Sexo en la Edad Media: una investigación revela lo que ocurría (y lo que no) entre las sábanas en el medioevo
La historiadora británica Katherine Harvey documenta el tema en un apasionante libro y precisa ideas contradictorias sobre la época; amor, seducción, violaciones y castigos
- 11 minutos de lectura'
Cuando uno piensa en sexo medieval, en sentido estricto, vienen a la cabeza imágenes de películas (desde luego no de El séptimo sello): Morgana Le Fay (Helen Mirren) en Excalibur, de John Boorman, seduciendo a Arturo, a sir Gawain (¡Liam Neeson!) y a Merlín (en este caso la hechicera revestida con una lasciva loriga tipo corsé que he visto que se subastó en 2019 por más de 20.000 euros: qué caro es el fetichismo artúrico). El estreno del novicio Adso (Christian Slater) con la campesina que encarna Valentina Vargas en El nombre de la rosa. La tórrida relación del normando Chrysagon de la Cruz (Charlton Heston) con la doncella Bronwyn —que cautivó a Cirlot— en El señor de la guerra. Eric (Tony Curtis) rasgándole el vestido a Janet Leigh, talla 90 a ojo de buen cubero, para que reme mejor en Los vikingos. El estudiante Heron, de Foix (Assi Dayan) y la noble Claudia (Anjelica Huston) consumando su amor (libre) en una abadía desierta en plena jacquerie en la arrebatadora Paseo por el amor y la muerte; esa curiosa mezcla de marxismo y jipismo (se estrenó en 1969), y Froissart, en la que los dos protagonistas (ella solo con 16 años) eran hijos de padres de aúpa: John Huston (el director del filme) y el general tuerto Moshe Dayan.
Probablemente, sean los más recientes El reino de los cielos, para lo bueno, y El último duelo, para lo malo, los filmes que más nos han hecho reflexionar sobre cómo era la sexualidad en el medioevo. En el primero, los encuentros amorosos del sonoro Balián de Ibelín (Orlando Bloom) con la orientalizada, y que viva Edward Said, Sibila de Jerusalén (Eva Green) eran un canto a la fusión de culturas; mientras que la violencia que irradiaba el segundo, donde el torneo parecía empezar ya en la cama, te hacía pensar que en la Edad Media, con armadura hasta en casa.
En realidad, tenemos ideas imprecisas y contradictorias sobre el sexo en esa época. Y por eso resulta tan interesante The Fires of Lust, Sex in the Middle Ages (Los fuegos de la lujuria, sexo en la Edad Media), de la historiadora británica Katherine Harvey (Reaktion Books, 2021). Un título mucho más incitador, hay que convenir, que La época de las catedrales o Guillermo el Mariscal. El libro será publicado en castellano por Ático de los Libros en abril.
Harvey empieza por cargarse algunos tópicos persistentes como creer que la Edad Media era un viva la pepa sexual como Juego de tronos, o lo del droit du seigneur, el derecho de pernada (que sale por cierto en El señor de la guerra), o el cinturón de castidad —otra imagen de película: Monica Vitti (Boccadoro) produciendo un sonido metálico al sentarse enfadadísima tras ponerle a traición el artilugio su mosqueado marido antes de marcharse a las cruzadas—. Pero al tiempo la historiadora advierte que es un error también creer que la gente medieval (el libro se centra en el medioevo europeo de 1100 a 1500, aproximadamente) era como nosotros porque en última instancia el sexo sea un impulso humano universal. Asevera que, aunque el cuerpo humano y sus capacidades físicas han cambiado más bien poco en los últimos milenios, sí que ha habido transformaciones significativas en la forma en que ha sido visto el sexo y, por tanto, en cómo se ha entendido y experimentado.
Entre las diferencias fundamentales, la tendencia medieval a enfatizar el rol activo (implícitamente masculino) y pasivo (femenino). El sexo era algo que el hombre le hacía a la mujer. Matiza la historiadora que eso no significa que se esperara completamente que la mujer medieval simplemente yaciera de espaldas y pensara en Inglaterra, aunque, eso sí, se consideraba significativo que el hombre penetrara y la mujer fuera penetrada. Hasta tal punto, que el sexo entre mujeres era considerado tal solo si una de ellas usaba un objeto para penetrar a la otra. Otro tipo de sexo entre mujeres era legalmente desconocido y parece que mucha gente no entendía realmente qué podían hacer entre ellas.
