ROMA.– El taxista se queja. Soy su cuarta pasajera del día y son las siete de la tarde. Está trabajando un 30% de lo que solía hacer en tiempos pre-Covid-19, cuenta, con su barbijo obligatorio y desde detrás de un panel de plástico. "Reconozco que es más agradable, hay menos tráfico, no hay caos, pero hasta que no vuelvan los turistas, esto está muerto", sentencia.
Roma ya no es lo que era. Es otra ciudad. La transformación ha sido dramática, de película. Es como si hubieran tirado una bomba neutrónica que solo mató a los bárbaros, es decir, a las hordas de turistas que solían invadirla y deformarla, contaminarla visualmente. Esos que bajaban de los megacruceros amarrados en el puerto de Civitaveccha, que usaban el mismo gorro, remera o bolso de agencia de viaje, con identificación colgada al cuello, con auriculares que los alejaban de la realidad ruidosa de Roma. Todos caminando en manada detrás de un guía enarbolando un paraguas o un palo, indispensable para no perderse.
La ausencia de los bárbaros –que nadie sabe cuánto durará– les ha dado a los romanos esa increíble oportunidad de volver a apropiarse de su ciudad
Sí, ya sé que pensarlo –y escribirlo– es absolutamente egoísta, porque se trata de una hecatombe para centenares de restaurantes, cafés, hoteles y demás actividades que se encuentran postradas. Pero la ausencia de los "bárbaros" –que nadie sabe cuánto durará– les ha dado a los romanos esa increíble oportunidad de volver a apropiarse de su ciudad, que hoy luce más linda que nunca.
Las plazas más emblemáticas –como Piazza Navona, Piazza Campo de’Fiori, Piazza di Spagna, Piazza del Popolo– han vuelto a su función primordial, el de ser plazas. Se ven niños del barrio que juegan o andan en bici –algo imposible antes, entre las turbas de turistas y los vendedores ambulantes– y vecinos sentados en sus bancos disfrutando ese paisaje único, leyendo el diario o un libro. "Es la Roma que nunca conocí, con una dimensión humana, con una dimensión hecha para sus habitantes, con el vecino que te saluda, más gentil, más provinciana, como la que me contaba mi abuela, que yo nunca había visto", dice mi amiga Raffaella, romana que siempre tuvo una relación amor-odio con su ciudad, pero que en esta primavera de 2020 marcada por el coronavirus la ha redescubierto en todo su esplendor.
Para contemplar esta Roma de rostro distinto, verdadero, más amigable, desconocido salvo para aquellos que solían levantarse al alba para disfrutarla, después del lockdown han reaparecido por sus callecitas otro tipo de turistas: los romanos de los barrios residenciales y de los suburbios que rodean el centro histórico, despoblado actualmente de sus residentes originarios (y repleto de Bed & Breakfast y Airbnb, ahora vacíos). También fueron desapareciendo las características botteghe de los artesanos, que ocupaban la Vía de los Cesteros, la Vía del Mármol y los ebanistas de la Vía del Orso, visitadas por los romanos de los barrios solo una vez al año, para la tradicional feria de Navidad y de la Befana, en Piazza Navona.
Pero ahora los turistas romanos han vuelto a apropiarse de su ciudad.
"¿Ves? Esta es la fuente de los cuatro ríos, de Bernini, símbolo del barroco romano, donde están representados los grandes ríos de los continentes de la Tierra: el Nilo, el Río de la Plata, el Danubio y el Ganges", le explica un padre a su hijito, a quien llevó a redescubrir la belleza de la Piazza Navona, que desolada es otra cosa –espectacular–, en una excursión en bici desde el barrio de Testaccio.
"¿Podés creer que Giacomo nunca fue al Coliseo? ¡Ahora que terminaron las clases –a distancia– los chicos pueden ir juntos y aprovechar que ahora no hay nadie!", me propone Verónica, la mamá de un amigo de mi hijo Juan Pablo, de 15 años. Él protesta, dice que ya fue varias veces al Coliseo, pero le retruco que es otra cosa ver el anfiteatro Flavio sin gente y sobre todo sin tener que hacer una cola kilométrica.
La misma lógica de aprovechar este momento único para Roma, ciudad abierta y liberada de bárbaros hace que muchas familias aprovechen estos tiempos para volver –y llevar a los chicos– a los Museos Vaticanos, a los Museos Capitolinos o a la Galleria Borghese, lugares normalmente invadidos. Cómo olvidar la última vez que lo acompañé a mi papá a los Museos Vaticanos, experiencia terrible, que culminó en una Capilla Sixtina imposible, arruinada por una cantidad de gente inaudita. "Vayámonos ya", ordenó entonces, no bien ingresamos a la capilla principal del Palacio Apostólico en medio de un mar de cabezas que impedía admirar los frescos de Miguel Ángel, Botticelli, Ghirlandaio y Perugino. Esa vez tuvimos una sensación de alivio al salir de los Museos Vaticanos.
Ahora la experiencia es totalmente distinta, lo opuesto. Al margen de barbijo y control de temperatura, es soñado recorrer los 6 kilómetros de galería de uno de los museos con más capolavori del mundo prácticamente solos. "Fuimos todos, las llevé a las chicas y quedaron encantadas. Es otra cosa que no haya nadie, un lujo", dice Ana, médica argentina que vive en Roma, que como muchos otros aprovechó y visitó los Museos Vaticanos con su familia.
La transformación de Roma también pasa por la aparición de centenares de monopatines eléctricos. Fueron puestos por la comuna para desincentivar el uso del transporte público. Los monopatines se han vuelto un peligro para los peatones. Sobre todo para aquellos que caminan distraídos, obnubilados por una ciudad más fascinante que antes, transformada también por la multiplicación de mesas en las veredas. Se recomienda, de hecho, comer o tomar algo al aire libre, donde hay menos posibilidad de contagio. Nada mejor para disfrutar aún más a esta Roma semidesierta, esencial, más linda que nunca.