La historia detrás de la historia. Riesgos y privilegios de un perseguidor de Charly García
Charly perdió el vuelo a Córdoba y todavía está en su casa. Ya le dije a Norita que lo suba al próximo avión. Vamos a buscarlo al aeropuerto con la limusina”.
“Hola, Sebastián, soy Charly, venite ya para el hotel Panamericano”.
“Entiendo que hace dos horas estás esperándolo, pero Charly está durmiendo. Hoy ya no va a hacer la nota”.
“No, al final la nota no va a ser en su casa, Charly se fue al Faena, dice que vayas para allá”.
“Hace tres días que no tenemos idea de dónde está Charly… ¿estás seguro de que tenías una entrevista con él hoy?”
“¡Se despertó el monstruo! Dice Charly que pases a la habitación así le hacés la nota en su cama”.
Nunca es sencillo entrevistar a Charly García. Pero siempre vale la pena. Imprevisible como su magnífica obra, en la previa hay aventura, riesgo, adrenalina, suspenso, una gran cantidad de condimentos extra como para adornar cualquier crónica fantástica –aunque en muchas ocasiones irreproducibles en un diario o revista– y, al final, siempre un hombre con algo interesante para decir. Incluso en sus peores momentos, García fue un entrevistado que cualquier periodista desearía tener mano a mano.
Tenía 24 años la primera vez, en 1998. El editor del suplemento Espectáculos de LA NACION me preguntó si me animaba a perseguir a Charly durante una semana en Santiago de Chile y, más allá de cubrir el ciclo de conciertos que iba a dar en la capital chilena, conseguir una nota con el recientemente rebautizado Say No More. Y ahí fui, con un poco de pánico, pero sabiendo también que era una oportunidad única. No había ni mánager ni jefe de prensa de por medio, apenas el contacto con el productor argentino que lo había llevado del otro lado de la cordillera de Los Andes y una habitación en el mismo hotel donde se alojaba con su banda. Pero la suerte o el destino estuvieron de mi lado y al llegar a Santiago me topé con un ángel guardián llamado María Gabriela Epúmer, que con su habitual calidez –y me imagino que con algo de pena por el novato que habían mandado a cazar a la bestia– me abrió las puertas de las pruebas de sonido, de los camarines, de alguna cena junto a los músicos y, también, terció para que, el último día, horas antes del último show, me diera la entrevista confortablemente sentado en su hábitat natural: la cama de una habitación de hotel en estado García puro, con teclados aquí y allá, botellas de whisky semivacías sobre las sábanas, notas escritas a mano con futuras nuevas composiciones por el piso, platos repletos de colillas de cigarrillos y un televisor encendido pero sin volumen.
De allí en más, veinte años viviendo las mil y una peripecias persiguiendo a Charly. Aquella madrugada en limusina desde Cosquín hasta Córdoba capital, junto a su manager, para buscarlo en el aeropuerto y, de allí, directo al escenario de Cosquín Rock; horas de espera en el living “pelado” de su departamento de Coronel Díaz, mientras “el hombre” seguía durmiendo en la habitación; el llamado nocturno a la redacción del mismísimo Charly que, luego de confirmar y reprogramar la entrevista todos los días, durante una semana, me invitó (me ordenó) a que fuera “ya mismo” al hotel donde se había mudado por una temporada, en medio de una de sus peores crisis económicas y personales, para hacerme escuchar en un reproductor de DVD las canciones de Kill Gil.
Y también, claro, la famosa jornada de su piletazo desde un noveno piso de un hotel mendocino, a la mañana siguiente de su concierto junto a Mercedes Sosa en el marco de un festival institucional que había ido a cubrir también para este diario. Me enteré de lo que había ocurrido subiéndome al avión de regreso a Buenos Aires, lo que me implicó las peores dos horas de vuelo de mi vida profesional, maldiciendo una y otra vez no haber tenido el pasaje de vuelta para más tarde y, de esa manera, haber podido estar en el lugar de los hechos, corriendo detrás de Charly, tratando de conseguir alguna declaración acerca de lo que, sin dudas, era la noticia del día y la leyenda del futuro.
Hubo más, mucho más. Con García siempre hay más: ayer cumplió 70 años. Y siempre hubo que estar dispuesto a dejar todo lo que uno estuviera haciendo cuando sonaba la Charlyseñal. A la hora que fuera, donde estuviera. Pequeños sacrificios ampliamente reembolsados no solo por una nota exclusiva con la palabra del genio del oído absoluto y uno de los músicos populares más relevantes del país, sino también por ocasionales miniconciertos para un solo espectador –yo– en salas de ensayo o en camas en llamas. Privilegios de esta profesión de alto riesgo que me ha tocado: perseguidor de Charly García.
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