. Si a eso le unimos el proverbial ascetismo de los protestantes, lo más extendido era la prohibición del vínculo matrimonial de protestantes con judíos.
De hecho, hay constancia de la existencia de una reglamentación administrativa municipal que prohibía el matrimonio de todo tipo de cristianos con judíos. Como es natural, todas estas prohibiciones y dificultades podían, como mucho, obstaculizar un hipotético matrimonio de Spinoza, pero en modo alguno le impedían enamorarse. Al parecer, lo hizo de Clara María, la hija única de su maestro católico Franz van den Ende. Aunque de constitución frágil y figura poco agraciada, la joven, que contaba trece años en ese momento, dominaba la lengua latina y la música tan perfectamente que era capaz de dar clase a los alumnos de su padre en ausencia de este. También conocía lenguas modernas, era poetisa, estudiante de filosofía y matemáticas. Parece que su finura de espíritu y su excelente cultura dejaron prendado a Spinoza. Pero ella prefirió al más apuesto de los condiscípulos, un joven luterano rico llamado Dirck Kerckrinck, natural de Hamburgo, quien, según cuentan, con el regalo de un hermoso (y muy caro) collar de perlas consiguió inclinar de su lado el favor de Clara María, con la que terminaría casándose (no sin antes abjurar de la religión luterana y abrazar el catolicismo). Spinoza hablaba de ella a sus amigos con veneración, aunque parece ser que la pretendida se adornaba también con una refinada coquetería que la llevaba a complacerse galvanizando la pasión serena y caldeando la fría sangre del futuro filósofo. En realidad, tanto da este último extremo. Lo importante es que Spinoza encontraba en ella cualidades que la convertían, a su juicio, en digna de ser amada, pero que la expectativa de lograr su amor se vio enteramente frustrada.
En qué medida esta experiencia influyó en sus ideas acerca del amor, hasta qué punto este fracaso tuvo sobre su pensamiento un efecto análogo al que su excomunión tuvo sobre su forma de vivir es algo imposible de dilucidar desde nuestra perspectiva y con la información a nuestro alcance. En muchos pasajes, efectivamente, el lector experimenta la tentación de llevar a cabo una interpretación en clave autobiográfica. Tal vez no haya nada malo en deslizarse por esa vía, siempre que seamos conscientes de que no hay forma de sancionar inequívocamente el acierto o el desacierto de semejante interpretación y de que solo nos es dado, como mucho, aportar indicios o buenas razones a favor de ella.
En cierto modo, podría decirse que la vida y la obra de Spinoza parecen atravesadas por idéntica tensión. Respecto a la primera, se diría que intentó componerla con el mismo cuidado que su Ética, eliminando como causas posibles del mal los elementos extraños, dominando las circunstancias, sin dejarse dominar por ellas, y desenvolviéndose según un principio interno de conducta, al cual supeditó las luchas y contradicciones del medio. ¿Resultado? Esa vida anodina y sin brillo a la que empezábamos refiriéndonos, pero que no por ello carece del pálpito de los sueños, del entrecortado pulso de la existencia. Respecto a su obra, especialmente en lo tocante a sus ideas acerca del amor, aparece regida por análoga voluntad de orden y sistema, tutelada por un formidable esfuerzo por introducir el intelecto y la abstracción en el fluido y desordenado objeto de su pensamiento, la experiencia humana.
Del amor como alegría
La definición spinoziana de la esencia del amor en la Ética demostrada según el orden geométrico queda formulada en los siguientes términos: "el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior". Por su parte, el deseo podría definirse como "el apetito acompañado de su conciencia", y aunque nos centraremos en el primero, la referencia al segundo es importante porque para Spinoza el deseo es el afecto básico, concibiendo la alegría y la tristeza como sus primeras variaciones y derivando todos los demás, incluyendo el amor, a partir de ellos.
