Será un misterio para siempre
En esta historia hay un instante inexplicable. Soy lo bastante racional para entender que lo que sabemos del universo no alcanza todavía para explicar todo de forma racional. Y lo que pasó esa noche sigue siendo para mí un misterio. No me lo contaron, estuve ahí.
Les presento a Betty. Es una perrita rubia, mediana, atlética y, aunque podría decirse que es el modelo estándar de can, sin ningún rasgo sobresaliente, sin raza definida ni manchas fehacientes, Betty es simplemente inconfundible. Me adoptó una mañana de mayo de 2014, cuando nos tomábamos un fin de semana largo en la costa. Salió de la nada, se pegó a mi pierna y me miró como si una larga espera hubiera llegado a su fin. Hola, humano.
Supusimos que se trataba de otro perro playero, que te conceden un rato de su tiempo, y luego siguen con sus apretadas agendas. Pero no. Betty se quedó los cuatro días con nosotros, sabía a la perfección dónde quedaba la cabaña y se comportaba como si nos conociera de toda la vida. Muy extraño. Por supuesto, la adoptamos y se vino con nosotros a Buenos Aires.
Lo que no sabíamos era que Betty les tiene pánico a los truenos y a la pirotecnia. Una noche fatídica, pocos días después de que llegara a casa, se desató una tormenta brutal sobre la ciudad. Ágil y espantada, la perrita de la playa se escapó por los techos y en algún momento ganó la calle. Hacia la 1 de la mañana nos dimos cuenta de algo horrible: Betty, a la que habíamos rescatado para darle una vida mejor, estaba ahora oficialmente perdida en una de las megalópolis más grandes del planeta.
Empapados y exhaustos, esa noche no logramos dar con ella. Sin casi haber dormido, al día siguiente la buscamos durante otras cinco horas, sin éxito. Dejamos dicho entre los vecinos que si veían un perrito en la puerta de casa, lo retuvieran. Esa tarde, desde el diario, llamé un millón de veces para saber si había novedades. Nada.
A las nueve de la noche, unas 20 horas después de haberle perdido el rastro, volví de tomar un examen en la facultad (que no admitía otra postergación; así funciona la vida), y dije:
–Vamos a salir y la vamos a encontrar. Yo manejo. Vos mirás.
Era una misión destinada al fracaso. Solo recorrer sistemáticamente todas las calles del barrio llevaría días. Además teníamos que coincidir en tiempo y espacio con un perrito callejero, mediano e inquieto. No tenía ningún sentido. Pero salimos igual.
Además de llamarla por un nombre que de ninguna manera podía reconocer (la habíamos bautizado Betty solo unos días atrás), confiando en que reconociera nuestras voces, les preguntamos a todas las personas con las que nos cruzamos si la habían visto. Unos prefectos nos dijeron que sí, y nos señalaron vagamente en dirección de la avenida Vélez Sársfield. Después de eso, creímos haberla visto dos veces, a lo lejos. Pero no, no era.
Entonces fui dándome cuenta de que podía estar en cualquiera de las cientos de esquinas del barrio, dormida en miles de zaguanes, debajo de los autos estacionados, en un millón de resquicios. Era obvio que nunca la íbamos a encontrar. Pero en lugar de resignarme, empecé a manejar al azar, sin pensar. No tengo claro qué me pasó, ni por qué doblé en Rochdale, luego en Australia, después en Perdriel y al rato en Iriarte, rumbo al este. Entonces, caminando por la vereda, detrás de la línea de autos estacionados, vimos su colita espumosa y mi mujer exclamó “¡Ahí está, ahí está!”, mientras abría la puerta. Detuve el coche, Betty nos detectó en un instante y se lanzó dentro del auto sin pensarlo dos veces.
La escena final nos encuentra a los dos llorando dentro del auto y a ella sobre nuestras piernas, dándonos besos perrunos, dichosos y desenfadados. La habíamos encontrado. Pero quién condujo el auto esa noche, desde el momento en que perdí toda esperanza hasta que en una vuelta providencial dimos con Betty, no lo sé. Y, al mismo tiempo, paradójicamente, por supuesto que lo sé.