Renoir o el triunfo de la voluntad
Aquejado durante los últimos años de su vida por un reumatismo deformante que terminó dejándolo en silla de ruedas, casi inválido, el gran maestro del impresionismo siguió pintando hasta el final, aunque para hacerlo debía envolver en gasas sus dedos porque su piel no resistía el contacto con la madera del pincel
Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) es uno de aquellos pintores que definen una época. Preside los inicios del impresionismo francés y en su dilatada vida y en su enorme y fresca capacidad creadora se revela como un artista de una facundia sensual, de una pasión instintiva y de una magistral avidez realista. En los 78 años de su vida, Renoir trabaja encarnizadamente con una libertad y un desembarazo como sólo han alcanzado algunos pintores del Renacimiento italiano. A la vez, Renoir se une a aquella serie de artistas plásticos que consideran la pintura como una especie de orgía mesurada y pagana en cordial homenaje al mundo que los rodea, homenaje que se centra, paganamente admirativo, en el cuerpo desnudo de la mujer. Está en la línea de Tiziano, de Rubens, de Goya.
Y, sin embargo, Renoir llevó una vida de moderación. Siempre se mantuvo alejado del desorden bohemio y de la desmesura del libertinaje que dominó a tantos artistas de su época. Auguste Renoir tuvo una existencia dilatada, de monótono y sistemático trabajador, de hombre avariento y excéntrico en su mismo ascetismo, en su irrenunciable vocación de sencillez. En la obra de Renoir, los críticos observan tres etapas: la de la libertad impresionista, la de un reflexivo rafaelismo -después de su viaje a Italia-, y la de la reafirmación de su personalidad, que estalla sobre todo en los grandes desnudos de los últimos años, los postreros, realizados en plena enfermedad, cuando parecía imposible que con las manos totalmente deformadas, anquilosado por el reuma, pudiera seguir pintando.
Renoir formó entre aquellos pintores que compusieron el catálogo de la primera exposición de Jóvenes Pintores Independientes que serían llamados impresionistas. Efectivamente, durante un mes, del 15 de abril al 15 de mayo de 1874, una "sociedad anónima" de pintores, entre los que se encontraban Monet, Renoir, Pissarro, Sisley, Cézanne, Degas, Guillaumin y B. Morisot, expuso sus obras -la mayoría de las cuales habían sido rechazadas por el Salón Oficial- en el establecimiento del fotógrafo Nadar. Entre estas obras había una del pintor Claude Monet, titulada Impression, soleil levant . De este cuadro sacó el periodista Lery la denominación de impresionistas para definir al grupo de pintores que exponían en el taller de Nadar. El apelativo tuvo éxito y fue adoptado por los propios pintores como símbolo, más que de una unidad conceptual, de su espiritual rebeldía contra el arte oficial, acartonado y pompier ( pompiers se llamaba a los viejos y solemnes maestros).
Renoir era el más joven de aquellos impresionistas. Bajo la influencia de Claude Monet, que fue amigo suyo hasta la muerte, Renoir adoptó la técnica impresionista matizada por su peculiar concepción de la pintura. La época impresionista de Renoir pretende reproducir la naturaleza en una atmósfera sentimental y poética. Sin subordinar el tema absolutamente a la anécdota, ésta conserva una importancia mayor que en los demás pintores impresionistas. De estos años data, por ejemplo, el cuadro Le bal du moulin de la Galette , obra de una desconcertante y agridulce belleza, vulgar y refinada a la vez. En un momento dado, en el otoño de 1881, Renoir, que cree que ha llegado a agotar todas las gentilezas de la técnica impresionista, parte hacia Italia. En los museos italianos se siente fascinado por el pintor que menos podríamos suponerle afín: Rafael. Los frescos de la Villa Farnesio de este pintor, las pinturas pompeyanas de Nápoles, afectan tan intensamente a Renoir que orienta su estilo, tan acariciador y sensual, hacia una disciplina en el dibujo que se convierte en el elemento intelectual de sus cuadros, mientras el color es su glorioso aporte sensual. La frialdad suntuosa y mágica de Rafael lo atormentará durante años, hasta que, a partir de 1895, ya a los 54 años, se afianza su personalidad, hecho que coincide misteriosamente con el inicio de su dolorosísima poliartritis crónica.
