Reunión de estrellas al pie de ese ídolo cuyo nombre es Oscar
Por Antonio Di Benedetto
Hollywood.– De igual modo que su máquina se habitúa tenazmente a que las teclas escriban Oscar, todo periodista de cine lleva ese nombre, en su vocabulario, como una fijación. En países lejanos de los Estados Unidos se conoce del Oscar lo que de él puede saberse de oídas y de leídas, y un día por sí mismo valora la película, la actuación o el argumento que circula con su prestigiosa custodia y recomendación; pero ahí se queda.
Asistir al proceso con que culmina el otorgamiento de los Oscar implica complacer una curiosidad profesional; trasladar los apuntes al lector representa el ánimo de documentar, para este, uno de los acontecimientos mayores de la cinematografía mundial.
Mi reseña corresponde a la distribución en que fue ganador el film Mi bella dama y que, por ejemplo, hizo decir a Army Archerd en Variety: "La pasada noche de premios de la Academia fue la mejor que hemos cubierto en veinte años de nuestro diario trajín. Todos los ingredientes de un alto entretenimiento estaban allí, bien presentados: drama, suspenso, sentimiento, música, glamour, comedia y Bob Hope. Ante ello, nos inclinamos profundamente".
Tomado ese texto como promedio de la apreciación que suscitó en las publicaciones especializadas, es prudente advertir que la comparación, respecto de los otros diecinueve años, tiene que ser válida, si Archerd da fe; pero que su párrafo con el enunciado es una exageración.
Cualquier semejanza...
Toda suposición de que esta competencia guarda semejanza con los festivales (Cannes, Venecia, Berlín, etc.) es errónea y pasible de controversia. De sus veintisiete premios, veintiséis están reservados al cine de habla inglesa. (Entiéndase para el caso, sección geográfica norteamericana, con algunas ilustres excepciones, como Hamlet, de Gran Bretaña, en 1948.) Los festivales son integralmente internacionales y comprenden la exhibición, ante jurados, periodistas y delegaciones artísticas y técnicas, de todas las películas en concurso en dos o tres semanas con reuniones de teóricos y críticos, productores y directores, abundantes conferencias de prensa, recepciones, paseos y actos culturales paralelos. Los dos mil ochocientos miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood votan por correo, en dos etapas que este año cubrieron el lapso del 28 de enero al 27 de marzo; pueden asistir a funciones especiales, sin aparato alguno, para revalorizar finalistas y por último el proceso se agota en un día. La concurrencia extranjera se constriñe a los responsables de los cinco films de idioma no inglés con mayor cantidad de sufragios, uno de los cuales tendrá el Oscar veintisiete.
Paraguas, Bergman, Israel
Con los extranjeros se produjo el primer encuentro general y colectivo de miembros de la Academia y representantes del periodismo, en el Beverly Hills Hotel.
Tenía que estar, pero no estuvo, Carlo Ponti, porque su película Ayer, hoy y mañana era candidata, la más firme y al fin ganadora, pese a ser un producto inferior a sus oponentes La mujer de las dunas, del Japón, y Los paraguas de Cherburgo, de Francia, estas en desventaja, porque han tenido menor exhibición comercial y los votantes no acuden mucho a las funciones especiales, se pronuncian nomás por lo que vieron, como espectadores corrientes, en el curso del año.
Como la mañana era lluviosa, y confinó al Persian Room el desayuno que debió servirse junto a la piscina, Jacques Demy se hizo objeto de la broma fácil que confundía Los paraguas de Cherburgo con Los paraguas de California.
Su colega Hiroshi Teshigahara me explicó que si La mujer de las dunas resulta distinta de las repeticiones en que incurre el cine nipón es porque él tiene una productora independiente. Su independencia de Ingmar Bergman sostuvo el concurrente sueco Bo Widerberg (El barrio del cuervo), quien se declaró ajeno a las preocupaciones trascendentes de aquel gran creador y me dijo que más le importan las relaciones humanas. Menahem Golan, productor y director, y Topol, actor, me hablaron con fervor y alegría de cómo crece en Israel el cine. Que el film Sallah llegara a finalista en Hollywood es una evidencia.
Cosas de mar y cielo
Al otro día, cuando el programa para los extranjeros siguió entre los juguetes de Disneyland, la lluvia se reiteró inhospitalaria.
No obstante, veinticuatro horas más tarde las nubes se replegaban cortésmente para la fiesta de Hollywood, que no se hizo en Hollywood, sino colinas por medio, en Santa Mónica, junto al océano, apenas consolado de la soledad en que lo sume la noche por el compañerismo de la media luna del naciente. Pretendía ser más dueño del cielo que ella un dirigible de bolsillo que iba poniendo amenos mensajes en el aire con un sistema eléctrico adosado a su caparazón.
