Sobre el "suicidio" de mi padre
Por Sebastián Alvarez Murena Para LA NACION - Roma, 2002
Es difícil escribir sobre su propio padre con imparcialidad, pero cuento lo que sigue con relativo candor, pues empecé a leer la obra del mío hace muy pocos años, y puedo decir que fue para mí una gratificante sorpresa, como descubrir a un nuevo autor, sobre el que no se sabe demasiado. El aniversario de los veinticinco años de la muerte de mi padre, Héctor Alvarez Murena, ha traído consigo, como por algún oscuro designio alquímico, muchas novedades referidas a su obra y su persona. Por lo pronto, ha renacido un interés por su obra literaria, que se manifiesta en una serie de nuevas ediciones.
Contrariamente a lo que se podría pensar, este renacimiento editorial no surgió en la Argentina sino en Italia y de manera adecuadamente modesta, cuando Mondadori publicó una traducción de "La sierra" (un cuento de El coronel de caballería ) en una antología de autores argentinos. Luego el interés volvió a manifestarse en la Argentina, donde Guillermo Piro, escritor y fervoroso lector de mi padre, se ocupó de hacer publicar dos novelas ( Folisofía , Eudeba, 1998, y Polispuercón , Corregidor, 2001) y una antología ( Visiones de Babel , Fondo de Cultura Económica, 2002). Actualmente está en preparación un libro de poesía ( Obra poética de Héctor Alvarez Murena , Corregidor). Casi al mismo tiempo, la editorial valenciana Pre-textos decidía editar Los penúltimos días , una serie de ensayos que en su momento fueron publicados en Sur, y una editorial de Barcelona publicó recientemente una nueva edición de Ensayos sobre subversión (Octaedro, 2002).
Tras veinticinco años de silencio, había en curso siete reediciones de obras de mi padre, además de una traducción al italiano de Homo Atomicus (Irradiazioni, Roma, en preparación). Especifico esto ya que mi satisfacción es aún mayor por tratarse de libros de difícil valor comercial. ¿Cuánta gente lee ensayos hoy en día?, ¿y poesía? Las nuevas ediciones son fruto de la voluntad de personas jóvenes, que no conocieron a mi padre más que a través de sus libros, y el nuevo interés se presenta de las maneras más sorprendentes, como en el caso de Patricia Esteban, una joven investigadora de la Universidad Complutense que está preparando una tesis sobre mi padre con una dedicación digna de un monje cisterciense en la Edad Media.
Este renacido interés trajo también una nueva serie de artículos y, una vez más, no todos estaban escritos por viejos amigos; algunos estaban firmados por nombres para mí nuevos, de estudiosos y aficionados. Para mi estupor, en algunas de estas publicaciones hasta pude enterarme de un hecho totalmente nuevo para mí: el suicidio de mi padre. La primera vez que oí hablar de esto fue hace unos dos o tres años, en una nota de Griselda Gambaro sobre mi madre, en la cual se mencionaba el "suicidio de Murena".
Debo decir que antes de reaccionar, consulté a mi familia cercana y a amigos; ¿había habido circunstancias de la muerte de mi padre que me habían sido ocultadas a causa de mis cuatro años de edad? ¿Tal vez a los treinta años estaba yo lo suficientemente maduro como para conocerlas? Nada de esto me fue confirmado (en cuanto a las circunstancias, no a mi madurez). Sin lugar a dudas, me dijeron, mi padre había muerto de las consecuencias de sus excesos alcohólicos y probablemente sus últimos días se caracterizaron por una exacerbada actividad etílica. Pero nadie me habló de "suicidio" en el sentido propio de la palabra. Es verdad que la Real Academia da, como segunda acepción de "suicidio", "acción que perjudica a aquel que la realiza", pero si nos ceñimos a esto, nadie queda exento del rótulo de suicida.
No pudiendo considerar una "conspiración del silencio" para conmigo, mandé una carta en que explicaba mis razones y obtuve una corrección, tras la cual todo cayó en el olvido. Pasaron los años y pocos meses atrás recibí copia de un artículo publicado recientemente en El Ciudadano , un diario de Santa Fe; también allí se hablaba del "suicidio" de mi padre. Se agregaban además otras inexactitudes, por ejemplo, una nueva fecha de deceso y la aparición de un nuevo hijo de mi padre (en realidad, mi hermano por parte materna). Como hacía notar el autor de la nota, las inexactitudes se justificaban (hasta cierto punto) por la muy real dificultad de conseguir informaciones ciertas sobre la vida de Murena. Una vez más, mandé una carta y obtuve una amable corrección.
