Pasó la Pascua sin la tradicional Fiesta de la Masa Vienesa y pocos días antes de que lleguen las vacaciones de invierno, Villa General Belgrano –el rincón centroeuropeo en el Valle de Calamuchita– sabe que no vivirá el entusiasmo por los festejos del chocolate alpino de julio. En un paseo por las calles no se ven figuras de madera con trajes típicos de Alemania o Suiza, ni hay alfajores y cervezas a la venta encima de las mesas; las artesanías miran a los vecinos detrás de la vidriera. Sin visitantes, la villa no es la misma.
Villa General Belgrano y La Cumbrecita son dos de las localidades estrellas del turismo en Córdoba. Los fines de semana largos siempre registran ocupación completa. Son lugares cuya economía depende totalmente del turismo. Como son zonas blancas (sin casos de coronavirus), los vecinos retomaron sus actividades, pero nada es igual. "Todo está más gris", coinciden.
En Villa General Belgrano extrañan a los de afuera y quieren que regresen. No hay lugares para explorar, ni rincones que quieran disfrutar a solas. No hay ánimo para hacerlo.
A diferencia de lo que pasa en las grandes ciudades europeas que reciben millones de turistas por año y por unas semanas su gente disfrutó de apropiarse de ellas, en Villa General Belgrano extrañan a los de afuera y quieren que regresen. No hay lugares para explorar, ni rincones que quieran disfrutar a solas. No hay ánimo para hacerlo.
"No nos interesa vivir la ciudad a nosotros –dice Edgardo Márgara, periodista con décadas de cobertura local–. Realmente estamos mal, hay negocios que cerraron y no volverán a abrir; los hoteles tambalean y tienen problemas para seguir, igual que los complejos de cabañas. Estamos todos muy mal; el 95% de los recursos llegan con el turismo. Ahora estamos cambiando la plata entre nosotros".
Aquellos que recuerdan a la villa como un pueblito rural al que fueron llegando inmigrantes alemanes y suizos que le dieron su acento y su personalidad, aseguran que nunca la vieron tan desabrida, tan caída. Admiten que el propio ánimo puede influir en la percepción, pero así es como la describen.
El Ciervo Rojo, el restaurante y chopería más emblemático del pueblo, no abriría más. Arrastraba problemas financieros desde antes y la pandemia y la cuarentena fueron un golpe fatal. Para todos es una noticia triste. Su historia comenzó en 1962 cuando Inge y Federico Seyfarth abrieron un pequeño kiosco sobre la calle principal y, un año después, sobre un terreno ajeno, Federico construyó un local precario pero acogedor al que bautizaron El Ciervo Rojo porque él siempre dibujaba ese animal.
Aunque ya existían varias confiterías, al fundador se le ocurrió ofrecer tortas artesanales con recetas familiares, las mismas que vendieron hasta hace unos meses. Recién en los 70 los hermanos compraron un terreno y construyeron la actual instalación.
La gastronomía centroeuropea y las cervezas son un distintivo de la zona de Calamuchita. La más conocida de las tradiciones de los inmigrantes es la Fiesta de la Cerveza, que se celebra en Villa General Belgrano desde los 70. Desde entonces, cada año, en octubre aparecen los espichadores (encargados de abrir los barriles de cerveza), el Monje Negro (símbolo de los franciscanos fabricantes de cerveza en Baviera con recetas y técnicas milenarias de los sumerios y egipcios) y los grupos de diferentes colectividades que desfilan por la ciudad con sus trajes típicos. Música y bailes engalanan la villa. Nadie sabe qué pasará este año con la tradicional fiesta.
A fines de los 90 abrió El Viejo Munich, primera fábrica de cerveza artesanal y luego se fueron sumando otras. Desde que la ciudad recuperó la posibilidad de movimiento interno, la gastronomía está habilitada para funcionar. Los locales que abren lo hacen a media máquina, no solo porque hay menos gente sino porque intentan reducir costos.
El chocolate es el otro ingrediente que completa la identidad local y que logró tener su propia fiesta invernal. Capilla Vieja fabrica chocolates, alfajores y confituras hace 37 años; es otro de los símbolos de la ciudad. Su dueño, Juan Ferrari, dice que de lejos atraviesan el peor momento. "Como crisis puntual tal vez fueron más duras la hiperinflación o el 2001, pero esta es más profunda y viene montada en una crisis previa", repasa.
En un mes muy malo vendía 300 kilos de chocolate; por la pandemia estuvo cerrados dos meses y desde la reapertura no cree llegar a los 40 kilos de ventas. Claro, su clientela mayor está integrada por turistas, que son los grandes ausentes; le siguen los locales que encargan para hacer un regalo. "Y están muy limitados no solo porque casi no se mueven sino porque no hay plata", apunta Ferrari.
A comienzos de los 60, Günter e Irma Meininghaus compraron una casa de estilo suizo para pasar las vacaciones; querían que fuera su refugio para cuando salían de Buenos Aires. Con el paso del tiempo se identificaron cada vez más con el estilo de vida del pueblo de 1500 habitantes. En 1969 se radicaron allí y empezaron a pensar cómo ganarse la vida. Irma, que había vivido en La Falda y era ahijada de la dueña del Hotel Edén convenció a su marido. Así nació el Edelweiss, que se inauguró en enero de 1971 con 29 habitaciones. "Para qué un hotel tan grande en un pueblo tan chico", decían los vecinos.
Contra esas proyecciones el establecimiento fue creciendo y se convirtió en una referencia del lugar; con el paso de las décadas la cantidad de alojamiento disponible se fue multiplicando hasta alcanzar las 7000 camas. Todos en la villa esperan que los tiempos mejoren y que llegue el momento de volver a renegar con los turistas.