Sandro de América
Ya nadie canta como él, ya nadie baila como él, ya nadie habla lento y alarga la u para decir tú, ternura, ni les habla a las mujeres para que griten, para que le pidan casamiento, para que le tiren las bombachas en la cara. No existe nadie. En dos días, el 19 de agosto, Sandro cumpliría 78 años y no queda nadie como él.
Quizá él pudiera decir lo mismo, que nunca existió. Fue un invento. Roberto Sánchez, nombre en el documento, creó a Sandro (así lo querían llamar sus padres -herencia húngara y gitana- pero el registro civil de la época no lo permitió) para que se dedicara a la música, para que le sacaran fotos, cigarrillo en mano, en boca, para que bebiera entre celebridades. Eran dos. Eso decía él.
Nació en 1945 en Valentín Alsina, sur del conurbano bonaerense, y mientras estudiaba en la escuela repartía en bicicleta vino en damajuana. A la par cantaba. Y fumaba. Escuchaba a Elvis Presley, que recién había estallado en EE.UU., y lo imitaba. Cantaba mientras pedaleaba, mientras descolgaba la ropa de la soga que cruzaba el patio del conventillo en que vivía, al bañarse, al prender un cigarrillo, al montarse el jopo con gomina y pasarse el peine una y otra y otra vez más. Era vanidoso, entusiasta, hijo cariñoso, pícaro. Un seductor de pantalones remachados.
A tocar la guitarra aprendió por decisión propia. Se acercó a un joven que sabía y le dijo que él quería también. Tradujo al español canciones de Elvis y arrancó. Al piano llegó después. Se imaginó y se inventó como un cuento. Armó bandas: Los caniches de Oklahoma, Los sombreros de copa, Los de fuego. En el escenario movía tanto la pelvis, los brazos, arriba, abajo, las rodillas adentro, afuera, con el sudor en las patillas, el pelo empapado de las ganas, que cantaba hermoso. Se apretaba el cuerpo en prendas de cuero primero y de raso después. Se ponía camisas y las dejaba abiertas. Incendiaba el aire. A las mujeres les gustaba tanto eso que para hacerlo mejor se hizo solista. Dejó el rock, se metió con las baladas y llegó a todos lados.
Se presentó en Viña del Mar en 1968; a los 25 fue el primer artista latino en el Madison Square Garden de Nueva York. Protagonizó películas, las dirigió. En todas fumó. Escribió canciones como “Te propongo”, “Penumbras”, “Ave de paso”. Lo llamaron El Elvis argentino, Gitano, mersa, astro, grasa, Sandro de América. Dijo: “Yo soy el dueño de tu fruto”; “Tu amor me condena a la dulce pena de sufrir”; “No quiero que me lloren cuando me vaya a la eternidad”. Cantó lento, entre pitada y pitada, poco afinado, tembloroso, con la pena en la garganta, siempre a punto de algo, de llorar, de confesarse, de querer, en ese borde. Le cantó a la mujer, a sus nenas (el club de fans), al sexo, al engaño, a los labios (él, que tenía esos labios), al dolor, a su madre querida. Estuvo en pareja con una vecina del barrio, con famosas, con enfermeras, con asistentes. Sandro nunca hablaba de eso, decía que era cosa de Roberto. Insistía con eso de las dos vidas. Debía ser más fácil pensarse doble que soportarse como uno.
Fumaba por dos. Una vez admitió que consumía 80 cigarrillos por día. En 1998, a los 53 años, le diagnosticaron enfisema pulmonar. Se había quemado por dentro. Ya había grabado más de 35 discos. Durante su último tiempo se mostró en bata roja sobre el escenario. Caminaba y tiraba de un carrito con un tanque de oxígeno para usarlo cuando lo necesitara. Cantaba con un micrófono que llevaba pegado un cañito porque ya no podía respirar. No tenía cuerpo. No era ni uno ni el otro. Y seguía.
Falleció un lunes de 2010 a los 64 y desde entonces no hay nadie como él. Nadie se mueve así ni usa las manos así ni se apoya sobre un piano así, empuñando una rosa, roja. Nadie lleva su sangre. No existe. Queda la voz, que aún se oye.