Conviene empezar indicando que el mero hecho de que el amor resulte susceptible de ser definido ya resulta, en el esquema de Spinoza, algo profundamente significativo. Para él es posible abordar la cuestión del amor humano de manera que de su análisis extraigamos verdades objetivas. A este respecto, las declaraciones de Spinoza son absolutamente inequívocas: propone tratar los afectos humanos "como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos".
Planteando las cosas de semejante forma, se distancia por un igual de quienes "prefieren, tocante a los afectos y actos humanos, detestarlos y ridiculizarlos más bien que entenderlos" y de quienes, apreciándolos, consideran a los afectos fuera de las leyes de la naturaleza, sin que quepa seguir orden alguno con respecto a ellos. Por supuesto, tanto unos como otros tienden más bien a definirse por unas tesis que, en realidad, son los efectos derivados de aquellos. Es el caso, que señala Spinoza tras presentar su definición de amor, de aquella otra manera de concebirlo en tanto "la voluntad que tiene el amante de unirse a la cosa amada", entendiendo por voluntad el contento que produce en nosotros la presencia de dicha cosa amada. Para Spinoza, el error conceptual de esta otra versión consiste en que la presencia del amado no puede constituir la esencia del amor porque sigue habiendo amor incluso cuando el amado está ausente.
Pero es que, además, en la versión criticada por Spinoza el amado importa de una manera muy particular: importa en la medida en que es fuente de alegría, sin contemplar el conocimiento de él. Con otras palabras, este amado es únicamente ocasión, oportunidad, mero soporte material para la idea preconcebida del amor que pueda tener el amante. La desesperada necesidad con la que se buscan, por más apasionada que parezca, es meramente instrumental: se necesitan el uno al otro para arder en el fuego de la pasión, pero ninguno de ellos necesita verdaderamente al otro tal como es, en su real y concreta especificidad. En ese sentido, en tales situaciones –representadas de manera emblemática por lo que se suele denominar flechazo, cuya característica fundamental es precisamente que la rapidez, casi instantánea, con la que brota el vínculo amoroso parece hacer de todo punto innecesario un proceso de conocimiento entre los presuntamente enamorados– lo que hay, más que amor al amado es, utilizando la expresión que Denis de Rougemont toma de Agustín, un amor al amor.
Pues bien, frente a ambos grupos (el de quienes desdeñan los afectos y el de quienes los valoran en clave subjetivista), Spinoza postula la dimensión cognitiva consustancial a nuestras emociones. El temor, la aflicción, la ira, la alegría e incluso el mismo amor suponen la valoración de la situación en la que ellas se producen. En ese sentido, las emociones, lejos de ser simples impulsos o instintos, constituyen patrones sumamente selectivos de visión e interpretación. Aunque, eso sí, el conocimiento que cualquiera de aquellas reacciones aporta es un conocimiento planteado desde una perspectiva específica, en concreto, la de hasta qué punto una determinada situación afecta a mi bienestar, en qué medida lo altera.
El amor es la conciencia de una transición significativa en la dirección de un mayor florecimiento personal. En la alegría del amante este experimenta cómo se realiza su ser con una perfección mayor a la que experimentaba antes de sentir esa alegría. Aunque también podría plantearse lo mismo en el plano del lenguaje cotidiano y constatar que se expresan con bastante propiedad quienes declaran cosas tales como que el amor hace que saquen lo mejor de sí, o que el haber conocido (y haberse enamorado) de X les ha transformado en sentido positivo. Con la contrapartida inevitable de que no cabría considerar en puridad como amor en sentido spinoziano todas esas relaciones tóxicas, en las que, a la inversa, una de las personas acaba sacando lo peor de sí, por no hablar de cuando termina autodestruyéndose.
En todo caso, la alegría en cuestión, definida por Spinoza como el paso del hombre de una menor a una mayor perfección, en modo alguno significa que el individuo se transforme en alguien distinto al que era en el sentido de que su esencia o forma cambien a otra (por más que a los afectados a menudo les agrade fantasear tan radical mudanza). Significa que aumenta su potencia de obrar, "tal y como se la entiende según su naturaleza". En consecuencia, en cuanto alegría el amor es paso o transformación de nuestra potencia en una potencia aún mayor de existir, de actuar. Acaso lo que más importe resaltar de esto sea la idea de que esa búsqueda de mejora, en un horizonte de perfección, lejos de constituir el resultado de una decisión libremente tomada, forma parte de la propia naturaleza humana.
