Simetrías secretas
La primera novela del argentino Pedro Lipcovich aborda los matices extraños de las relaciones familiares
Desnichadores , primera novela de Pedro Lipcovich, contiene dos secciones que, por su grado de autonomía, bien podrían leerse en forma independiente. Sin embargo, el autor las ha intercalado de modo tal que, conforme avanza la lectura, se revelan los puntos titilantes que –conciliando y, más aún, amplificando los ecos de una y otra sección– generan el flujo novelístico.
La primera de ellas se titula "Desnichador" y presenta las cartas que Leopoldo Benavídez, un hombre atribulado y viejo, le escribe a su madre. Ambos viven en el mismo departamento, pero están en planos irreconciliables: la madre yace, tenues sus signos vitales, en cama, así que no es sino desde ese hiato abisal que impulsa la escritura de esas cartas que le son destinadas y se amontonan en la cómoda de su dormitorio; Benavídez, por su parte, sentado a la mesa de la cocina, allí donde "no hay noche ni día", escribe buscando el encuentro con su madre, lidiando con ristras incompletas de recuerdos, con pensamientos bullentes que, si no mediara la escritura, "serían como bichos sueltos". Pero esos recuerdos y pensamientos a los que la escritura, el marco textual da, aunque quebradizo, un orden lógico, tienen para Benavídez un núcleo incandescente: su propia filiación, su propio origen. Cuenta Benavídez en una de sus cartas iniciales que, cuando era niño, el amante de su madre, mientras reposaba al lado de ella, lo llamó "desnichador" para humillarlo, no con lo que la palabra significa, sino con las reverberaciones macabras que se desprenderían del hecho de que él ignorara su significado. Tiempo después encontró la palabra –que por lo demás no figura en los diccionarios– en un libro de Leopoldo Lugones. Allí, en una nota al pie, Leopoldo Lugones hijo consigna "que la palabra fue inventada por su padre, quien la tomó del francés dénicheur". Apunta Benavídez: "Un desnichador debía ser algo así como un desenterrador, alguien que retira los cadáveres de los nichos". En sus cartas posteriores, Benavídez cuenta cómo, movido por el afán de despojarse de la condición de desnichador y de volverse visible para la familia Lugones, se convirtió al judaísmo, concertó un encuentro con Leopoldo Lugones hijo e, incluso, se presentó en la casa de Pirí Lugones.
La segunda sección se titula "Misiones" y actúa como contrapeso del tono ensimismado de la primera. Un narrador en tercera persona desgrana, amalgamando peripecia y reflexión, la historia de un hombre vinculado a los anarquistas Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó –y más íntimamente, quizás, a la hermana de este último–, quien, tras huir de Buenos Aires, llega a Misiones, donde lo convierten en líder de un grupo clandestino que libera a las mujeres que permanecían cautivas en un burdel y, como si fuera poco, termina fundando una ciudad nimbada por una especie de "anarquismo místico".
La escritura de Lipcovich, teñida de un leve anacronismo y ajena a todo alarde, hace equilibrio en un ludismo lúgubre, que privilegia los matices extraños y las simetrías veladas. Pero su apuesta diferencial, en todo caso, reside en la exploración morosa de las astillas, de los restos que surgen de poner en cuestión la linealidad narrativa.
Desnichadores
Pedro Lipcovich
El Cuenco de Plata
176 páginas
$ 75