Alguien tenía que decirlo. Wilson dos Santos, empleado de un mercado en Ipanema, no tuvo pelos en la lengua para hacerlo. ¿Se puede disfrutar en tiempos de pandemia? ¿Es moralmente aceptable reconocerlo? Aunque pueda herir susceptibilidades, él cree que sí, se puede.
"Esto estaba lleno antes", me dijo, sentado en la costanera de la playa, mientras se acomodaba el barbijo. Interrumpí a Dos Santos, 32 años, flaco, tez oscura, mientras conversaba con dos compañeros de trabajo en uno de los lugares habitualmente más concurridos por turistas, cualquier día del año, en la zona sur de la ciudad.
Pero desde hace más de tres meses, Río de Janeiro (el mundo) entró en un paréntesis. La alcaldía restringió el acceso a las playas, las atracciones turísticas, los restaurantes y la mayoría de los comercios fueron obligados a cerrar. Las fronteras brasileñas se limitaron. Poco a poco, la ciudad se fue vaciando y los hoteles cerraron las puertas debido a la falta de demanda. Río de Janeiro, la principal tarjeta postal de Brasil que solo para la celebración de Año Nuevo recibe cerca de dos millones de visitas, se transformó en una ciudad apenas para los cariocas.
Poco a poco, la ciudad se fue vaciando y los hoteles cerraron las puertas debido a la falta de demanda
Dos Santos descubrió en la pandemia un pequeño placer cotidiano. Cada día, come rápidamente su almuerzo para dedicar parte de su tiempo a caminar hasta la playa –prácticamente vacía–, sentarse en la costanera y respirar profundo. Esperar a que lo peor pase. Y en ese mientras tanto, también disfrutar. "Venir unos minutos, estar tranquilo y tomar aire es muy bueno. Da energía para el resto del día", confesó Dos Santos. En tiempos difíciles, muchos cariocas como él aprovechan una ciudad vacía para reapropiarse de ella.
Mientras caminaba por la costanera de Ipanema percibí otra rareza en estos días de Covid-19: el portugués volvió a ser la lengua predominante. Tomado por turistas los 365 días del año, en cada esquina del barrio es más fácil escuchar una conversación en inglés que en la lengua madre de Brasil.
El coronavirus causó un daño mayúsculo a Brasil, segundo país del mundo con más contagios y muertes, que supera lo sanitario. El Covid-19 impactó sobre algunos lugares icónicos de la ciudad, como el bar Garota de Ipanema, al que le arrebató la fama. Nadie más se detiene para una foto en la esquina de las calles Vinicius de Moraes y Prudente de Morais, donde según se cuenta Vinicius y Tom Jobim compusieron la canción más famosa de Río que dio nombre al lugar.
La ciencia y el mundo entero se desviven por anunciar la confirmación de una vacuna que nos inmunice del virus. Dos de las vacunas más promisorias van a ser probadas en Brasil, pero los cariocas, con fama de astutos, parecen haberse adelantado. Solos o en familia, muchos caminan despreocupados, sin barbijos, aparentemente inmunes a los contagios y a las estadísticas que por estas horas reflejan una muerte por minuto todos los días por coronavirus en el mayor país de América Latina.
La sensación de que lo peor pasó cobra fuerza. Mientras infectólogos advierten que la curva de contagios y muertes decrece en la ciudad, advierten, en simultáneo, los riesgos de volver a las calles en masa rápidamente. Pero Río es una ciudad de oídos sordos. Lo vi en los cada vez más nutridos grupos de runners despreocupados, sin barbijo. En parejas mayores y familias con hijos pequeños en brazos. También lo reparé en una madre que jugaba con su hijo pequeño, en la arena, y atajaba pelotazos en un arco imaginario.
Poco a poco, las playas de la zona sur de la ciudad comienzan a poblarse, desobedeciendo las normas impuestas por el gobierno. Las principales atracciones turísticas siguen cerradas. Dicen los cariocas, acostumbrados a reírse de sus propias desgracias, que el Cristo Redentor, hábil, se fue a la cima de un morro para mantenerse aislado y no contraer el coronavirus. El 18 de marzo el gobierno del estado cerró el acceso al morro del Corcovado, donde yace la estatua de 30 metros y también del teleférico de Pan de Azúcar, la otra atracción importante de la ciudad.
No solo cariocas ignotos sacan provecho de una ciudad vacía. Todos los hoteles debieron cerrar, a medida que los visitantes dejaban la ciudad. Algunos pocos quedaron con un servicio mínimo de limpieza y de cocina, obligados a atender a quienes viven permanentemente. Así, el lujoso hotel Copacabana Palace, que en sus casi 100 años de historia tuvo entre sus huéspedes a personalidades como Janis Joplin o los Rolling Stones, cerró para convertirse en la casa del cantante Jorge Ben Jor. Vecino del hotel hace dos años, el cantante de 74 años quedó como el único huésped en las más de 200 habitaciones.
Nadie sabe cuál será el saldo final de la pandemia. Los indicadores sanitarios empiezan a mostrar que el virus comienza a darle una tregua a Río de Janeiro. El impacto económico, sin embargo, promete extenderse por un largo período. Empresarios y trabajadores del sector turístico lamentan que el daño ocasionado por la falta de medidas de contención del brote demorará la vuelta a una cierta normalidad, que llegaría en último lugar para el turismo.
Lejos de los hospitales, de las muertes y del desempleo, hay una realidad que aunque cause pudor, no puede esconderse. Como Dos Santos y Ben Jor, algunos cariocas piden que les presten la ciudad, al menos, por un rato más.
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