“Cuidadosamente oculta” permaneció durante casi seis décadas la breve carrera artística de Torras, protagonista de la muestra Arte destructivo y hoy rescatada en una exposición en la galería MCMC
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Con un vestido escotado y sin mangas, rodeada por cuatro hombres de traje y otras tantas cabezas de cera derretidas, manchadas y colgadas, ella es la única que mira directo a la cámara. La osada personalidad de Silvia Torras quedó reflejada en esa imagen de 1961, cuando el grupo de artistas posó en la galería Lirolay durante la memorable muestra de “arte destructivo”.
“La inauguración se realizó en medio del esperado escándalo”, escribiría en su Historia del arte argentino Jorge López Anaya, otro de los retratados junto con Kenneth Kemble, Jorge Roiger y Luis Wells. “La sala de exposiciones había perdido su aspecto habitual –agrega-, desde el exterior se percibía un tosco cortinado de arpillera que obstruía la entrada y se escuchaban extrañas voces que recitaban textos sin sentido, o sonidos supuestamente musicales, irritativos, exasperantes”. En la sala se exhibían un sillón abierto por un tajo, ataúdes gastados, paraguas destrozados. “Ninguna de las piezas exhibidas poseía identificación alguna de su autor –observa-. Todo estaba cuidadosamente oculto en la acción grupal”.
Así de “cuidadosamente oculta” permaneció también durante casi seis décadas la breve carrera artística de Torras, hoy rescatada en una exposición en la galería MCMC. “Ella me dio confianza. Fue mi primer espectador, mi primer público. Y para ella yo pintaba”, reconoció Kemble en 1979, cuando Van Riel le dedicó otra a la producción de ambos. “Yo era un incipiente aprendiz de las artes, terriblemente inseguro de lo que hacía y de sí mismo”, admite en el catálogo de esa muestra, titulada Love Story.
En el verano de 1956, Silvia aceptó las insistentes invitaciones a andar en moto de ese atractivo amigo de su primo, recién llegado de un viaje por Estados Unidos. Nacida en Barcelona 19 años antes, estudiaba Bellas Artes. Mientras tanto él, en su casa de Martínez, producía en silencio durante la semana a la espera de que cada sábado ella le diera su opinión.
“Me alentó, me hizo hacer, y me hizo como ser humano. Todo lo que soy, bueno, malo o mediocre, se lo debo a esta enorme mujer y a su confianza en mí”, reconoce Kemble en el mismo texto sobre la mujer que fue además su amiga, esposa y discípula. “Habíamos logrado la pareja perfecta –asegura- porque nos preocupábamos más el uno por el otro que por nosotros mismos”.
Nunca supo por qué se separaron. “Yo no me di cuenta de lo que perdía –confiesa- y todo se desintegró”. Ella se mudó a México, no volvió a pintar y murió de cáncer a los 34 años.
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