Reparaciones en la cuerda de la infancia
Existe en el corazón de Los Ángeles –capital discográfica, además de cuna de las estrellas más rutilantes del cine de Hollywood– un lugar que a esta altura es único en su tipo. Puede que de allí salga un futuro gran artista, pero para eso necesariamente tendrá que haber antes una reparación. Algo roto que se arregle –o que se sane–. Y para comenzar, eso suena bien.
La historia del taller de instrumentos del que hablamos se puede encontrar buceando en ese tendal de películas que queda en las plataformas de streaming cuando la ola de los grandes premios ya pasó y baja la marea. La última tienda de reparaciones (“The last repair shop”, como figura en Disney+) obtuvo un Oscar al mejor cortometraje documental en la última ceremonia y más que la actividad que relaciona a quienes asisten, atienden y trabajan allí, lo que rescata es un episodio crucial en la vida de todas esas personas.
Un puñado de devotos presta servicio desde 1959 en el centro de la ciudad: conservan y arreglan miles de instrumentos para ponerlos gratuitamente a disposición de los alumnos del sistema de educación público. Trabajan en cuatro departamentos: metal, cuerdas, vientos y madera, además del taller de pianos.
Durante los 40 minutos que dura la película, sorprenden menos las sonrisas con brackets de los chicos (rompe el hielo una nena de trencitas: no sabe qué sería de ella sin el violín que obtuvo a través la escuela) que las historias de los adultos. No porque sus relatos y vivencias no sean el fin de todo esto, claro. Tal vez porque, como dice Dana mientras termina de encolar el cuerpo de una guitarra, los mayores ya sepamos que las emociones no se pueden pegar y que hay heridas que solamente mejoran con el tiempo. El suyo es el testimonio de un joven “que salió del closet” en los Estados Unidos de los ‘80, que pensó que estaba roto (“como el zumbido del cello”) y tuvo que aceptarse.
En el taller pasa algo parecido al triage de una guardia de hospital. Cada caso que se recibe es clasificado y derivado a su sector; algunos, ya tienen antecedentes y una historia clínica abierta. “La clave de sol sostenido está caída. Restauración total”, lee Steve en un parte. El supervisor del lugar no solo se ocupa de que la orquesta de “reparadores” pueda hacer su trabajo a tiempo (cambiar clavijas, revisar fugas de aire) para que los chicos recuperen pronto sus instrumentos, sino que también es afinador de pianos y responsable de arreglar los teclados. Su relato nos lleva hasta Armenia, con un hermano que un día le marcó el destino al regalarle su guitarra.
Sopletes, anteojos de aumento, herramientas desconocidas y una cantidad de espejos y espejitos para sondear los rincones más difíciles de una pieza. En este quirófano, que no es tan pulcro y, sí, en cambio, definitivamente más ruidoso que uno real, se extirpan una cantidad de cosas impensadas. Pilas, bolitas, gomas de borrar y pequeños juguetes salen con frecuencia de la panza de un trombón descompuesto. Paty, una mexicana que desde que tiene memoria soñó el american dream, guarda todo en el “tarro de los tesoros” y cree que en esos pequeños hallazgos está cifrada una comunicación secreta entre ella y el niño que hay detrás de la tuba o el saxofón que acaba de restaurar. “¿Qué historia me contaría el instrumento si pudiera hablar?”, deja flotando la pregunta.
Experto en maderas, Duane revela que su relación con la música está estrechamente ligada al joven Frankenstein y una escena que le vuelve a la mente en blanco y negro. Se refiere al momento cumbre, cuando el monstruo se conmueve ante el sonido de un violín que toca un viejo ciego. Cómo este hombre pasó de la infancia a la adultez, del mercado callejero donde compró su propio violín por 20 dólares a formar una banda que fue telonera de Elvis Presley, esa es otra historia. Una más sobre cómo la música puede cambiar vidas.
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