Scorsese, el cine y los héroes sin capa
La semana pasada se estrenó en todo el mundo Los asesinos de la luna, la nueva película de Martin Scorsese, un drama ambientado en los años 1920 en el que se cruzan la matanza de una nación indígena en Oklahoma por la fiebre del petróleo, con un romance y el nacimiento del FBI.
Lo más admirable de Scorsese -además de su filmografía, desde luego, un corpus perfecto de las delicias y los vicios de la sociedad norteamericana- es que en el último tiempo, bien afincado en ese lugar de genial inimputabilidad que le dan los años y su obra, se calzó los guantes y empezó a repartir golpes cual Jake LaMotta (recordemos su brillante Toro salvaje, sobre la vida del boxeador) a varios de los jugadores actuales de la industria, desde las plataformas de streaming hasta algunos grandes estudios transformados en factorías de franquicias -“universos”, es el ambicioso eufemismo- de superhéroes, en detrimento del otro cine, más profundo, de historias.
Aunque no hay nada negativo en sí con las películas pochocleras -que él comparó en una columna de 2019 para The New York Times con “un parque de diversiones”-, lo malo es, como con todo, su hiperabundancia. Lo que Marty hizo entonces fue levantar una ceja ante esa soporífera uniformidad y revalorizar no sólo a sus colegas y a los actores -condenados por los “universos” superpoderosos a trabajar frente a una pantalla verde y con efectos por computadora-, sino especialmente al espectador más clásico, que busca refugiarse en una sala oscura como en un buen libro, para ver situaciones de gente común, o no tanto, pero humana al fin y al cabo.
A mí, como a Scorsese y me animo a pensar que como a la mayoría de los adultos, me encanta sentarme en el cine y tener alguna revelación. Encontrarme con historias de personajes, seres de naturaleza compleja que pueden amarse, detestarse, triunfar en un deporte, ir a una guerra, investigar un crimen o ser un taxista insomne que sucumbe a la alienación total (y sí, te hablamos a vos, Travis Bickle/Robert De Niro en Taxi Driver).
Los superhéroes que me marcaron jamás usaron capa. Batman tiene lo suyo, lo reconozco, y Clark Kent/Superman es periodista, así que lo perdono, pero me quedo con el Atticus Finch de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, el abogado que defiende a un hombre negro injustamente acusado de una violación y con su impecabilidad les enseña a sus hijos a detestar el racismo. O con Frank Serpico (Al Pacino), el policía honesto que lucha contra la corrupción de la propia fuerza en el gran film de Sidney Lumet.
Y, más acá en el tiempo, elijo a esos presuntos antihéroes que la tienen difícil en la vida cotidiana, pero al final se superan, con humor: Michael Dorsey (Dustin Hoffman), el actor de método que no consigue trabajo en Tootsie y se ve obligado a hacerse pasar por mujer para tener un papel en una telenovela; Rob Gordon (John Cusack), el melómano abandonado por su novia que se propone revisar por qué le fue tan mal en todas sus relaciones en Alta fidelidad; la almodovariana Pepa (Carmen Maura), de Mujeres al borde de un ataque de nervios, que pierde el control de su vida por una traición de su amante y cuando finalmente lo encara se da cuenta de que ya no le importa, y el más extravagante: Jeffrey Lebowski -alias The Dude- (Jeff Bridges) en El gran Lebowski, un clásico de culto de los hermanos Coen, que lograron convertir en un filósofo, digamos, al tipo más mamarracho de todos los tiempos, que va al supermercado en pijama y se la pasa jugando al bowling con su grupo de amigos igual de ridículos, igual de tiernos. Ninguno lanza rayos, ni tiene cadenas de fuego, ni martillos fraguados con metales de otro planeta. Son gente “común”, con historias coloridas.
Antes de terminar, vuelvo al principio. En la era de la multipantalla y la escasez de atención, Scorsese acaba de estrenar una película que dura tres horas y media. Cuéntenle a él qué es ser un superhéroe.