Sarlo, la valiente de la crítica que se animó a dar el gran salto
En una de sus clases de literatura argentina (habrá sido hacia 1995, quién sabe), Beatriz Sarlo hizo una afirmación general que se refería en realidad a ella misma. Era así: quien tuvo una formación en la literatura podrá ocuparse de cosas que no son literarias; en cambio, quien se formó, por ejemplo, estudiando la televisión, no podrá nunca ocuparse de la literatura ni de ninguna otra cosa. Ahora que la televisión no existe más, el lector podrá corregir la frase poniendo en su lugar lo que más le guste. La tarea de crítica y ensayística de Sarlo descansaba en esa presunción.
Todo era en Sarlo, para decirlo con palabras de Roland Barthes, su mayor maestro, un travail de langage, y no porque se sirviera simplemente del estudio de la literatura para otras variedades narrativas, como el cine o el teatro. No. Ella supo explotar el nervio de lenguaje que había en la pintura, en la música, en la ciudad. Muchos ensayistas y críticos saben esto, pero no todos se animaron a dar el salto que dio Sarlo, un salto que sorteó siempre el peligro del diletantismo. Fue probablemente la lectura devota de Barthes (sometido a él mismo a ese peligro) lo que la mantuvo a salvo de ese tropiezo. Por eso su campo de acción fue vastísimo y, a la vez, tan concentrado.
Si entendemos la valentía como la exposición voluntaria a una aventura de la que puede salirse derrotado, habría que concluir que Sarlo fue una valiente de la crítica, la más valiente que uno haya conocido; no le daba miedo medirse con objetos que podían estar por encima o por debajo de sus posibilidades iniciales (la música contemporánea, la política partidaria más rastrera) y, aunque no siempre resultó vencedora, esas caídas aumentaron el instrumental de su caja de herramientas teórica. En todo caso, esa curiosidad, esa apetencia insaciable hizo que no incurriera en las complacencias de la repetición, que eludiera la seguridad de ocuparse de lo que los demás esperaban que se ocupara. Sabía cuándo salir de un lugar y pasar a otro sin renegar del primero, y esa certidumbre explica por ejemplo la brusquedad con la que renunció a su cátedra de literatura argentina, o la decisión de dejar de publicar Punto de Vista, la revista en la que más nítidamente se recorta esa valentía y la manera que su lectura crítica de la literatura fue templándose en la fricción con esos otros lenguajes. Es tal vez en esas incursiones, antes que en los libros imprescindibles de gesto amplio, como Una modernidad periférica, donde más resplandece su sensibilidad crítica. Y este resplandor procede del necesario desajuste de toda crítica en serio (de todo crítico serio): Sarlo leyó lo “post” tan bien porque ella no era “post”. Le gustaba contar que un amigo le había sugerido que se hiciera imprimir tarjetas de visita que dijeran: “Beatriz Sarlo, moderna”.
La moderna Sarlo -por ser moderna- no hizo nunca agrupamientos por afinidades circunstanciales ni cedió a militancias berretas. Confiaba más bien en esas afinidades artísticas, menos evidentes acaso, pero que, en su lenta liberación, van provocando un cambio cultural irrecusable y verdadero. Lo que ella misma llamaba “frente estético”.
Hablábamos una vez del personalismo de Emmanuel Monier, el personalismo y la revista Esprit. Y hacía poco que, justamente, Sarlo había publicado en Revista de Cine un ensayo sobre el personalismo en André Bazin y las causas que lo llevaron a su proyecto sobre las iglesias románicas de Saintonge. Me dijo ella: “Ya ves, no es necesario ser católico para tener cierta familiaridad con estas ideas. Tengo diez o más años de Esprit en papel, junto a mis libros marxistas. Tampoco es necesario, en este caso, verse obligado a elegir”. A Sarlo le interesaba en grado sumo el pensamiento (eso que se llama mundo intelectual) porque sabía también que el pensamiento valiente (¿pero cuántos lo son realmente?) se abre siempre paso a la verdad. Así fue Beatriz.
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