Porque es en esta perspectiva en la que se deben interpretar todas las afirmaciones spinozianas resaltando la importancia del amor (incluidas las de su juventud, como aquella en la que sostenía que "no podríamos existir sin gozar de algo a lo que estemos unidos y fortalecidos"). Lo que las sustenta, al tiempo que les proporciona su sentido último, es precisamente el convencimiento por parte del filósofo de la dimensión carencial del ser humano. A la esencia de todas las personas, señala Spinoza en su antropología, pertenece el deseo de buscar todo cuanto contribuya a su mejoramiento. Y si, en general, necesitamos muchas cosas debido a nuestra naturaleza, en particular nos necesitamos los unos a los otros ("nada es más útil al hombre que el hombre"), necesidad de la que dejan clara constancia determinadas emociones, que constituyen, en ese sentido, el reconocimiento de nuestra dependencia de los demás.
En cierto sentido, pues, el amor es una cuestión de supervivencia para el individuo. Lo que aparece como contento o júbilo se basa en realidad en una carencia fundamental inscrita en lo más íntimo del corazón humano: para no amar, había sostenido también el filósofo cuando era joven, haría falta no conocer, pero no conocer equivale a no ser. Bien pudiéramos decir, entonces, que el amado provoca en el amante la alegría del amor pero no la crea.
Alguien podría pensar que esta relativa indiferencia del objeto amoroso (el amado solo desencadena la alegría, lo que implica que idéntica función podría ser desempeñada por otro) libera al amante de muchas de las servidumbres que a menudo acompañan a la experiencia amorosa. El amante spinoziano es consciente de que la posesión del objeto amoroso no es inteligible en cuanto objetivo si no hace referencia a las necesidades del yo, lo que implica que quien conozca estas adecuadamente (y sepa, por tanto, que aquella posesión nunca puede constituir un fin en sí mismo) se encontrará en una posición de mayor autonomía que el enamorado bobo que sea ignorante de ellas (resultando indiferente a estos efectos que se encuentre en esta actitud como resultado de un flechazo o de un proceso). Pero asimismo sabe, frente al platónico irredento, que tampoco se trata de buscar ningún bien de carácter superior en el particular objeto de nuestro amor, sino que este ha de ser puesto en relación con nuestros conflictos más apremiantes, de manera que el presunto bien sea un bien para nosotros.
Es imposible amar intensamente a una persona manteniendo al mismo tiempo la convicción de que su lugar podría ser ocupado por cualquier otra. Se diría que la lógica de funcionamiento interno del amor exige considerar al amado como único e irrepetible. Su necesario conocimiento solo puede seguir, por tanto, la dirección de afirmar su especificidad.
Pero el caso es que determinadas personas desencadenan en nosotros dicha emoción mientras que otras no lo hacen en absoluto, y no está claro que Spinoza disponga de una explicación para ello. Lo cual acaso no debiera ser valorado como una deficiencia de su planteamiento, sino más bien como el reconocimiento por su parte del irreductible elemento de misterio que acompaña a toda relación amorosa. La necesidad de que el objeto de amor sea independiente del amante (puesto que en caso contrario no habría genuino florecimiento del yo) constituye, en cierto sentido, el sensor de la emoción amorosa, que es vivida por este de manera tanto más intensa cuanto más siente depender de la persona amada, hasta el extremo de que ni la felicidad misma le resulta capaz de concebir sin ella. Pero la conciencia de tal dependencia, señala Spinoza, es fuente de odio porque es conciencia del poder que posee el amado para disminuir el bienestar del amante. No poder poseer por completo al objeto amado genera el dolor de la angustia y de la frustración (que nada casualmente termina virando en odio cuando se produce esa pérdida definitiva que es la ruptura).