Llegado a este punto de madurez y atenazado por agudos dolores, lo desborda un claro y saludable amor a la vida. Renoir ha encontrado la fórmula, la espléndida flexibilidad que representa la unión del color y la línea, el volumen y la luz. Y esto lo halla precisamente en los veinte años en que se ha ido convirtiendo progresivamente en un trágico inválido. En esta época, la más ascética de su vida, pinta los grandes desnudos, las prodigiosas bañistas cuyas carnaciones sobre el fondo de las telas son las más delicadas modulaciones en rojo que se hayan conocido jamás en la paleta de un pintor. La vejez del inválido Renoir, cuando se acredita la leyenda de que pintaba con el pincel atado a su mano deforme, representaba la más asombrosa explosión de vitalidad.
El pintor Renoir fue de una habilidad portentosa. De entrada, era ambidextro, y pudo dibujar con la misma facilidad con la mano izquierda que con la derecha. También gozó de una vista extraordinariamente aguda: su hijo Jean explica que en los últimos años de su vida era capaz de ver volar un ave rapaz a una altura a la que apenas si se la podía identificar con un catalejo. Esta agudeza de visión le permitió hasta el último momento contemplar la vida con una insaciable y secreta glotonería y con una precisión que responde absolutamente a las características de su obra.
Un día de lluvia del otoño de 1897, Renoir, que había descubierto la alegre velocidad de la bicicleta, sufrió una caída con tan mala fortuna que se fracturó el brazo izquierdo. Le enyesaron el miembro y el pintor continuó trabajando con su mano izquierda; al cabo de cuarenta días le quitaron el yeso y se comprobó que el hueso había soldado completamente, o sea que el tratamiento había sido feliz. Su amigo Degas -que a pesar de los temas amables de su pintura era un hombre intratatable y acerbo- lo alarmó explicándole casos terroríficos de reuma deformante que habían sobrevenido después de inocentes fracturas. Renoir se rió de Degas, pero con el tiempo pudo observar que efectivamente un reumatismo deformante parecía aquejarlo. Contra esto, su médico le recetó aspirina, que era el antirreumático y analgésico más en uso en aquel momento. Como es natural, nada detuvo el proceso de la enfermedad. Ni el cambio de clima, ya que a partir de un cierto momento Renoir vivió en la clara y luminosa Provenza, donde finalmente falleció.
Los últimos diez años de su vida los pasó sentado en un sillón, absolutamente inválido, hasta que murió de una neumonía en 1919. Pintó hasta el último momento; tenía las manos terriblemente deformadas, con el pulgar inclinado hacia la palma de la muñeca, y nadie podía explicarse cómo podía seguir pintando. Su hijo, Jean Renoir, aclara, sin embargo, que realizaba cotidianamente este milagro: "Día tras día su cuerpo se petrificaba. Sus manos anquilosadas ya no podían sostener nada. Se ha dicho y se ha escrito que le ataban los pinceles a las manos: esto es absolutamente falso. Lo que es cierto es que su piel se había convertido en una película tan fina y sensible que el contacto de la madera del pincel lo hería. Para evitar ese inconveniente se hacía colocar una gasa en las manos. Sus dedos deformados más bien apresaban el pincel que lo sostenían. Pero hasta el último momento su brazo fue tan firme como el de un hombre joven y su mirada, de una precisión implacable. Todavía lo veo aplicando en la tela una diminuta mancha blanca, como la cabeza de un alfiler. Esta manchita la colocaba para reflejar un casi insensible reflejo en los ojos de un personaje. Sin la menor vacilación, el pincel partía como la bala de un excelente tirador y daba en el blanco. Jamás apoyó su brazo y no utilizó un tiento para pintar. Se habla del misterio de Renoir. El único misterio fue su voluntad inquebrantable".
Es difícil establecer un diagnóstico de la enfermedad de Renoir, aunque la mayoría de los médicos se inclina por una latente artrosis descubierta a raíz de una fractura. Sea como fuere, nada tuvo que ver esta dolencia con su muerte, a los 78 años, debida a una fatal neumomía.
En su vejez, Renoir fue un personaje malhumorado, avaro y pueril, pues el dinero que ahorraba en ropa, por ejemplo, lo perdía en los impresionantes sablazos que le pegaban. Su tacañería se derrumbaba, por ejemplo, ante un hombre que iba con un cuadro falso atribuido a él y le pedía que lo firmara para valorizarlo. En un caso llegó a repintar absolutamente el cuadro. Renoir era un hombre elemental y atrabiliario, fundamentalmente bueno.
En una de sus últimas visitas a París, se hizo llevar al Louvre en su silla de ruedas. Contempló con una mirada sin piedad a los grandes maestros. Era una mañana soleada, primaveral, gloriosa. Al pasar ante un gran ventanal hizo detener su silla de inválido: miró el panorama, invadido de finísima luz de mayo, respiró profundamente, y dijo: "Este es el mejor cuadro". En fin, vocación de pobre, vocación franciscana. Obra exultante, vida mesurada.