Siddhartha, cien años después
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Algunos libros son magnéticos, atraen lectores por sí solos. Vacaciones de verano: mi hija insiste en hacer un alto en una librería porque quiere leer “algo distinto”. Sale con un ejemplar de Siddhartha bajo el brazo. Nadie le habló de la novela ni se la recomendó. Le bastó para decidirse lo que informaba la contratapa de una edición que, como si fuera poco, sin invocaciones new age, cuenta bien el contexto en que la escribió el autor. Me doy cuenta de algo: va a leer el libro a la misma edad (los dieciséis) en que lo leí yo, un involuntario pase de posta.
En un año de centenarios vanguardistas decisivos –en 1922 se publicaron Ulises y La Tierra baldía– le debo a mi hija y su inspirada compra un descubrimiento. También Siddhartha, uno de esos clásicos que se caracterizan por tener muchos menos comentarios que lectores, cumple un siglo. Hermann Hesse escribió la primera parte a fines de 1919 y la segunda en mayo de 1922. Entre una y otra, atravesó una crisis que lo dejó varado durante año y medio. La novela –después de un paso por el consultorio de Carl Gustav Jung– se publicó como libro en octubre de 1922.
Siddhartha es una historia oriental india y describe sin exotismos una búsqueda vital en perpetuo cambio. La mayor divulgación del budismo en Occidente en décadas posteriores podría explicar el atractivo que cosechó, casi por inercia, durante décadas. Pero una fidelidad similar parecen tener otras narraciones muy leídas del suizo, como El lobo estepario o Demian, que son mucho más traumáticas y oscuras. Hesse (1977-1962) fue un escritor de su tiempo, franco y directo en su manera de explorar la tensión entre el individuo y lo colectivo. Tal vez ese haya sido su alcance de verdad visionario: sus libros se leen hoy como novelas de iniciación porque cumplen con todas las etapas del héroe en busca de su propia identidad.
Como escribió Volker Michels –el máximo especialista en Hesse– en 1977, cuando se cumplía un siglo del nacimiento de HH: sin recurrir al adoctrinamiento, ni a la abstracción, “sus libros se leen como si trataran de nosotros mismos; más aún, como si los hubiéramos podido escribir nosotros. Hesse nos hace ser conscientes de los llamados fenómenos cotidianos –para los que hemos quedado ciegos a causa del alud de estímulos de la vida moderna– con una frescura y una ecuanimidad, cuya naturalidad y precisión solo pueden compararse a impresiones infantiles”. Tanto después, al párrafo no hay que modificarle una coma. Cómo evitar la tentación de adaptarse a las normas, cómo afirmar la propia individualidad: el lector natural de sus libros es el que al leer está en proceso de hacerse, como los propios personajes.
Hesse se negaba a las ediciones masivas, por muy bien que vendieran sus libros. Hubiera sido para él traicionarse en aras de –como dice en una carta– “un estúpido arte industrial y recreativo”. Después de su muerte, sin embargo, esa mesura se esfumó y en los años sesenta su obra se volvió popular a golpe de los malentendidos que en vida evitó con altura. En Estados Unidos, se lo usó para rebelarse contra la Guerra de Vietnam mientras el gurú alucinógeno Timothy Leary recomendaba leer “el Teatro Mágico” de El lobo estepario como prolegómeno a las sesiones de LSD. A Hesse ya lo descorazonaba esa clase de lecturas en los años treinta, cuando se entendían esas páginas como una invitación al opio y al adormecimiento, cuando él apuntaba a todo lo contrario.
Siddhartha –con su inconformismo sin pausa y su belleza ascética– sigue siendo en todo caso mejor mentor que cualquier libro para adolescentes. Unos días después, cuando terminó de leerlo, le pregunté a mi hija qué le había parecido: “Me angustió cuando se mata de hambre con los samanas, y sentí alivio cuando descubre los placeres de la vida. Pero lo mejor es cómo se enganchan las palabras, como en una poesía”. Todo lector es un crítico en potencia. La edición que compró nunca aclara que Hesse lo había subtitulado “un poema indio”.
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