Se sabía menos de sexo que ahora que hay Internet y, por ejemplo, se suele afirmar que el clítoris (que se esconde al parecer en algunos textos como kykyre o la bel chos) no fue descubierto (al menos no descubierto por los hombres, puntualiza Harvey) hasta el Renacimiento, como América, que está más lejos. También, al parecer, la gente en la Edad Media se masturbaba poco, pues casi no hay evidencias; aunque uno no se imagina a Ivanhoe o Ricardo Corazón de León contando esas cosas.
Más motivos tenemos, dice la estudiosa, para creer que otras prácticas relativamente comunes hoy era muy raras en el medioevo, “notablemente el sexo oral”, señala, que no aparece por ningún lado en las fuentes. “Puede ser que le pareciera especialmente repugnante a una sociedad que asociaba la parte alta del cuerpo con Dios y la moralidad, mientras que la parte baja estaba ligada a la suciedad y el pecado. Poner la boca en contacto directo con los genitales lo que hacía era mancillar un órgano hecho para mejores cosas” (la boca, se entiende). Es posible que aquí jugara un papel la (falta de) higiene. En cambio, parece que era muy popular el coito femoral, o intercrural, con el pene entre las piernas de la mujer sin penetración. Usado por parejas de hombres estaba, sin embargo, tan mal visto que en 1357 a Nicletus Marmanga y Johannes Braganza los sentenciaron a la muerte en la hoguera por practicarlo. Hacerlo con un sarraceno era mucho peor.
Condicionado por el cristianismo católico romano y la medicina galénica, el conocimiento sexual medieval estaba preocupado por asuntos como si Adán y Eva tenían sexo en el paraíso (y valga la frase), si ella menstruaba antes de la Caída o si él tenía sueños húmedos. No se crea que eran cuestiones menores, hasta le preocupaban a Hildegarda de Bingen y no digamos a San Agustín para el que todo sexo era pecado y el orgasmo te volvía tonto (y que viva la tontería). Había tal obsesión con la virginidad (femenina) que la mística Margery Kempe no pensaba más que en ser virgen pese a haber tenido 14 hijos. No obstante, se creía que desde el punto de vista de la salud algo de sexo le iba bien a la mujer, pues era de naturaleza fría (según la teoría de los humores medieval) y en el acto recibía calor. El desfloramiento era un momento crucial y se hacían test de virginidad, contra los que se inventaron métodos tan ingeniosos como que la novia se colocara sanguijuelas en la vagina el día antes de la noche de bodas para engañar al marido con la efusión de sangre.
Había que cumplir con el deber marital y la mujer solo podía negarse en algunos casos, como cuando el marido estaba loco, en un lugar sagrado o cuando el esposo quería cometer sodomía.
El sexo marital, si se realizaba correctamente, no se consideraba un obstáculo a la salvación, al entenderse muy juiciosamente que la abstinencia total de todos acabaría con la especie humana. Pero había que evitar poner excesivo empeño (el hombre), pues eso se tenía por adulterio con la propia esposa. Había que cumplir (la mujer) con el deber marital y solo te podías negar en algunos casos, como cuando tu marido estaba loco, en un lugar sagrado (si tenías sexo en una iglesia, había que volver a consagrarla) o cuando el esposo quería cometer sodomía. No era excusa, en cambio —y de esto estaría muy contento Balduino IV de Jerusalén—, que tu marido fuera leproso.
No existía el concepto de violación conyugal, y Katherin Harvey, la autora del libro, reflexiona que todas estas cosas mezcladas debían causar sufrimiento a muchas mujeres. Cita el caso de una dispensa que dio el Papa Alejandro III a un hombre para que se volviera a casar después de haber dañado de tal manera a su mujer en la noche de bodas, que quedó permanentemente incapaz de tener sexo.
La teoría médica llegaba a considerar a la mujer un hombre defectuoso. La menstruación estaba vista como algo repugnante y peligroso, pero la menopausia era aún peor, pues se creía que lo malo del cuerpo a partir de entonces se quedaba dentro. El semen se relacionaba con la sustancia del cerebro, en lo que estarían de acuerdo tantos curas que nos decían que no pensábamos en otra cosa.
Existía la creencia de que la magia te podía convertir en impotente y las autoridades se tomaban el asunto muy en serio: en 1390 dos parisienses, Margot de la Barre y Marion la Droiturière, fueron sentenciadas a la hoguera por volver inútil al examante de la segunda con su nueva esposa. Se creía que en el orgasmo la mujer también producía una semilla y que era necesario el clímax casi simultáneo (ellas primero) para que se realizara la concepción.
