Silvia Hopenhayn: “En cada época hay un librito o un mandato de cómo ser madre”
La escritora acaba de publicar “Vengo a buscar las herramientas”; entre otros temas, indaga en los silencios que anida la maternidad, un tema presente también en sus otras dos novelas
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La escritora Silvia Hopenhayn supo que iba a cumplir el deseo de su hija. Debía enterrar a Mao, el amado gato, en el patio de la casa que ambas comparten en Villa Crespo, en la ciudad de Buenos Aires. Esa madrugada la tarea fue ardua cuando se puso a cavar el pozo de ochenta centímetros que le había recomendado el veterinario. Salió a la calle a pedir ayuda. “Quería hacer un pozo excepcional, con un olor a humus que contemplara la pérdida y le diera un aroma válido, benéfico. Y no pude”, cuenta en su estudio, un departamento de ventanas amplias habitado de silencio y libros, donde da sus talleres de lectura. Sonríe al recordar cómo empezó todo.
Porque esa madrugada no sólo dio con un hombre de brazos fuertes que abrieron el anhelado pozo, sino que recibió de ese encargado de edificio una historia: la de su infancia en los años 60 en un paraje de frontera en la Patagonia, donde su familia detectó la necesidad de empezar a enterrar a los muertos, que hasta entonces se dejaban en la montaña sólo cubiertos de piedras. Cuando su padre, un director de escuela rural descubrió que así se contaminaban las aguas y venían enfermedades y tempranas muertes, ese niño que era entonces empezó a ser testigo de los entierros. Ayudó a cavar, a armar cajones. “Vengo a buscar las herramientas”, contó que decían quienes llegaban hasta su casa de adobe antes de encaminarse hacia el Camposanto.
Sobre la mesa ratona, entre Macedonio Fernández, Virginia Woolf, Cortázar, Amélie Nothomb, Lewis Carroll también está su tercera novela, Vengo a buscar las herramientas (Corregidor). Ofrece un vaso de agua “de la canilla”, se excusa. “No es como el agua de la novela”, bromea y parece disfrutar de la complicidad de un relato compartido. Escritora y periodista cultural, recientemente galardonada con la medalla de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia, se acomoda en el sillón: “¿A ver adónde me llevás?”. Su mirada, expectante, como frente a un paseo. Sus rulos desordenados se aquietan.
Una de las protagonistas de la novela, mencionada siempre como “la madre de Juana”, emprende un viaje esa madrugada movida por el amor a su hija. Quiere que todo esté listo para cuando ella se despierte y, junto a sus amigas, otras niñas de 7 años (la edad de la protagonista de Alicia en el país de las maravillas), realicen la ceremonia del entierro y la despedida del gato. Por el contrario, “la madre de Lucio”, allá en el sur, es una mujer severa, silenciosa y a la vez implacable con su hijo.
-¿Pusiste a circular en esas mujeres antagónicas algo de las preguntas de este tiempo en torno de la maternidad?
-Sí, porque en cada época hay como un librito o un mandato de cómo ser madre, qué es lo mejor para un niño: si es mejor darle pecho durante muchos meses, si menos meses, la crianza, muchas cuestiones que tienen que ver con el discurso de la época. Yo quise encontrar madres en su singularidad y contexto-apremiante: las dos están en una situación de peligro para sus hijos. Una, porque es la primera muerte que su hija enfrentará y quiere aliviar la pena y tiene la urgencia de encontrar ayuda para cavar ese pozo. Otra, porque las aguas bajan contaminadas y pueden intoxicar a su niño en la Patagonia; a su modo esa madre con ese niño que está gozando de los descubrimientos de la naturaleza también quiere darle herramientas y a la vez defenderlo de la violencia y el desamparo.
-Era una mujer de silencios, su hijo los percibía y reclamaba una palabra…
-Ahí encontraste algo que es una suerte de pasadizo oscuro que para mí anida en la maternidad: el silencio. Está en todas mis novelas. Está en Elecciones primarias, en Ginebra y está en Vengo a buscar las herramientas. ¿Y qué es ese silencio? ¿Se gesta un silencio de lo que ya no se es o al menos no se juega en ese vínculo? Me resulta muy interesante sostener ese silencio. Entonces, sobre todo la madre de Lucio, al silencio patagónico solo interceptado por los vientos, se superpone el silencio profundo de la historia de la madre. Como decía André Malraux: “El ser humano es solo un montoncito de secretos”. Los secretos de estas madres, tanto en el sur, en 1960, como en 2019, en Villa Crespo, son diferentes, pero ambos jamás serán contados a sus hijos y ellos no solo sospechan, sino que urden una trama inventada de aquello que desconocen. Para los hijos, quizá convertirse en alguien es poder lidiar con el silencio de toda madre.
Voces y silencios
En el personaje de “la madre de Lucio” se percibe la añoranza de su tierra natal, Irlanda, que intenta paliar con la radio, su conexión con esa memoria. Como si se pudiera llegar a aquel lejano país. “Traté de pensar que la amplitud modulada es más que una cuestión técnica radiofónica, sino que es poder llegar a escuchar esas voces de una memoria remota y lejana”, dice Hopenhayn. “Un poco esto habla de los silencios que ella tiene”.
