Segundo café, aquí y hace años
De nuevo una esquina, de nuevo otra semana. Y, sin embargo, o por suerte, hay sol. Roza apenas los perfiles, el marco de los rostros de los tantos que están sentados en este espacio, un café, histórico, pegado a un punto con mucho más para decir. Dejan pasar los minutos de este mediodía cualquiera con disfrute. Eso es. hoy, en este lugar, nadie tiene angustias. Lo que pasa es el placer. Frente a la puerta, ancha, de madera y vidrio, dos estatuas de corredores de autos causan un gesto. Las separa un buzón rojo. Dentro, a unos metros, lo mismo: las figuras muertas de los escritores Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, el pelo blanco, el traje sobre el cuerpo, dan cuenta de que esto que sucede aquí ahora sucede desde hace años. Y que importa. Entrar, salir, mirar, sentarse al aire es respirar en blanco y negro.
El calor recibe a las palomas. De nuevo, en esta esquina. Las aves pican de los restos de quienes pasaron y se quedan, no se espantan. Nadie se espanta con el vuelo. El aire es a dos tonos y el tiempo también. Estar en este lugar es no tener apuro. La edad de los comensales en su mayoría es la edad de quienes ya corrieron bastante y quienes no, quienes todavía no llegaron a ese punto, están pero también en calma. Lo marcan las mochilas. Son muchas las que se ven: azules, negras, rojas, apenas sobre el piso, junto a las sillas, por encima de las mesas que como están al descubierto son de plástico, por esa razón, para esquivar los daños (la nada puede lastimar). Aquellos con mochilas también tienen gorras y las cargan porque están lejos y necesitan tener lo de siempre encima, a una mano de distancia, por la eventualidad. No sea cosa, nos sean todas las cosas. De pronto se ven niñas, se ven niños. No tienen ganas de quedarse pero no parece importar. A nadie. Este café no muestra peros.
El aroma que tiene se siente. Es leve pero tibio, como la luz que derrama una ventana. Se mezcla con un pan francés tostado y cortado, un queso caliente, frutos rojos en mermeladas, manteca en pedazos cortos, trozos de naranjas, jugos, bebidas con sorbetes, bochas de helado con obleas que se clavan. Ese pasado comestible. Se suman algunas carnes, algunos fiambres. Un poco de tabaco. El menú se toca con los dedos y detalla los platos. También los años. Le habla a quien lea y cuenta que antes de llamarse como se llama se llamaba Viridita, que luego fue Aerobar y que consiguió el nombre de hoy porque en los años 50 los fanáticos del automovilismo se juntaban aquí para mostrar ese fervor y entonces pasó a ser La Biela, esa pieza en la que se unen otras. Como sus mozos. Ellos son los elementos.
Visten de igual modo. Pantalones oscuros, camisa clara, chaleco, moño al cuello tieso y una amarra a mitad de la manga del color de las paredes, como una parte fundante. No bailan pero casi. No se repiten pero depende. hacen gala. Eso sí. Se acercan, preguntan, escuchan, no anotan, recuerdan, sugieren (saben lo que se puede y lo que no y avisan), llevan el mensaje a donde deben y regresan y hacen lo mismo a pasos de donde lo hicieron primero y cumplen con lo que deben y en medio vuelven con lo pedido sobre una bandeja de plata que no tiembla y la sostienen de un lado y del otro, desde esa pequeña altura en que la llevan, bajan los vasos, las tazas, las copas, los aderezos, los cubiertos, lo demás. No suele haber equivocaciones. Son los años, el paño blanco sobre el brazo, los mocasines, la billetera larga y negra para el vuelto, las propinas, el dinero estirado. Así por horas. De pie, a metros de la sombra de un árbol que más que naturaleza parece trofeo y en ese tono, blanco, negro, quizá gris, con la vida ahí, a metros de la muerte enterrada. Aquí la carta. ¿Qué van a ordenar? Muchísimas gracias.
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