Roberto Arlt, el escritor “dinamita” de la literatura argentina
A ochenta años de su muerte, su obra sigue despertando interés entre investigadores, narradores, directores de teatro, editores y lectores
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En diálogo con Ricardo Piglia, el actor y director Ricardo Bartís encontró la fórmula ideal para definir a Roberto Arlt (1900-1942). “Es un escritor extraordinario, es dinamita”, dijo en el ciclo televisivo Escenas de la novela argentina, este año convertido en libro por Eterna Cadencia. A 80 años de la muerte del autor de Los siete locos y Los lanzallamas, dos grandes obras del siglo pasado, la literatura de Arlt -como previó Piglia- se ramifica. Narrador, periodista, inventor, dramaturgo, uno de los primeros escritores profesionales de la literatura argentina y precursor de muchos otros, tuvo una vida tan breve como explosiva. Su huella se perpetúa no solo en reediciones sino en clases, tesis, series, películas y obras contemporáneas.
“Por su talento temerario, su desprolijidad, su comprensión visionaria de la atrocidad que estaba engendrando el siglo XX, Arlt es nuestro Philip Dick: genial, desastroso, irritante, torturado y torturante -dice a LA NACION la escritora y profesora Elsa Drucaroff-. Lo trabajé entre finales de los años 80 y de los 90. Era y soy feminista; leí con ojos políticos de mujer y entendí que las lecturas que la izquierda argentina había hecho de Arlt, incluso las brillantes (Viñas, Masotta, Piglia) caían en las trampas que Arlt había tendido. En 1998 publiqué un ensayo que mostraba cómo su obra se escudaba en la prestigiosa rebeldía antiburguesa para dar rienda suelta a una profunda y doliente misoginia, la rabia de un varón humillado, la genialidad oscura que nace del resentimiento cuando el resentido es genial”.
En septiembre, Letras del Sur lanzará la nueva edición de Fémina infame. Género y clase en Roberto Arlt, donde Drucaroff analiza los personajes femeninos del autor de El jorobadito. “Era un ensayo feminista en tiempos en que en la crítica argentina había muy pocas feministas; para reducir los daños, muchas evitaban esa ‘mala palabra’, suavizándola bajo la pulcritud académica de los ‘estudios de género’ -ironiza la autora-. Reconocerse feminista era recibir burla y agresión; encima, mi ensayo sobre Arlt era marxista cuando a Marx se lo tiraba al desván con argumentos postmo y la estúpida ‘evidencia’ de que la democracia capitalista era el paraíso. Mi ensayo fue poco leído; una vez lo nombró la prestigiosa revista El Ojo Mocho para deplorar su feminismo”.
Drucaroff se declaró “arlta” de Arlt. “Enamorada, furiosa -dice-. Su escritura construía con transparencia impúdica la ferocidad del deseo y el odio contra las mujeres, cada poro de su imaginación segregaba contradicciones poco disimuladas, mentía mal con el talento del que sabe a pesar suyo. Entonces Arlt volvió a mí como personaje de novela: es el Loco Godofredo [el nombre completo del escritor era Roberto Emilio Godofredo Arlt] de El infierno prometido, uno de mis personajes más amados, y eso que amé a todos”. El sello Marea acaba de reeditar esta novela que narra la historia de una joven judía que, en la década de 1920, escapa hacia Buenos Aires y es cooptada por una red de trata. “Hoy, a ochenta años de su muerte, ni el feminismo es vergonzoso ni el marxismo está en el desván. Hoy el capitalismo nos lleva a la catástrofe y las feministas demostramos la omnipresencia del odio patriarcal. Ni el Arlt leído ni el ficcional murieron. Radicalmente incómodos, políticamente insoportables, siguen arrancando las vendas de las llagas de las guerras de género y de clase”.
La editorial de la librería Hernández, por su parte, continúa con la reedición de la obra periodística de Arlt. En mayo se publicó Aguafuertes de viaje. Uruguay y Brasil, con las crónicas que escribió para el diario El Mundo a inicios de 1930, en un viaje de tres meses por Montevideo y Río de Janeiro, donde lo sorprendió la noticia de que había ganado el tercer premio del Concurso Literario Municipal por Los siete locos. El volumen incluye una presentación de la investigadora Sylvia Saítta y otra del escritor Julián Berenguel, “Roberto Arlt, cronista en Sudamérica”, además de la reproducción de algunas de las aguafuertes publicadas por El Mundo y una serie de notas periodísticas que informan sobre su “gira”.
Saítta es autora de El escritor en el bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt y de varios ensayos sobre la obra del escritor. “La reedición de sus libros habla de la vigencia y la actualidad de una literatura que continúa hablando del presente; de obras de teatro, crónicas y relatos que pueden ser leídos en el marco de enunciación en el que fueron escritos y publicados, pero que iluminan problemáticas que trascienden su momento histórico: el conflicto entre los géneros, los vínculos entre el arte y la política, la dimensión disruptiva de la imaginación cultural, los efectos sociales de la distribución desigual de bienes materiales y simbólicos”, dice Saítta a este diario.
La doctora en Letras e investigadora del Conicet Claudia Roman dirige la colección de las crónicas artlianas en Hernández. “Desde mayo de 1928, cuando ingresó como cronista al diario El Mundo, hasta su muerte, el 26 de julio de 1942, Arlt escribió, a diario, una nota para su propia sección, ‘Aguafuertes porteñas’ -dice-. Esas notas ocupan un lugar singular en la literatura argentina. Ya en su título, que remite a la tinta y al ácido, hay un programa estético: Arlt escribe, para decirlo en sus palabras, en las ‘redacciones estrepitosas’, ‘bajo la presión de la columna diaria’ y encuentra que también ahí es posible ‘hacer estilo’: el suyo”. En Clases de literatura argentina y Escenas de la novela argentina, Beatriz Sarlo y Ricardo Piglia, respectivamente, muestran el modo de construcción -agresivo y tenso- del estilo artliano.