En este mismo capítulo de los efectos derivados de la exterioridad de la causa del amor deberíamos incluir los celos (la amada, irreductiblemente independiente del amante, puede amar a otra persona), a los que se define en la Ética como "fluctuación del ánimo surgida del amor y a la vez del odio, y acompañada de la idea de otro al que se envidia". La definición se acompaña con una descripción de la experiencia de los celos difícil de imaginar en alguien que no los hubiera sufrido en su propia carne: "quien imagina que la mujer que ama se entrega a otro no solamente se entristecerá por resultar reprimido su propio apetito, sino que también la aborrecerá porque se ve obligado a unir la imagen de la cosa amada a las partes pudendas y las excreciones del otro".
Tal vez la cruda veracidad de esta última descripción, que irrumpe como un golpe de efecto teatral en ese sistema rígidamente intelectual de Spinoza, muestre sin demasiados velos la profunda contradicción –ahora sí– que parece recorrer su planteamiento por entero. Y es que, de un lado, nuestro autor reconoce la omnipotencia del deseo, la fuerza desmedida de los sentimientos, cuando escribe cosas tales como que "la fuerza de una pasión o afecto puede superar todas las demás acciones del hombre, o sea, puede superar su potencia, hasta tal punto que ese afecto quede pertinazmente adherido al hombre". Pero, de otro, en todo momento se muestra preocupado por los efectos de tan desmedida fuerza. De ahí algunas de las formulaciones, más literarias, que recoge de las Sagradas Escrituras a este respecto, como, por ejemplo, "la pasión es una caries para los huesos" o "el deseo es despiadado como el sepulcro". En definitiva, para Spinoza el amor (al igual que el odio, el temor y las demás emociones) es tan fuerte que nos debilita.
Aquello, por tanto, que constituye la condición de posibilidad de la alegría es, al propio tiempo, lo que la amenaza. Aquello que el individuo ama porque constituye el instrumento privilegiado para alcanzar la felicidad es precisamente aquello que lo esclaviza y, en la misma medida, lo que le resulta odioso. Las emociones, imprescindibles para preservar, perseverar y mejorar al sujeto, lo convierten en dependiente de la fortuna, condenado "a ser zarandeado por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad de ánimo". La inequívoca inspiración estoica de los planteamientos spinozianos aboca en el caso específico de la emoción amorosa en la misoginia y, en el de las emociones en general, en la renuncia a las cosas que otros consideran esenciales para el bienestar.
No existe, de acuerdo con lo expuesto, más amor que el amor anestesiado, más pasión que la que conseguimos que no exista. Hay renuncia, reconoce Spinoza al final de la Ética, pero ella misma es la prueba de que hemos alcanzado la felicidad. Alguien podría valorar este recurso argumentativo postrero como una manifestación, apenas enmascarada, de la ancestral tendencia del pensamiento a presentar lo inevitable como virtuoso. Se diría que nuestro autor intenta protegerse de este reproche cuando concluye su libro con un tan rotundo como enigmático "todo lo excelso es tan difícil como raro".
Pero tal vez conviniera detenerse un paso antes de esa conclusión, en el momento en el que Spinoza constata el misterio que acompaña a la elección de la persona amada. Que quedemos prendados de alguien que, sobre el papel, no cumplía ninguno de los requisitos que estábamos convencidos de que debía cumplir nuestra pareja ideal o que, a la inversa, nunca estalle la chispa con aquella otra persona que sí parecía cumplirlos y con la que incluso, por añadidura, teníamos trato frecuente y fluido, quizá no impugne la idea spinoziana de que lo que está en juego en el amor es la satisfacción de toda una serie de necesidades profundas del yo. Acaso lo que pruebe la pareja inesperada o sorprendente es que uno nunca termina de conocerse del todo a sí mismo.
- Amo, luego existo Manuel Cruz Eudeba