Somos los autores de nuestra biografía
Hay una pregunta que encierra todas las otras preguntas en la vida de una persona. Esa pregunta es: “¿Qué vinimos a hacer al mundo?” No es lo que queremos hacer. Ni lo que debemos. Tampoco lo que conviene que hagamos o el fruto de nuestros elaborados proyectos. “La vida es eso que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”, escribieron John Lennon y varios otros autores antes que él, menos célebres.
¿Qué vinimos a hacer? No podemos saberlo de antemano, y sin embargo la respuesta empieza a hacerse evidente con el paso del tiempo, cuando vemos lo que de verdad estamos haciendo, cuando la vida deja de ser una ideación y se convierte en actos. En el camino, tal vez presentimos una vocación. A lo mejor, un sueño. Incluso un sueño de grandeza. Pero las vocaciones y los sueños suelen ser exigentes, demandantes e impertinentes. Si no cedemos a sus muchos caprichos, podríamos sentirnos frustrados. O peor, nos flagelaremos por no haber estado a la altura. Muchos atraviesan ese purgatorio mientras fundan una familia que dará origen a uno de los libertadores de la patria, al descubridor de una ley revolucionaria de las ciencias o a una artista eterna. En muchos casos, vinimos a hacer algo que nunca sabremos que habíamos venido a hacer.
Es el dilema del moribundo Franz Kafka, que le pide a su amigo Max Brod que queme su obra no publicada. Brod se rehusará en silencio, y en esos papeles que lleva en un maletín al huir de los nazis en 1939 está una de las obras literarias más extraordinarias y originales del siglo XX. Franz muere sin saberlo. Max vino al mundo a desobedecer el pedido de un amigo que agoniza.
Algo es seguro. No importa lo que decimos. Solo importa lo que hacemos. Con los años, advertimos patrones, conductas, los capítulos privados de una biografía solo conocida por nuestro círculo íntimo; incluso, quién sabe, una biografía secreta. Como sea, esa biografía es irrenunciable. Está ahí, más allá de lo que alguna vez nos propusimos y más allá de cualquier pretexto. Res, non verba.
Le doy una vuelta de tuerca más. En general, confundimos lo que vinimos a hacer con el propósito. Pero están en las antípodas. El propósito es una expresión de deseo, acaso un apósito para la herida siempre abierta de la finitud; lo que vinimos a hacer es, en cambio, una incógnita, la más aguda y a la vez la más decisiva. Es, por otro lado, inevitable, como el paso del tiempo, y tiene algo de destino; a veces terminamos haciendo aquello que siempre intentamos evitar, guiados por caminos misteriosos o sin siquiera darnos cuenta. El propósito, en cambio, es voluntarista, aspiracional y hasta un poco suntuario. Si nos referimos al sentido de la vida, ese es otro trámite, que intenté desmenuzar en enero en esta misma columna. Lo que vinimos a hacer es resultado, no intención.
El meditar sobre lo que vinimos a hacer suele arrastrarnos, para peor, a justas desiguales. No solo porque podemos caer en la parálisis de la comparación, sino porque estamos contrastando la experiencia de nuestra vida con la imprevisible alquimia que el tiempo hará con esta vida nuestra. No podemos ser juez y parte, y mucho menos cuando, al final, la última palabra la tendrá el más imparcial de los árbitros.
Cada cual, según he conversado con muchas personas durante muchos años, elige su propia armadura para sobreponerse a esta angustia. Están los que confían en la voluntad de poder y tienen fe en que el destino es en realidad una fabricación propia. Otros, más fatalistas, sospechan que el control es una ilusión, muy a pesar de que esta sospecha es una forma de control. Si me lo preguntan, tengo la impresión de que la verdad está un poco en el medio. No vamos a hacer nada más que aquello que hagamos realmente en esta vida. Ahí está, incontrastable, lo que vinimos a hacer. Pero, eso sí, tenemos que arremangarnos y hacerlo.
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