Además de marcar un antes y un después para el lugar de lo femenino en nuestras sociedades, la autora de El segundo sexo fue un emblema de la intelectual que hace de su propia existencia materia del pensamiento
En toda mi existencia no he
encontrado a nadie
tan dotado como yo para la felicidad,
nadie tampoco que se lanzara
a ella con tanto empeño.
Simone de Beauvoir, La plenitud de la vida
En 1929 Simone comienza una nueva vida. Había aprobado el examen de la agrégation, con veintiún años, el mismo año que Sartre, que había cumplido veintitrés. Ahora que tendría un trabajo, ya podía independizarse de su familia y del mundo en el que había vivido. Aunque su infancia y adolescencia transcurrieron en París, la ciudad adquiría nuevas dimensiones para ella: más que la gran ciudad, era, por encima de todo, la ciudad que le procuró su libertad. Una libertad que hasta ese momento solo había soñado en sus tiempos de estudiante. «De pronto, la tenía», escribió Simone.
En ese mismo año de 1929, la escritora inglesa Virginia Woolf, ante un público de jóvenes universitarias inglesas, había señalado que las mujeres, para ser escritoras, necesitaban «una habitación propia», lo que significaba tener un espacio propio y algo de dinero. Simone lo consiguió en París: un lugar tanto simbólico como físico; su pequeña habitación alquilada y algunos trabajos como profesora le proporcionaban el mínimo sustento para poder disfrutar de la recién alcanzada libertad. Su relato de esos años previos a la Segunda Guerra Mundial desprende optimismo y felicidad. Estaba plenamente entregada, junto con Sartre, a escribir. Ella misma nos lo cuenta:
Nadie osaría arriesgarse en esa aventura si no imaginara ser el dueño absoluto de sí mismo, de sus fines y sus medios. Nuestra audacia era inseparable de las ilusiones que la sostenían, nuestra existencia colmaba tan exactamente nuestros deseos que nos parecía haberla elegido.
Parecía no haber barreras, la escasez de dinero de ambos no constituía un obstáculo para el camino trazado.
Yo quería que mi vida fuese una hermosa historia que se volviera verdadera a medida que me la iba contando. Y mientras me la contaba, le daba empujoncitos para embellecerla
Pan, fiambre, vino, bailes, literatura, filosofía y los encuentros con los amigos eran suficientes en el París de los años treinta del siglo XX para unos jóvenes de veintipocos años. Cuando los amigos de la infancia le preguntaban por ella a su padre, este respondía con disgusto: «Anda de juerga por París». Beauvoir se lanzó, sobre todo, a vivir la realidad intensamente, una realidad que no se dejaba aprehender con facilidad en frases y esquemas. «A mí me importaba ante todo la vida en su presencia inmediata —dijo Beauvoir—, y a Sartre la escritura.»
Simone se empeña tenazmente durante esos años en la elección de un destino: ser escritora. A pesar de haber estudiado filosofía y dar clases de esa materia, ella no se consideraba «una filósofa». Creía que no tenía inventiva y que era incapaz de crear un sistema, unas ideas universales. Por el contrario, su ánimo estaba dirigido, según sus propias palabras, a «comunicar lo que había de original en mi experiencia». Y para ello, tenía que orientarse no a la filosofía, sino a laliteratura.
En estos años de crecimiento, lecturas y experimentación, tanto en el terreno intelectual como en el personal, la propia Beauvoir señaló algunos puntos de inflexión. Entre 1929 y 1939, su preocupación principal se centraba en la búsqueda titubeante de su vocación como escritora. Pero esta búsqueda no estaba reñida con la vida. Ni ella ni Sartre serían del tipo de escritores que necesitan la soledad para desarrollar sus obras. Al contrario, estas se nutrían de sus vidas mismas, de unas vidas que acometían como si fuese lo único importante y verdadero en el mundo.
«Yo quería que mi vida fuese una hermosa historia que se volviera verdadera a medida que me la iba contando. Y mientras me la contaba, le daba empujoncitos para embellecerla», escribió Simone. Cabe destacar que todo ello se sustentaba en gran medida en la hostilidad y rechazo de la vida burguesa, que aparece reflejada con fuerza en las tramas de las novelas de Beauvoir: «Éramos hostiles —Sartre y ella— a las instituciones, porque la libertad quedaba alienada, y hostiles a la burguesía de la que emanaban: nos parecía normal que nuestra conducta coincidiera con nuestras convicciones». Sin embargo, al hacer el recuento de esos años, posteriormente, en La plenitud de la vida, también añade desde una perspectiva irónica el siguiente juicio: «Nuestra vida, semejante en ese punto a la de todos los intelectuales pequeñoburgueses, se caracterizaba por su irrealidad. No teníamos un sentido verdadero de la realidad […] No teníamos hijos, ni familia, ni responsabilidades: éramos elfos».
En una Europa al borde del desastre, Beauvoir y Sartre viajaban como nómadas por distintos países: la España republicana, Italia, Alemania, Londres, Grecia y Francia, donde realizaron sucesivos viajes para practicar senderismo y marchas por las montañas. Eran, según su propia definición, «turistas estudiosos», que llegaban a los lugares sin querer perderse ninguna atracción. Beauvoir, debido a su trabajo como profesora, también pasó por distintas ciudades de Francia: Marsella, Ruan (cerca de El Havre, donde Sartre había encontrado plaza) y, finalmente, París, donde consiguió plaza en un colegio, al igual que Sartre.
Capítulo aparte merece en el recuento de estos años la mención al íntimo círculo de amigos. Casi todos eran compañeros de colegio de Sartre: Paul Nizan, Raymond Aron, Merleau-Ponty… Poco después entrarían también Albert Camus, Colette Aubry, Jean Genet, Picasso o Dora Maar.
Pero, sobre todo, la ampliación del círculo de amistades, especialmente durante los años de la guerra, trajo consigo para Beauvoir algo relevante, que se reflejaría en sus novelas posteriores: la relación con otras mujeres de su misma edad que, al igual que ella, no llevaban la tradicional vida de esposas y madres. A través de esas relaciones se despertó su interés hacia cuestiones que hasta ese momento había considerado «problemas individuales» y no «problemas colectivos o genéricos». Ahora sabía, como ella misma manifestó, que «no era indiferente ser judío o ario, pero no había descubierto todavía que existiera una condición femenina». Encontró a un gran número de mujeres que, como ella, estaban embarcadas en una experiencia idéntica («habían vivido como seres relativos»), y es entonces cuando comienza a darse cuenta «de las dificultades, de las trampas, de las falsas facilidades, de los obstáculos que la mayoría de las mujeres encuentran en su camino». Sin embargo, no será hasta El segundo sexo, escrito en 1949, cuando Beauvoir se muestre plenamente consciente de esos obstáculos. Hasta entonces vivirá en un mundo aparentemente igualitario, en el que, según expresó, «no me veía como "una mujer": era yo».
Fragmento del libro Simone de Beauvoir (Shacketon Books), de Cristina Sánchez Muñoz
Indagación en el derrotero de una autora para la cual escritura, reflexión y vida personal fueron inescindibles.
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