Junto a un super-scar dorado, el Santa Monica Civic Auditorium afichaba: "37th Annual Academy Awards", y entonces uno echaba cuentas y podía acordarse de que esto empezó en 1928, cuando fue premiado aquel enorme artista que era Emil Jannings.
Chillantes teenagers
Los invitados desembarcaban a cincuenta metros –de alfombra roja y cordones policiales– y antes de llegar a las puertas de vidrio del Civic Auditorium si eran intérpretes de alguna popularidad tenían que saludar desde un pedestal con micrófonos y entenderse como pudieran con las chicas pedidoras de autógrafos de las tribunas laterales. Chillaban, chirriaban, estaban contentísimas, frenéticas, las teenagers (cuya edad se cuenta con los cardinales terminados en teen: trece a diecinueve): adhesivos pantalones, melenas suaves, largas y sueltas, cámaras fotográficas sensitivas y ultrasónicas, televisores de mano en los que veían lo mismo que vivo tenían delante.
El suyo fue el único desborde de los Academy Awards. Ni el vestuario de las estrellas irrumpió con las fantasías y licencias de los Festivales, indiferente, por cierto, a la tendencia preconizada estos días desde Nueva York: recortes rectangulares a nivel de la cintura adelante, que muestren como una ventana el correspondiente sector del cuerpo. Líneas sobrias de elegancia, con pieles, gasas, bordados, perlas aplicadas y a lo más un pronunciado escote. Una referencia difícil de constatar, por falta de una balanza a mano: el vestido de Debbie Reynolds, parcialmente hecho de cobre, pesaba veinte kilos.
Meditación e impiedad
Venían de a uno o de a dos, espaciadamente, a favor de las fotografías y la codiciada estridencia y conmoción de las muchachas. Dick Van Dyke permaneció cuanto quiso –no se paraba de festejarlo– haciendo mímica y chistes a costa de su cuello almidonado y demás galas.
Pero otros pasaban apenas recogidos por las miradas adultas, acaso meditativas y melancólicas. Son los que venían de algo parecido al fondo del pasado, decaída en las estrellas la felicidad de la piel (oh, el arrugado rostro de Ginger Rogers), en indisciplinado abandono el cuerpo de algunos astros (increíble obesidad de Buster Keaton).
La edad se les vino encima y ha enturbiado la imagen radiante proyectada desde la memoria de alguna fama: su época (Francis X. Bushman, cine mudo), su Oscar (Greer Garson, Rosa de abolengo, 1942), quizá su talento o al menos "su momento". Era, sin embargo, una especie de impiedad que recrudecía en sus efectos ante el contraste del triunfo sin esfuerzo, en el desfile, del resplandor de las figuritas que por ahora son semilla nada más, Sue Lyon, Ann-Margret, etc. Pero... ¡es la juventud! Fausto lo entiende.
The winner is...
Un decorado estable de arcos superpuestos, dócil a las modificaciones parciales, escasamente imaginativo y de luces uniformes y sin sugestión, proveyó Joe Pasternak productor para el show de danzas y canciones –la mayoría, de los cinco films en expectativa– que con el afortunado retorno musical de Judy Garland y la conducción reidera de Bob Hope, apuntalado por siete libretistas, cubrió los espacios entre Oscar y Oscar.
Estos entraban en una mesita rodante como en los restaurantes los cócteles y los postres, y a través de Claudia Cardinale o Jean Simmons o Deborah Kerr o Jimmy Durante o Gregory Peck o Sidney Poitier u otra u otro pasaban a manos de quien acababa de oír su propio nombre completando la frase "The winner is..." ("El ganador es...").
Porque los candidatos finalistas eran cinco, para cada premio, y el lote tenía que llegar, como a la ribera de la esperanza, al borde del escenario (primeras filas de la platea) aguardando a que se abriera el sobre que escondía, hasta ese instante, las señas del que obtuvo más votos. Este subía, mientras los otros cuatro... Bueno, no hay nada que explicar.
Frank-Frank y Lila
(En 1933 Will Rogers, en el escenario, abrió el sobre para el mejor director. Mirando a la primera fila ordenó: "Ven, Frank, y toma tu Oscar". Trepó Frank Capra. Pero Will Rogers había querido llamar a Frank Lloyd.)
La posesión del idolillo de Hollywood (treinta centímetros, dos mil quinientos gramos de un metal económico recubierto de oro) desencadenó fenómenos de locuacidad, madurados chistes y el comprimido Thank you infinitamente más corto que el discurso rumiado en la butaca.
Lila Kédrova –la mejor actriz de reparto, por Zorba el griego– se confesó, como tantos, "sorprendida y emocionada". A ella se le podía creer: se ahogaba, se cortaba, tambaleaba; hubo que buscarla en medio de la sala, guiarla tomada de un brazo. Nació en Leningrado, reside en Montparnasse, estuvo acá brevemente, por un rol, y competía con Agnes Moorehead, Gladys Cooper, Edith Evans y Grayson Hall.