“Se dice de mí que escribo mal -se lee en prólogo de Los lanzallamas-. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias. Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada”.
Aquellos que hoy abominan del uso excesivo de la primera persona en la crónica periodística se caerían al suelo al leer los textos de Arlt en El Mundo. “Las aguafuertes se detienen en personajes a la vez extravagantes y familiares, o exploran rincones transitadísimos pero desatendidos -prosigue Roman-. El eje de ese caleidoscopio vertiginoso es siempre el mismo: un personaje, Arlt. Infaltablemente presente, en primer plano y en primera persona, conversando con el público y con sus personajes, Arlt se despliega en mil posibilidades como cronista de la Buenos Aires moderna y desde allí, del mundo. Ese personaje se sobreimprime a sus novelas, cuentos y obras teatrales, y es el que abre, quizá, la posibilidad de ese narrador imposible, el ‘Comentador’ que trastoca la narración de Los siete locos y Los lanzallamas. Es, por último, aquel que nos ofrece sus palabras para imaginar al Arlt que creemos conocer, al que sin duda recordamos”.
En su afán por ganar dinero -según recordaba Piglia con insistencia- Arlt se dedicó a escribir obras de teatro a partir de 1930 y hasta su muerte (Bartís las considera “bastante menos interesantes que sus novelas” e “ingenuas”). Noventa años atrás, se estrenó en el Teatro del Pueblo, de Leónidas Barletta, uno de sus dramas teatrales más conocidos, 300 millones, en el que Sofía, una trabajadora doméstica, sueña que vive una vida fabulosa y rocambolesca luego de heredar trescientos millones. Para escribirla Arlt se basó en una crónica suya publicada en el diario Crítica, donde investiga el suicidio de una joven sirvienta española. En Pajarita, que se puede ver hasta finales de agosto, los viernes, a las 20, en el Teatro del Pueblo (Lavalle 3636), el dramaturgo y director teatral Guillermo Parodi y los intérpretes Lorena Szekely y Pablo Mariuzzi, recrean la historia de ese personaje femenino creado (y condenado) por Arlt.
Una crónica de Roberto Arlt
Sensación de viaje
Es curioso: he arreglado mis maletas (dos maletas: la más grande contiene papeles y manuscritos de dos novelas y cuentos que preparo; la más chica, la ropa) y todavía no tengo la sensación del viaje. Del viaje en transatlántico. Cierto es que he viajado por los riachos del Tigre, en un chinchorrito; pero de una barquizuela con motor a nafta, y un paquete que desplaza 22.000 toneladas como el “Asturias”, debe mediar alguna diferencia. Así creo yo.
Y aunque quiero imaginarme lo que pensaré a bordo, lo que experimentaré en sensaciones, no hay caso. Sé que me voy, pero de eso a la “sensación del viaje”, hay un trecho demasiado largo.
Hoy he merodeado por los parajes donde había andado cuando he sido purrete. He saludado a viejos amigos. He pasado frente a lugares donde no viví, ciertamente, momentos agradables. ¡Nada! El corazón ha permanecido tranquilo, y esa pena que hace años me imaginaba que experimenta el viajero al irse, no ha aparecido en mí. Y lo más grave es que no puedo hacer la comedia de la tristeza y decir pavadas. ¡Irse!… Yo, todavía, no sé lo que es irse. Dicen que los viajes cambian a las personas, que un viaje es bueno para la inteligencia. Puede ser… Pero ya le he perdido confianza a los lugares comunes que se estilan en los trances de la vida.
Lo único que sé es que voy a trabajar, vaya a donde vaya. La única válvula de escape que tengo en la vida es eso: escribir. El agrado que recibo es este: saber que me leen. Y lo demás me deja frío. ¿Qué el viaje me encanta?
¡Es claro! ¿A quién no le va a agradar? Después espero conocer más vidas, más novelas reales. Debe haber rincones maravillosos en las distancias, psicologías estupendas, tipos que todavía no los ha imaginado ningún cerebro. En todo esto hay una coincidencia curiosa. Hace diez años justos, salí para la provincia de Córdoba. Ese viaje tuvo efectos decisivos en mi destino.
Hoy, en el aniversario de aquella partida, salgo del país. Hay momentos en que me inclino a creer que una mano misteriosa rige la vida del hombre.
Recuerdo que en el famoso invierno del ‘17 o el ‘18, cuando nevó en Buenos Aires, un telegrafista aventurero y muerto de hambre, que por todo equipaje tenía una cajita de cartón con dos pañuelos y una camisa rota, y además una espada de no sé qué héroe apócrifo de la independencia, me hizo el horóscopo de que atravesaría el mar, y de que caminaría por tierras exóticas. No sé por qué ahora me ha venido a la memoria la estampa de ese enlutado charlatán, que en un cuarto polvoriento esgrimía sobre mi cabeza la espada para “ahuyentar los malos espíritus”, como él decía.
Esta noche a las diez. Faltan unas cuantas horas. Posiblemente escriba otra nota. Sí; si tengo tiempo dejaré una nota hecha para el martes. Menos mal que no hago el viaje en día martes, porque el proverbio ya dice: “En martes no te cases ni te embarques”.
¡Ah! ¡Qué mal educado soy! Muchas gracias, otra vez, por las palabras cordiales que se han molestado en escribirme.
“Au revoir”! ¡Hasta la vista!
El Mundo, 10 de marzo de 1930
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