También se traza apenas un amor platónico del pasado de esta mujer. “Los peores males se pasan leyendo”, cita el personaje a un maestro suyo del que se había enamorado en Chivilcoy. “Ahí está el guiño con Julio Cortázar. Eso es real: para el hombre que me contó la historia del sur, Cortázar es como un padre, porque fue el amante imaginario de su mamá, que lo tuvo como maestro”, dice. “Por eso ella elige casarse con un maestro”, revela la autora, que para escribir esta novela tuvo diez entrevistas con su vecino de la cuadra, el encargado del edificio que vivió su infancia en la fría soledad del sur, entre mapuches, labradores y “turcos”.
En “la madre de Juana”, una mujer soltera, a quien abandonó un hombre cuando ella estaba embarazada, anidan otros silencios. Tal vez sea esa una de las razones por las que su oficio es de letrista, allí ella sí tiene un avezado uso de las herramientas.
La bicicleta de la escritora descansa en el patio de este edificio de pocos pisos. Con ella recorre el día por su barrio, donde cabe el mundo: va y viene de su casa al taller, va a “la librería de Pablo”, hace las visitas amistosas y médicas, los mandados. Este viernes gris amenaza con lluvia, pero no importa.
La autora decide que “la madre de Juana” en su recorrida de madrugada por el barrio, pala al hombro como un soldado de la soledad, vaya a pie. Y en ese andar descubre personajes e historias, como si toda la humanidad cupiera en una manzana. “Cuando ella recorre toda la cuadra, como si fuese Macondo, porque es un recorrido mítico, se encuentra con los distintos oficios: el panadero, la costurera, la peluquera, el encargado cada uno con sus herramientas”, dice Hopenhayn. En ese viaje de ensueño se pone de relieve el valor del trabajo humano. También el suyo. El panadero se revela fan de las letras de canciones que ella crea. “Me parecía importante que ella fuese letrista porque es una mujer que sale a la calle buscando darle letra a la vida, como si la vida misma se presentara como melodía sin letra”, cuenta la autora. “La madre de Juana es un personaje que da letras”.
“La madre de Juana”. ¿Por qué siempre se la menciona en términos de su rol más que de la propia identidad? La autora responde que fue adrede. “Me pregunto qué pasa con el cumplimiento de una función cuando de afecto se trata. ¿Qué se pone en el ejercicio de la maternidad o de qué se priva esa mujer siendo madre?”, dice Hopenhayn. La novela conduce hacia cuál es el nombre de “la madre de Juana”, que durante toda la novela fue llamada de ese modo. “Eso siempre me gustó, porque uno es nombrado desde que nace. Uno va adquiriendo apodos, que al mismo tiempo te cosifican o te convierten en quién sos para los demás. Pero ¿cuándo se puede adquirir un nombre propio? Creo que la novela en ese sentido, pensada como una novela de iniciación, es también la novela de iniciación de un nombre posible para desprenderse de la función”.
“La madre de Juana” finalmente recibirá una pregunta que no sabe responder. Alguien le va a preguntar: ¿Cómo te llamás? “Vuelvo a Lewis Carroll, que tiene todo un capítulo en Alicia en el país de las maravillas donde juega con la disquisición de la voz pasiva y activa: ¿Cómo te llamás? ¿Cómo sos llamado? ¿Cómo se llama tu nombre? Me parece interesante lo que se juega en el momento en que a la madre de Juana le preguntan su nombre”. No revela el final, pero sí da cuenta de que en esa instancia se pone en juego en la maternidad el difícil ejercicio de sostener los gestos amorosos con la hija y, al mismo tiempo, no desdibujar su deseo, su ser mujer.
Una de las dedicatorias de Hopenhayn es a su hija Inés. La trae varias veces a la conversación; habla de su trabajo, de su compañía, de sus viajes al Tigre, de cómo disfrutan de los animales y la naturaleza. Muestra algunas fotos suyas en el celular. Cuenta que ella aún no leyó la novela. “No es tan fácil que los hijos lean las novelas de los que escribimos porque, como digo en los agradecimientos, en cierto sentido están presentes nada menos que en el momento de su escritura y uno no puede evitar hablar en voz alta, contar cómo resolvió una escena, hablar de los personajes. Entonces ellos están durante un tiempo considerable conviviendo con esa ficción que forma parte de la sobremesa”, dice.
La autora se despide. Más de una hora de conversar sobre sus libros y su vida. Es viernes y aún tiene que cerrar su columna semanal para el suplemento de un diario antes de partir al Tigre. Allí, en medio de la naturaleza, la espera su hija.
Para agendar
Vengo a buscar las herramientas se presenta el jueves 11 de noviembre, a las 18.30, en el Museo del Libro y de la Lengua (Av. Gral. Las Heras 2555, CABA). Presentan la escritora Gabriela Cabezón Cámara, el escritor Martín Sancia Kawamichi y el músico percusionista Oscar Albrieu Roca. Es presencial y con entrada libre.
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