Ex-Eliza, al desquite
Julie Andrews participó, como protagonista, del triunfo teatral de Mi bella dama, en Broadway. Sin embargo, la Warner Bros. prefirió que en la versión cinematográfica Audrey Hepburn personificara a Eliza Doolitle. La primera votación para los Oscar consagró, como candidatos, a la película, su director George Cukor, su actor Rex Harrison y muchos colaboradores, pero no a Audrey Hepburn. En cambio, Julie Andrews llegó finalista, como intérprete de Mary Poppins, y en esa noche de los Oscar fue para ella el destinado a la mejor actriz.
A Audrey Hepburn se confió el sobre para el mejor actor. Se oía rasgar el papel. Ella leyó y dijo: "Rex Harrison". Rex subió abriendo los brazos y Audrey corrió al hueco afectuoso que habían formado, besó al hombre.
La fama, lector...
Corrían batallando –¿cuál más Oscar, cual el número uno?–: Mi bella dama y Mary Poppins. Al desembocar en la decisión por el principal, la adaptación musical de Pigmalión, de Bernard Shaw, tenía acumulados siete y la comedia musical con actores y dibujos de Walt Disney le seguía con cinco. Fueron proyectadas escenas de las películas finalistas: Dr. Insólito regocijó con francas risas, Beckett encendió una hoguera de aplausos, menos tuvieron Zorba el griego, Mary Poppins y Mi bella dama.
Ganó esta, sin herir ni entusiasmar. Había asentimiento general para la perspectiva, traducido en los pronósticos que elaboran los diarios. Jack L. Warner, el productor, recibió el Oscar y habló. Antes de que terminara, la concurrencia empezó a retirarse, como en el cine cuando el misterio queda aclarado y la película no es de final conciso: los impacientes dejan la sala, como si el que viene por la esquina fuera el último ómnibus. En la plaza de estacionamiento del Civic Auditorium aguardaban sumisos los Rolls Royce, pero era igual.
Los premiados habían ido saliendo, en el curso de la función, entre bastidores, para desembocar en los sucesivos compartimientos donde estaban los fotógrafos de diarios, revistas y agencias noticiosas (que los registraban en pose al pie de un Oscar de dos metros y medio), los cameramen de cine y televisión, los periodistas de noticias y entrevistas. Se supone que es uno de los caminos de la fama. Rita Moreno, que lo recorrió en 1962 por West Side Story (Amor sin barreras), anda sin trabajo.
Y mañana será la rutina
Beverly Hilton Hotel, cuarenta y cinco minutos más tarde, doscientas cuarenta y dos mesas, cada una con diez personas en torno. Escala internacional de cine: figuras de primera magnitud, diez por ciento.
Los flashes rebotaban en el techo y su deslumbramiento se tumbaba sobre el amortiguado candor de las velas y la violencia encarnada de las rosas y los claveles.
Los fotógrafos prescindían de Merle Oberon, de Joan Crawford, de Angela Landsbury, de Elsa Lanchester... Las preferían oscarizadas. Cesó la orquesta, cayó la luz. Entró, fingiéndose puro oro el Grande Ídolo Oscar, en palanquín que empuñaban cuatro enchaquetados de rojo. Y atrás la procesión de Oscarcitos sobre las blancas tortas de postre que más enchaquetados atribuyeron a los doscientos cuarenta y dos manteles.
Medianoche. Las mesas clareaban de ausencias. Era temprano, tempranísimo; pero se filmaba a las ocho y a las siete había que presentarse en el estudio. Algunos astros, los que bailan y los sometidos a maquillaje especial, a las 6.30. Aunque hubieran consumido la noche en el Oscar recién ganado, contemplándolo. Contemplándose en él.
© "Reunión de estrellas al pie de ese ídolo cuyo nombre es Oscar", en Escritos periodísticos 1943-1986, de Antonio Di Benedetto. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora SA, 2016.
Antonio Di Benedetto (1922/1986)
Admirado por Borges y por Saer, Di Benedetto fue un escritor secreto. Sus novelas Zama y El silenciero son referencias de la literatura latinoamericana. Ejerció además el periodismo en el diario Los Andes, de Mendoza, donde había nacido.
¿Por qué lo elegimos?
Como un intruso en una fiesta a la que no fue invitado, Di Benedetto recorre el centro y el margen de la entrega de los Oscar en 1965. Se codea con estrellas, emite su juicio sobre las películas y departe con Julie Andrews. El maquillaje se cae a la madrugada y el cronista registra con una ironía sin piedad la vanidad de la fiesta.
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