Solo se trata de ser menos insolentes
El gran Neil deGrasse Tyson piensa con una claridad meridiana. Hay muchas formas de enhebrar argumentos y llegar a conclusiones. Tal vez, el haber leído tempranamente el Discurso del Método, de Descartes, me permitió ver que también es posible aprender a pensar. DeGrasse Tyson es capaz de construir reflexiones robustas –a veces pequeñas joyas de la razón, a veces catedrales imponentes–, pero siempre es amigable con quien lo oye. Amigable e intenso, vehemente, histriónico y, sobre todo, dichoso. Dichoso de pensar. Eso es admirable, díganme si no.
Astrofísico popularísimo entre los aficionados a la ciencia, responsable de haber convencido a la Unión Astronómica Internacional de reclasificar a Plutón como planeta enano, y conductor, en 2014, de la saga de la serie televisiva Cosmos, lo veía el otro día formular uno de esos planteos tan suyos, esos que te dejan preguntándote: “¿Cómo no se me ocurrió esto a mí?”
En dos palabras, deGrasse Tyson explica que si terminamos de arruinar nuestro planeta, no hay muchos lugares adónde ir. Asegura que su candidato favorito, en tal escenario, sería Marte, y para entonces nos ha enganchado con la bonita idea de terraformar el planeta rojo, convertirlo en un nuevo hogar y, luego, de alguna manera, mudarnos allí. La jugada es magistral. Porque para cuando estamos abordo de la megalomanía mesiánica y omnipotente, pisa el freno y observa que para convertir a Marte en la Tierra harían falta muchos recursos. Por muchos estamos hablando de cifras exorbitantes, de esas que ridiculizan los presupuestos de las naciones más ricas. Y ahí deGrasse Tyson mueve una pieza más y nos hace jaque mate: si tenemos los recursos para convertir a Marte en una nueva Tierra –razona–, entonces tenemos los recursos para convertir la Tierra de nuevo en la Tierra. Hay varias versiones de Neil planteando este razonamiento prístino, que pueden encontrar fácilmente en Internet.
La respuesta que parece más razonable es que los humanos, por mucho que hemos progresado, no tenemos ni por asomo el poder para terraformar Marte. Por lo tanto, tampoco lo tenemos para revertir los desequilibrios que hemos causado en nuestro planeta. O para compensar los cambios climáticos que, según algunos, son cíclicos en la Tierra. Compensarlos, digo, para que el ecosistema no se vuelva inhabitable. Da igual. Nuestro mundo pasó varias veces por procesos que condujeron a extinciones masivas, de modo que el debate de si el cambio climático lo causamos nosotros o es un fenómeno natural es infértil.
Lo prodigioso de los buenos razonamientos es que, al revés que las bravuconadas prepotentes que arreglan todo con dinamita y voluntad de poder, deGrasse Tyson deja abierto un interrogante. Si no tenemos los recursos para terraformar Marte, y por lo tanto tampoco los tenemos para revertir las condiciones climáticas cada vez más extremas que encontramos aquí, en casa, ¿qué es lo que sí podemos hacer?
La respuesta no es importante ahora. Primero, porque llevaría meses desmenuzar un dictamen preciso. Pero, sobre todo, porque la pregunta nos interpela como especie. Nos sentimos poderosos. Los reyes de la Creación. Dueños y señores. El ápice de la evolución. ¿Pero qué podemos hacer realmente frente a un planeta? El interrogante que deja flotando deGrasse Tyson nos enseña a ser humildes. Reciclar sirve; ayudan las energías renovables, y es una bendición que los más chicos sean más conscientes de lo que fuimos nosotros de que Tierra y Hogar son sinónimos. Pero sobre todo importa que, incluso con nuestras victorias, somos parte de algo mucho más grande, que nos trasciende y nos cobija. No se trata tanto de cuidar el planeta, sino de ser menos insolentes. Porque de otro modo, aunque pudiéramos irnos a otro mundo, no podríamos escapar de esta soberbia que nos caracteriza y que nos ha traído tanto infortunio.
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