Sócrates de las pampas
En La ira del Curupí, el argentino Diego Meret imagina, con una escritura dictada por el oído antes que por la norma, una comunidad de crotos amenazada por una familia
Los crotos que protagonizan La ira del Curupí vienen a formar parte de un linaje excéntrico, cuyos miembros salientes hay que rastrearlos en las obras de Juan Filloy y de Alberto Laiseca. En la literatura del autor de Los Sorias, hay dos crotos conspicuos, llamados Moyaresmio Iseka y Crk Iseka, que peroran, entre volutas de cigarrillos egipcios, haciendo gala saberes diversos. Son considerados, asimismo, animales mágicos, según los criterios del Monitor, líder de la Tecnocracia. Por su parte, Filloy es autor de la novela Caterva, en la que narra las disparatadas peripecias de siete linyeras que, al igual que los mencionados crotos de Laiseca, ponen su facundia al servicio de disquisiciones sinuosas y las más de las veces brillantes. Consignados pues los predecesores de Monet, Ucello y Fonseca, tales son los nombres de los crotos de esta novela de Diego Meret (Buenos Aires, 1977), conviene detenerse en sus rasgos distintivos. Habitantes de Ituzaingó, un pueblo de la provincia de Corrientes, y bebedores impenitentes de vino, a tal punto que parecieran medir el tiempo en jarras de vino (o formulado de otro modo: es tanto el vino que beben que burlan toda unidad de tiempo), son artistas del visaje o la contemplación que, a semejanza de ciertos personajes de Gombrowicz, hacen de la inmadurez un principio innegociable. Ni animales mágicos como los de Laiseca, ni ilustrados como los de Filloy, los crotos de Meret son, para buena parte del pueblo, "un toque pintoresco, un movimiento mínimo y meramente decorativo, cuando no desagradable y vetusto". Sin embargo, para los propios crotos, Monet es "una especie de filósofo, por su pinta de Sócrates de las pampas". Él adoptó ese nombre en honor al pintor impresionista, cuya obra conoció merced a un libro de arte que ha heredado de su madre. A ese único libro se reduce su biblioteca –porque eso es para él: una biblioteca inagotable–, y lo lleva a todos lados consigo.
La trama de la novela es cimbreante, progresa ajena a la linealidad, como si la acción transcurriera en un vórtice. Y aunque indócil por ello mismo al corsé de la sinopsis, pude decirse, sí, que ésta tiene por desencadenante la aparición, casi diaria y en gran número, de crotos muertos, de crotos que se suicidaron. Enterados de eso, Máximo Ojeda y su esposa ("La Familia Real"), que abominan de los crotos porque representan un obstáculo para sus intenciones de adueñarse de hasta la última hectárea del pueblo, no trepidan en conminar al director de la radio local a que difunda, a fin de sembrar el pánico y multiplicar así los suicidios, que El Curupí, una deidad guaraní, volvió a las andadas, es decir: a violar crotos. Hay además, entre los personajes, un empleado de seguros devenido detective, de nombre Wright, que viaja, tras los pasos del padre de una clienta, a Ituzaingó, donde pronto se entrevera con los crotos. Y como si eso no fuera suficiente para tenerlo por un caso raro, Wright es autor de una obra pornográfica titulada La danza del Curupí, con cuyo hipotético estreno se permite fantasear.
Diego Meret se revela, en su nuevo libro, como un cómico de la lengua. Una lengua en la que los coloquialismos crujen producto del uso singularizado. Tutelada por el oído antes que por la normativa, su escritura prodiga frases imprevisibles, de sintaxis astillada, que actúan en el lector como un sortilegio.
La ira del Curupí
Diego Meret
Mansalva
128 páginas
$ 64