Sed insaciable de poesía
MUSEO NEGRO Por María Negroni (Norma)-230 páginas-($ 17)
LA novela gótica, iniciada hacia 1765 con El castillo de Otranto, de Horace Walpole, fue la ficción de misterio y horror que modificó las categorías de lo Bello y representó, en el seno del racionalismo iluminista, una de las manifestaciones primeras de los postulados románticos. María Negroni explora esa tradición en los ensayos de su último libro, Museo Negro . Pero no sólo evoca las ficciones del período clásico, sino también aquellos textos que, si bien no pertenecen estrictamente a esa serie, se hallan invadidos por una atmósfera gótica (es decir, no sólo los de Meyrink, Stevenson, Kubin o Henry James, sino también los de Wilde, Verne, Kafka o incluso los de Bataille o Pizarnik). Por cierto, el cine, en un agudo contrapunto, complementa ese campo. Sin embargo, a pesar de la erudición, de la finura interpretativa y de la precisa descripción de los textos, Museo negro no es estrictamente un libro sobre la tradición gótica, sino más bien sobre la escritura poética.
En las secciones "La escena del crimen" y "Moradas negras", por ejemplo, Negroni indaga el espacio característico de la sensibilidad gótica: los castillos, las criptas, los subsuelos, los pasadizos, las naves submarinas o espaciales, las mansiones antiguas y hasta las ciudades que se recorren como laberintos crepusculares. Pero en Museo Negro , esos espacios no sólo representan el sitio de todas las libertades y desdichas del deseo y la apertura hacia el "otro mundo", el espacio imaginario. Son, además, una metáfora de la escritura poética, que obra siempre en el límite entre lo real y un más allá, entre el ansia y una magia futura cuya realización cabal siempre se difiere. Por eso el sombrío mundo de la gótica, que transgrede "el sol de la razón", es afín al mundo del poema: "La búsqueda del sentido en el poeta -sugiere Negroni- coincide con la búsqueda de la saciedad en el vampiro". A ambos los domina un impulso que continuamente se desgarra en la busca de ese sentido que siempre parece estar en otra parte. Esa estética, sin embargo, abjura de toda trascendencia o mesianismo del arte, en favor de la continua, irredenta búsqueda, como si el deseo creador de mundos nuevos fuera el verdadero motor de la historia y como si lo imaginario constituyera el significado último de su proceso.
Los personajes de este libro son huérfanos, errantes, expatriados: seres abandonados, narcisistas y solitarios descontentos. Y así como el espacio gótico es pensado como un sucedáneo de la escritura poética, también todo personaje gótico es un doble del poeta. Cuando el Museo negro reúne a esos seres atípicos y monstruosos, no sólo se transforma en una colección, sino que repite, como gesto estético, el melancólico acto de coleccionar. El lector comprende oscuramente que muchos monstruos también son coleccionistas (así sea de un modo ominoso, como el vampiro que colecciona zombies) y que el poeta es, como ellos, un poseedor fugaz de ruinas, de objetos perdidos, de restos infantiles, de cadáveres de días contados que inútilmente acumula en cada poema. La autora habla de "pequeños féretros de la escritura". Los poemas se vuelven así el cuerpo presente de un pasado muerto y la inminencia de un futuro, incierto paraíso.
Con una prosa deslumbrante cuya música equilibra una poética pensada como teatro ejemplar de la tristeza, Negroni sugiere que "el único consuelo de una obra de arte es otra obra de arte". El arte como una sed insaciable que vampiriza el mundo y de la cual sólo resta la belleza como ruina o reliquia. Esa sed que sólo podrá aplacar una nueva escritura, otro poema, otro libro.
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