Ricardo Piglia: maestro de la ficción, último lector y crítico de la literatura argentina
Puede ser que, como creía Borges, sea más civilizado leer que escribir. Si esto fuera cierto, Ricardo Piglia habrá sido el escritor más civilizado de esta época. Además de sus cuentos, sus novelas y sus ensayos, Piglia nos dejó una certidumbre: que hacer literatura era discutir la literatura y por eso, al mismo tiempo y de modo inseparable, ejercer la crítica. Crítica y ficción, así se llama uno de sus libros cruciales -ése que incluye las insoslayables "Tesis sobre el cuento"- y ese título es una definición posible de toda su poética. No por nada su amigo el músico Gerardo Gandini, con quien hizo la ópera La ciudad ausente, sobre la base de su novela del mismo nombre, insistía en darles a sus alumnos ese libro como único manual de composición. Sin ir más lejos, Respiración artificial, su primera novela, de 1980, es por parte iguales una ficción y una lectura crítica radical de la literatura argentina. Es más, podría decirse que su influjo fue decisivo sobre todo por el modo en que propuso una relectura originalísima de la literatura argentina, un reordenamiento de su canon en el que Borges era "el mejor escritor del siglo XIX", y en el que se le confería una posición central a Roberto Arlt y al polaco Witold Gombrowicz. Fue el mayor lector (¿el último?) porque se dio cuenta, en la senda justamente de Borges, de que la ficción no depende sólo de quien la construye sino de quien la lee.
Ayer a la tarde, Piglia murió de un paro cardíaco en su casa de Palermo, después de atravesar con enorme lucidez y heroísmo la esclerosis lateral amiotrófica que lo castigó desde principios de 2014. Un poco irónicamente, decía que siempre había pedido tiempo para escribir y que ese tiempo se le había concedido bajo la forma de una enfermedad que lo obligaba a una actividad puertas adentro. Piglia aprovechó ese tiempo (¿cómo no pensar en el cuento "El milagro secreto", de Borges?) y la reclusión obligada le sirvió para terminar algunas recopilaciones (Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh y La forma inicial) pero sobre todo para revisar sus diarios, que terminó de atribuir al nombre de Emilio Renzi, su personaje de siempre.
En este último tiempo le llegaron también los premios, ante todo el Formentor, que habían recibido también dos escritores a los que admiraba sin atenuantes: Borges y Beckett. Fue Carlota Pedersen, nieta de Marta Eguía -su pareja-, la que recibió el reconocimiento junto a su amigo, el editor español Jorge Herralde.
Vida y ficción
Piglia había nacido en Adrogué el 24 de noviembre de 1940. Estudió historia en La Plata, pero pronto fue solicitado por otras tramas. De la lectura del alto modernismo (Kafka, Joyce) pasó a la literatura norteamericana y al policial duro, que ayudó a difundir en los años 70 con la colección Serie Negra.
Los libros de Piglia fueron saliendo entre grandes lapsos (tendía a espaciar mucho sus publicaciones) y las apariciones, con poco más dos años de diferencia, de las novelas Blanco nocturno (2010) y el El camino de Ida (2013) fueron una excepción. Habrá influido en esta singularidad el final de sus compromisos en la Universidad de Princeton, donde dictó clases durante quince años y de la que se jubiló en 2010. Piglia, el hombre reticente, había ocupado de pronto el centro del canon. En la literatura post-borgeana, su nombre está en el canon al lado del de Juan José Saer (su amigo, que le dedicó La pesquisa), César Aira y Fogwill. Cada uno tendrá sus preferencias, pero el lugar es ya indisputable.
Del mismo modo que en sus cuentos, Piglia diluyó los límites entre ficción y crítica, Los diarios de Emilio Renzi, de los que se salieron hasta ahora dos tomos de los tres previstos, diluye los límites entre ficción y vida.
Cuando publicó Nombre falso, en 1975, Piglia incluyó una nota preliminar en la que decía lo siguiente sobre la unidad de los relatos que lo integraban: "Escribí los relatos de este libro (salvo uno) en 1975. En aquel tiempo vivía en un departamento de la calle Sarmiento, frente al viejo mercado de Montevideo, y cuando pienso en estos cuentos me acuerdo de una ventana que daba a un patio. Supongo que el hecho de haberlos escrito mirando cada tanto la luz de esa ventana les da para mí cierta unidad: como si las historias hubieran estado ahí, del otro lado del vidrio". Y en una entrada de su diario de 1969, se lee lo siguiente: "Tampoco me gustan los estilos afectados que circulan en la narrativa de mi generación: todos escriben con la voz de otro (sobre todo la de Borges, Onetti y Cortázar); por mi lado, a pesar de todo, una voz propia que no será necesariamente la mía, es decir, la que uso en la vida. Escribir con la sinceridad de un sujeto al que no conozco y que sólo aparece -o se asoma- cuando escribo". Esto había quedado claro en una anotación de 1965: "La invasión no tiene nada que ver con Borges. Nada tampoco con Cortázar, la otra plaga. Temáticamente la influencia es Arlt, demasiadas delaciones". De ahí al "Homenaje a Roberto Arlt" de Nombre falso no hay más que un paso.
Piglia también escribió con la voz de otro, pero de otro que él mismo se inventó. Sabía trastornar las atribuciones de la misma manera que podía enloquecer la sintaxis.
Una de las teorías más fuertes de Piglia fue la de las "dos historias"; es decir que, como Borges, leemos una cosa y, al final, resulta que la historia que leíamos era diferente, iluminada desde el final. Lo mismo pasa con su vida. Él también hizo de su vida una ficción doble: la que conocíamos y la que él contaba. Es irrelevante separar una de la otra porque, como en los cuentos, son una unidad indivisible.
La lección del maestro
Nadie hablaba mejor que Piglia. Sus clases, cuando se transcribían, daban un texto limpio, sin vacilación ni redundancia. La charla adoptaba para él la forma de un pensamiento que iba desplegándose en voz alta. Esto lo sabe cualquiera que haya escuchado alguna de esas clases, que además se hicieron públicas con las conferencias sobre Borges que se transmitieron por televisión.
Era un aforista agudo ("A Madame Bovary le hubiera gustado leer Madame Bovary"; "Narrar es como jugar al póker: el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se dice la verdad") y, en la charla privada, tenía la misma generosidad de las clases: participaba sus iluminaciones como si fueran del interlocutor. Esas iluminaciones tenían un núcleo recurrente: la reflexión. O, para decirlo de otra manera, que a esta altura de la historia no puede haber asombro sin conocimiento.
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