Sarah Grilo, la artista tímida y secreta que sale a la conquista del mundo
Los agrupamientos (por generación, afinidades o incluso ocurrencias de terceros) son a veces necesarios, pero terminan por conspirar contra la singularidad del artista, que se pierde en los rasgos generales de la escuela. Quien vea ahora esa foto que, hacia 1960, alguien les tomó a Clorindo Testa, Kasuya Sakai, Miguel Ocampo, Sarah Grilo y José Antonio Fernández-Muro, su marido, notará que Grilo ocupa el centro del cuadro (todos posan en un rectángulo que hace de marco). Con el correr del tiempo su nombre quedaría sin embargo un poco postergado en comparación con los del resto. Esa especie de injusticia empezó a repararse hace un tiempo y posiblemente concluya ahora que La Galerie Lelong & Co., con sedes en París y Nueva York, representará la obra de Grilo. Lelong tiene también entre sus artistas a Alexander Calder, Joan Miró, Hélio Oiticica y Jean Dubuffet.
Durante años, fue Jorge Mara-La Ruche la galería que expuso y dio a conocer la obra de Grilo. En 2007, por ejemplo, el año mismo de la muerte de la artista, hubo una muestra inolvidable de ella y de Fernández-Muro, con un catálogo de referencia. Además, sin Mara, que antes le había vendido ya una pintura al MoMA, este acuerdo no habría sido posible sencillamente porque Jean Frémon, uno de los directores de Lelong, descubrió la obra de Grilo en el stand de la galería en Art Basel Miami. Se llegó después a un acuerdo con la familia de la artista y dentro de poco, del 13 de octubre al 17 de noviembre, Lelong exhibirá una selección de obras de Grilo sobre tela y papel bajo el título de Signos.
La idea de la reunión reflejada en esa foto de 1960 había sido de Jorge Romero Brest; él llamó al grupo para una muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes, que entonces dirigía. La crítica Marta Traba hizo notar en su momento que estos cinco artistas constituían "el equipo más serio y responsable con que ha contado la pintura argentina de esa generación". Entre ellos, Grilo pareció la más secreta, y también la más excepcional (aun cuando la excepción no tenga grados).
Pero las cosas venían de más lejos. Ya a mediados de los 50, había formado parte del grupo Artistas Modernos de la Argentina. Sobre Grilo, Aldo Pellegrini entendió enseguida que su obra abstracta se caracterizaba "no por el rigor sino por la sensibilidad". Esa distancia que separa la geometrización de una construcción guiada por el principio más indócil de lo sensible era ya evidente en la pintura (En Rojos), fechada en 1958 y actualmente en el Bellas Artes, en la que tenemos el principio de la superposición, de la capa, incluso en el gesto y en la materialidad.
Después de ganar la Beca Guggenheim en 1961, Grilo se instaló en Nueva York. Tal vez por efecto de los graffiti que allí vio (y los vio antes que nadie), de pronto empezaron a aparecer escrituras en su superficie. Pero no hay en ella ninguna transigencia ni con el pop ni con el hiperrealismo. Nada subisidiario hay en Grilo, todo en ella fue siempre propio. El signo sustituye a la geometría, la colorista deja paso a telas monocromas que evocan –lo dijo Manuel Mujica Lainez– "borroneadas inscripciones".
La originalidad de la obra de Grilo nos salta ahora a la vista de manera inmediata, pero es una de esas originalidades que no buscan la sorpresa fácil (tan al uso) sino que resulta del diálogo de mucho tiempo con una poética y de una transformación necesaria de esa misma poética que no dicta ninguna legalidad exterior a ella misma.
Los trabajos de Grilo en la etapa post-neoyorquina tienden al grafismo lingüísticamente significativo, cierto, pero sin llegar nunca plenamente a él, detenidos en eso que el crítico Damián Bayón llamó "escrituras incompletas". La ilegibilidad no proviene de una escritura incompleta sino de una escritura que se volvió jeroglífica a fuerza del ilusionismo de una erosión. Es algo que alguna vez pudimos leer y que ahora podemos apenas descifrar, e incluso Luis Pérez Oramas, del MoMA logró descifrar varias de esas inscripciones. Como sea, esa condición a medias legible –la esperanza de que podremos leer y extraer un sentido– es una de las tantas causas por las que los trabajos de Grilo nos mantienen siempre en vilo, en un umbral que se parece bastante a la inminencia.
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