Sartre y el problema de Dios
El escritor norteamericano critica en esta nota el pensamiento ateo del filósofo francés. Acusa al autor de Puertas cerradas de alejar al existencialismo de la exploración de lo sagrado en beneficio de un absolutismo moral basado en la nada
Yo diría que Jean-Paul Sartre, pese a sus indiscutibles dotes intelectuales y temperamentales, sigue siendo el hombre que desvió el existencialismo: directamente, lo hizo descarrilar. En parte, quizá, porque se apartó demasiado del pensamiento de Heidegger. Me atrevería a proponer que Heidegger buscaba un nexo viable entre lo humano y lo divino que no encolerizara demasiado -hasta provocar una situación irreparable- a los mandarines reinantes en la Alemania posterior a Hitler, quienes no tenían la menor prisa por perdonarle su pasado y difícilmente alentarían su tropismo hacia lo no racional.
Sin embargo, Sartre se sentía cómodo en su ateísmo, aun cuando no tuviera ningún fundamento en que apoyar sus filosóficos pies. ¡Al diablo con eso, no lo necesitaba! Estaba preparado para sobrevivir en el aire. Para decir: "Somos franceses. Tenemos cerebro, inteligencia. Podemos convivir con el absurdo sin pedir recompensa alguna. Y esto es así porque tenemos la nobleza suficiente para convivir con el vacío y la fuerza suficiente para elegir un rumbo por el que incluso estamos dispuestos a morir. Y lo haremos a despecho de que, en verdad, carecemos por completo de un punto de apoyo. Nosotros no esperamos un Más Allá".
Fue una actitud, una postura orgullosa, comparable a convivir con la propia mente en el espacio amorfo. Pero privó al existencialismo de sus exploraciones más interesantes. Desde el punto de vista filosófico, el ateísmo es un empeño estéril. (¡Basta pensar en el positivismo lógico!) El ateísmo puede polemizar con la ética (como lo hizo Sartre, a veces muy brillantemente) pero, cuando incursiona en la metafísica, acaba encerrado bajo llave en una celda. Después de todo, a un filósofo le resulta casi imposible investigar por qué estamos aquí sin abrigar cierta noción de cuál podría haber sido la fuerza precedente. La especulación cósmica se asfixia si la existencia nació de la nada. El argumento de Sartre es todavía peor: la existencia humana comenzó sin el menor indicio acerca de si estamos aquí con un buen fin o si nuestra presencia es totalmente inmotivada.
Pese a todo, el talento filosófico de Sartre alcanzaba un virtuosismo detestable. Podía funcionar con precisión en los más altos niveles de cualquier estructura lógica que construyese. ¡Si tan siquiera Sartre no hubiera sido existencialista! Un existencialista que no cree en algún Otro, sea cual fuere su naturaleza, es como un ingeniero que diseña un automóvil que no necesita conductor ni acepta pasajeros. Para florecer -para desarrollarse a través de nuevos filósofos que, en forma sucesiva, vayan construyendo sobre las premisas anteriores-, el existencialismo necesita un Dios que no esté más seguro de conocer el final de lo que estamos nosotros. Un Dios artista y no legislador. Un Dios que padezca las incertidumbres de la existencia. Un Dios que viva sin ninguna de las garantías arregladas de antemano y sentadas, como un íncubo, sobre la teología formal y su presunción de un Ser que es el Supremo Bien y el Supremo Poder. Qué oxímoron colosal: Supremo Bien y Supremo Poder. Por cierto, deja desamparado a cualquier teólogo formal que quiera explicar un sismo. La noción de un Dios existencial -un Creador que, tal vez, hizo cuanto pudo como artista pero, aun así, quizá tuvo un descuido al diseñar las placas tectónicas- está fuera de su alcance.
Sartre rechazó la idea de que el existencialismo podría medrar si tan sólo diese por sentado que, en verdad, tenemos un Dios (...l o Ella) que, sean cuales fueren sus dimensiones cósmicas respecto de las que nosotros le atribuimos, encarne algunos de nuestros defectos, ambiciones y aptitudes. También nuestra melancolía. Porque el final no está escrito. Y si lo está, el existencialismo no tiene cabida. Pero si basamos nuestras creencias religiosas en la realidad de nuestra existencia, habrá un paso no muy largo de ahí a suponer que no sólo somos individuos, sino que bien podemos ser una parte vital de un fenómeno mayor que busca una visión más precisa de la vida. Dicha visión podría emerger de nuestra actual condición humana. Se podrá argüir que no hay razón alguna para que esta hipótesis no se aproxime más al verdadero existir de nuestra vida que cualquier propuesta de teólogos oximorónicos. Ciertamente, es más razonable que la sartreana, todavía vigente. Sartre anhelaba una sociedad mejor. No obstante, según él, estamos aquí queramos o no y debemos habérnoslas lo mejor que podamos con la nada endémica instalada sobre un vacío, una eterna ausencia de fundamentos sólidos. Sin duda, Sartre fue un gran escritor, pero también fue un verdugo filosófico. Guillotinó al existencialismo justamente cuando más necesitábamos oír su aullido, su alarido bárbaro gritándonos que Dios y todos nosotros tenemos algo en común. Nosotros, como Dios, somos artistas imperfectos que hacemos lo mejor que podemos. Tenemos la posibilidad de triunfar o fracasar; también Dios. Ese es el tema implícito, aunque no desarrollado, del existencialismo. Nos vendría bien volver a convivir con los griegos, con la expectativa de un final todavía abierto, pero la tragedia humana bien puede ser nuestro fin.
Las grandes esperanzas carecen de todo fundamento real, a menos que estemos dispuestos a afrontar la fatalidad, con la que también podemos toparnos en el camino. Esos son los polos de nuestra existencia; lo han sido desde el primer instante de la Gran Explosión. Quizás ahora mismo se esté agitando algo inmenso. Para enfrentarlo, más nos valdría esperar que la vida no nos dará las respuestas que tanto necesitamos, sino más bien nos ofrecerá el privilegio de pulir nuestras preguntas. Si, en verdad, necesitamos un Dios con quien podamos comprometer nuestra vida, nos convendría explorar el relativismo teológico y no el absolutismo moral.
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)