Era creencia general que solo la posición del misionero conducía a que la mujer se quedara embarazada con garantías e incluso se sugería que él debía permanecer encima al menos una hora. Otras posiciones más floridas podían llevar a defectos físicos en los hijos, e incluso la mujer podía parir un sapo, que ya es susto. Particularmente mal visto estaban que la mujer se pusiera encima y el ya mencionado sexo por detrás, que parecía propio de los animales. Había la creencia de que si tenías gemelos es que habías estado con dos hombres, lo que, visto bien, tiene su lógica. El adulterio era a veces castigado con penas severas, incluso la muerte. En la alta Edad Media, el bestialismo se consideraba un delito menor, equivalente a la masturbación, pero al avanzar el medioevo se fue agravando al oficializarse la creencia en las brujas y sus tratos con el demonio en forma de animal, hasta considerarse algo gravísimo, pecado y crimen de herejía. Se solía entonces ejecutar al pecador y al animal.
Un caso interesante al respecto es el que cita Harvey de un artesano veneciano acusado de tener relaciones carnales con su cabra. El hombre, un tal Simon, adujo como atenuante que un accidente lo había dejado imposibilitado de tener relaciones con una mujer o de masturbarse. Fue examinado por un equipo de médicos e incluso el juez autorizó la intervención de dos prostitutas que realizaron bastantes experimentos con Simon. Entre todos, concluyeron que podía tener erecciones pero sin sensación alguna. Se lo consideró sodomita con atenuantes. Fue marcado, apalizado y le cortaron una mano, pero escapó a la pena de muerte. Y Harvey apunta: “El destino de la cabra se desconoce”.
La Europa medieval tenía ideas claras sobre la belleza femenina: entre los rasgos deseables estaba el pelo rubio, la piel blanca, las mejillas sonrosadas, una pequeña boca roja, miembros largos y cintura estrecha. Aunque se ha sugerido que solo eran maternales, hay amplia evidencia de que los pechos se veían en términos sexuales: el ideal estético eran los senos pequeños, redondos y firmes. Así se representa a una de las mujeres físicamente ideales de la Edad Media, Betsabé (a la que el rey David vio bañándose desnuda y con la que cometió adulterio). Un pecho abundante acarreaba mala reputación a la mujer y hay textos médicos que explican métodos para reducirlo, nunca para aumentarlo, como frotarlo con sangre de testículos de lechón. Hay evidencias de que las mujeres medievales usaban ropa interior que hacía que los senos parecieran más pequeños.
Pese a que en muchas jurisdicciones la violación estaba penada con la muerte, no se sabe, por ejemplo, de ningún inglés que fuera ajusticiado por esa causa en el medioevo.
En cuanto al hombre, el ideal era alto, fuerte, bien proporcionado y de piel pálida. El vello estaba considerado signo de virilidad, hasta el punto de que algunos hombres usaban barbas postizas y pocos se afeitaban. Se asumía generalmente que a las mujeres les gustaban los hombres bien dotados y en la literatura abundan las obsesionadas con los genitales masculinos. Existía el mal de amores —por ejemplo si te enamorabas de la belle dame sans merci o de la dama del unicornio (a ver cómo vas a hacer el amor con un tapiz)— y se recomendaba para paliarlo seguir un régimen alimenticio y distraer la mente oyendo música, pasando el rato con amigos, mirando jardines bonitos o gente guapa, y bebiendo.
Sorprende que en la Edad Media existían castigos para la violencia sexual, aunque no se aplicaban mucho, recalca Harvey. Pese a que en muchas jurisdicciones la violación estaba penada con la muerte, no se sabe, por ejemplo, de ningún inglés que fuera ajusticiado por esa causa en el medioevo. De hecho, solía casarse al perpetrador con la víctima como una buena solución… El resumen es que la Edad Media puede ser muy interesante en la cama, pero suerte que hemos pasado sábana; uy, página.
Otras noticias de Arte y Cultura
- 1
El director del Museo de Bellas Artes actúa en “Queer”, la adaptación de la novela del ícono contracultural William Burroughs
- 2
Murió Beatriz Sarlo a los 82 años
- 3
“Blackwater”: la saga matriarcal de terror gótico que es un fenómeno global
- 4
El legado de Beatriz Sarlo se define entre el exmarido y los discípulos de la intelectual