Casi simultáneamente recibí varios ejemplares de la nueva edición de Ensayos sobre subversión , con muy buenos prólogos y una gráfica muy atractiva. Todo impecable, salvo la contratapa, que reza: "Murena se suicida en 1975". Carta mía al editor, estupenda persona, que se disculpó y me explicó que había conocido la obra de Murena a través de su poesía y, más exactamente, en una Antología de poetas suicidas (Ediciones Fugaz, Servicio Unahe) publicada en Madrid a finales de los años 80. Esta antología contiene una descripción del método utilizado por los poetas para quitarse la vida y en el caso de mi padre, relata cómo "después de aprovisionarse de varias cajas de vino, Héctor Murena se encierra en el cuarto de baño de su casa de Buenos Aires, donde será hallado sin vida".
Los rumores, por cierto, suelen ser mucho más apetecibles que la realidad, y en este caso pueden reforzarse en episodios y personajes de las novelas mi padre, uno de los cuales, por ejemplo, muere de "tuberculosis, alcohol y desorden, pasiones fatales que su alma secretamente eligió e impuso a su cuerpo como vías de escape final".
No creo que los rumores nazcan forzosamente con mala intención; una gran amiga mía italiana, apasionada lectora de mi padre, indignada cuando se enteró de la novedad del "suicidio", exclamó que "Bien se sabe que Murena murió quemado en una hoguera". No se trataba de una metáfora sino de una confusión entre su muerte y un incendio que se había producido en su casa años antes.
Aun así, creo que existe un deber de justicia para con quienes no pueden hablar por sí mismos (en este caso, los muertos). De ninguna manera considero el suicidio una característica infamante del recuerdo de una persona; al contrario, creo que este hecho debe suscitar compasión por quien lo comete y comprensión por quien en un determinado momento decide que no puede seguir viviendo. Por estos motivos, apelo a la paciencia del lector y aprovecho para esclarecer lo más objetivamente posible algunas circunstancias de la vida mi padre.
H. A. Murena se casó dos veces. Su primera mujer fue Alicia Justo; la segunda, mi madre, Sara Gallardo, que tenía ya dos hijos de su primer matrimonio, Paula y Agustín, de hecho mis medio hermanos, pero afectivamente mis hermanos. Durante toda su vida él bebió mucho, probablemente demasiado. Y por cuanto yo sé, bebió aún más durante sus últimos días, en su departamento de Buenos Aires, en la calle San José. Allí fue a buscarlo mi madre un día y lo llevó a nuestra casa en la calle Carlos Pellegrini, donde el cinco de mayo de 1975, a las diez de la noche, murió de un paro cardíaco.
Por lo que yo y cuantos estaban presentes en el momento de su muerte sabemos, no se trató de un suicidio. El suicidio se define como un acto letal y voluntario cometido sobre uno mismo en un período de tiempo relativamente breve. Así, el fin de Edgar Allan Poe ( muy admirado por mi padre, por cierto), quien fue hallado borracho e inconsciente en las calles de Baltimore pocos días antes de morir sin recuperar la conciencia, no suele ser calificado como suicidio.
Acercándonos un poco más en el tiempo, la muerte de Dylan Thomas (cuyas últimas palabras fueron "I´ve had eighteen whiskies I think that´s a record") es descrita en sus biografías como consecuencia de "una sobredosis de alcohol" o un "envenenamiento de alcohol".
Es humana la tendencia a mitificar a los artistas, más aún en el caso de Murena, autor de una obra compleja y atormentada que fácilmente puede inflamar la imaginación, así como es comprensible la tendencia a convertir la realidad, a veces indescifrable, en un mito más simple y atractivo. Sin embargo, creo que el mínimo epitafio debido a un escritor al relatar su muerte es el de hacerlo con precisión de lenguaje y, en particular, intentar que la luminosa verdad que Murena persiguió no degenere en su antítesis, la cómoda penumbra del mito.