Salman Rushdie, alias Joseph Anton
Eligió el nombre combinando el de dos escritores: Joseph (por Conrad) y Anton (por Chejov). Cifrados de esa manera, los tendría, a modo de consuelo, en su fuero íntimo. Joseph Anton fue a partir de entonces el alias usado por Salman Rushdie para contactarse con el equipo policial armado que lo protegería tras haber ingresado, de un instante al otro, en una clandestinidad que duró décadas.
Después del criminal y extemporáneo ataque que sufrió hace unos días en Nueva York, algunos intelectuales propusieron leer un libro del escritor anglo-indio, hoy de nacionalidad estadounidense, como forma de protesta o reivindicación. Otros propusieron que le dieran el Premio Nobel, olvidándose de que en su momento el comité sueco le dio la espalda en una recordada y amarga polémica.
"Las memorias Joseph Anton permiten ponerse en los zapatos y compartir de primera mano su calvario"
Un argumento ético no tiene por qué traducirse en voluntarismo estético. Después de condenar lo evidente –el ataque atroz y medieval que sufrió–, a Rushdie deberían leerlo los que creen que pueden interesarles sus libros. O, eventualmente, los que quieran corroborar la imbecilidad de cualquier fundamentalismo: si acuden a Los versos satánicos encontrarán que no es gran cosa, ni siquiera en términos heréticos. De obligarse a una novela, lo natural sería recalar en el multipremiado Hijos de la medianoche, obra clave para la aceptación de la literatura poscolonial en el corazón del viejo imperio. Para un lector latinoamericano –más allá del interés de la historia, centrada en un personaje que nace en coincidencia con la independencia de la India–, sonará menos original que al oído inglés. Rushdie recuerda, con sus historias de aire milyunanochesco, a un seguidor algo demorado del realismo mágico que, además, leyó a Borges (hay otros ecos también, confesos, como el de Günter Grass).
Sin embargo, un título suyo apenas citado en estos días de semblanzas inevitables podría servir para solidarizarse de manera virtual con Rushdie. ¿Por qué? Porque permite ponerse en sus zapatos y compartir de primera mano su calvario. Y entender hasta qué punto su experiencia ha sido absurda y cruel. Se trata de sus memorias, razonablemente llamadas, en homenaje a aquel nombre falso, Joseph Anton. Una autobiografía, pero distante, como si el autor se hubiera convertido en otro: está narrada en tercera persona y por eso no faltan las referencias desconcertadas a su “antiguo yo”, el anterior a la fatwa del ayatollah Khomeini.
"Una periodista de la BBC –de cuyo nombre no puede acordarse– lo sorprendió con un llamado en febrero de 1989 para preguntarle qué opinaba de la condena a muerte emitida desde Teherán"
La cronología vital de los primeros cuarenta años de Rushdie –el nacimiento en Bombay, la familia, los estudios en Cambridge, el fracaso de sus intentos literarios iniciales, su primer matrimonio– consume, de hecho, apenas un centenar de páginas. ¿Qué nos espera en las seiscientas restantes, se pregunta el lector? Quien avisa no traiciona. El capítulo introductorio ya proponía una crónica minuciosa del día en que todo se trastocó de manera sísmica. Una periodista de la BBC –de cuyo nombre no puede acordarse– lo sorprendió con un llamado en febrero de 1989 para preguntarle qué opinaba de la condena a muerte emitida desde Teherán. “Era –pensó más tarde, cuando aquel mismo día le leyeron en una entrevista televisiva las exactas palabras de Khomeini– el edicto de un viejo cruel, moribundo”. En Irán ya surgían pancartas que mostraban la imagen del rostro del escritor con los ojos arrancados, “como en Los pájaros de Hitchcock”, mientras él asistía al oficio religioso por la muerte reciente de su amigo, el escritor viajero Bruce Chatwin. Solo una vez más dormiría en su casa. Todo el resto de lo que cuenta, a partir de ahí, no es literatura. O sí: porque el relato de esa vida escondida y nómade, con contadas y calculadas apariciones públicas, es también una inmensa novela de no ficción, sin eufemismos. Joseph Anton es un libro único, aunque Rushdie –nosotros también– hubiera preferido que le ahorraran el argumento.
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