Se apaga una estrella
“Acepto y respeto la decisión”, fue la escueta respuesta de Will Smith tras conocerse el veredicto de la Academia de Hollywood, que le impedirá durante la próxima década pisar el Teatro Dolby como respuesta al cachetazo que le dio a Chris Rock en la ceremonia de los últimos Oscar. Probablemente sea la última declaración del actor en un largo tiempo, su última línea de diálogo. La sentencia puede parecer casi abstracta, dado que Smith retendrá no solo el premio ganado media hora después del golpe en vivo (donde osó ensayar la defensa de que a él, como a su retratado Richard Williams, “el amor le hacía hacer cosas delirantes”) sino también la posibilidad de ser nominado por futuras actuaciones y, por consiguiente, ganar una nueva estatuilla. Pero es un castigo muy concreto: así en Hollywood como en la Grecia antigua, el ostracismo es un castigo peor que la muerte.
No es difícil seguir la lógica detrás de la sanción: ¿si no puede recibir al Oscar, para qué nominarlo? ¿si no lo van a nominar al Oscar, para qué contratarlo? Como bien señala Marcelo Stiletano, su ausencia en la ceremonia de 2023, cuando debiera entregarle el Oscar a la mejor actriz del año según las costumbres de la Academia, será una segunda condena in absentia, por no mencionar el trabajo que el escándalo le deja al batallón de guionistas de la transmisión para retomar la iniciativa (su único objetivo debiera ser conseguir que el hecho del que más hablemos en la entrega número 95 esté previsto de antemano).
En su muy divertido libro La política de los actores (Serie Gong), Luc Moullet afirma que “los actores de cine son siempre anatemizados. Su reputación se basa en dos elementos primordiales: primero su vida, es decir sus amores, es decir su muerte. El segundo elemento importante es su éxito comercial”. En el libro, recientemente editado en castellano, recorre la carrera de cuatro actores definitorios del Hollywood clásico (Gary Cooper, Cary Grant, John Wayne, James Stewart) argumentando que son tan responsables de la construcción de su lenguaje cinematográfico como los cineastas consagrados por los cahieristas que Moullet reconoce como colegas. La altura y el hieratismo de Cooper y el genio físico y la ambigüedad de Grant, especialmente, se revelan ante el detallismo de Moullet -actor y productor, además de crítico- como elecciones estéticas sostenidas en el tiempo que expandieron las posibilidades expresivas del cine mientras creaban un mito de sí mismos que funcionaba de película a película, contradiciendo, propugnando y, sobre todo invitando a segundas y terceras lecturas de lo que estamos observando en pantalla en su contraste con la “realidad”. Es difícil imaginar a Smith pudiendo echar mano a un arquetipo similar para seguir a flote, más allá de su etapa de “salvador de la humanidad” ante la conjura extraterrestre. Pocas estrellas hoy pueden hacerlo, aunque siguen intentándolo: una de las más grandes que quedan, Tom Cruise, mitologiza su trabajo desde su biografía de Twitter: “Corro en películas desde 1981″.
Si bien la frase “no existe la mala publicidad” se originó en la industria del entretenimiento norteamericano (probablemente con el empresario circense P. T. Barnum), hay límites para los milagros que los genios del spin y el manejo de crisis pueden realizar con la imagen de sus clientes, sobre todo porque la imagen de las estrellas es resultado de múltiples operaciones, muchas de ellas fuera del control de los intérpretes y sus handlers (nada casualmente, en inglés, el oficio de quienes manejan el día a día de animales y actores tienen el mismo título; Hitchcock sonreiría satisfecho).
Es muy sencillo saber que estamos ante el nacimiento de una estrella, incluso si no hemos visto a Janet Gaynor, Judy Garland, Barbra Streisand o Lady Gaga pagar con su humanidad el costo de ese ascenso a las alturas (la aparición de Lady Gaga y Bradley Cooper cantando “Shallow” en personaje en los Oscar de 2019 alcanza para entender el punto). Bastante más difícil es descubrir el preciso momento en que se apagan. Sea porque han consumido el combustible que alimentaba ese brillo deslumbrante o porque una manifestación de su humanidad no guionada los precipita a tierra, como a Smith, la parábola es siempre descendente.
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