Esta entrevista se publicó originalmente en LA NACION el 10 de marzo de 1991.
Esperar en un sanatorio siempre crea de alguna manera una angustia. Afloran recuerdos personales, situaciones similares vividas en carne propia o por parientes. Una mirada alrededor de la sala y la imaginación ya empieza a viajar. ¿Qué le pasará a esa gente? Pero luego qué recompensa y qué privilegio pasar dos horas con el doctor Favaloro. En ese consultorio la enfermedad se enfrenta de otra manera. Es la otra cara de la moneda. El médico habla de su lucha sin merced contra la muerte, de las nuevas armas que tiene para ganar la batalla.
–¿La medicina fue para usted una vocación o las circunstancias lo llevaron a ella?
–Fue sin duda una vocación. Mi madre, que acaba de fallecer a los 91 años, me contaba que yo, a los 4, decía que iba a ser médico. Tuvo mucho que ver un tío médico, medio solterón. Yo lo acompañaba cuando iba a ver a sus pacientes. Fue el único que llegó a la enseñanza terciaria, porque yo era de una familia muy humilde.
–¿Cree que los estudios de medicina actualmente son tan buenos como los que usted hizo?
–No, de ninguna manera. Todos sabemos que la masificación que se practica hoy en la universidad hace imposible que pueda producir buenos médicos. No existe en ningún lugar del mundo, ni en Rusia, China, Canadá, Australia, ni en Europa ni en los Estados Unidos. Cito países de diversa contextura social y política para que se entienda. El país debe tener la cantidad de médicos que necesita; si no, está produciendo gente que no tiene dónde ir. La justificación de que esa universidad –libre– sirve para que todo el mundo tenga acceso a ella, fundamentalmente aquellos de menores recursos, es falsa. La universidad es algo sagrado, debería ser el centro de formación de la clase dirigente de un país. Es un lugar donde tendría que regir un alto nivel académico para la formación de universitarios de estirpe. Eso no quiere decir elite por capacidad económica, sino por capacidad neuronal, con exigencia, porque el joven está para eso. Se tiene que entrar por concurso.
–¿Se han hecho muchos progresos en su especialidad?
–Es una cosa muy compleja. Vivimos la era tecnológica, por suerte o por desgracia, porque a veces tengo mis dudas de hasta dónde tiene que llegar esta tremenda tecnología. Las cosas que se ven hoy con esta tecnología alocada llenan de estupor. La medicina y, en especial, la cardiología y la cirugía cardiovascular han progresado tremendamente gracias al desarrollo tecnológico. La tecnología, cuando se emplea en forma correcta, lleva a un avance excepcional. El real avance de nuestra especialidad empieza en la década del 60. Yo participé desde un principio de ese avance tremendo. Y nosotros mismos estamos sorprendidos de lo que hay y de lo que se viene. En nuestra especialidad quedan muy pocas cosas por resolver. Por ejemplo, las afecciones congénitas de los chicos están casi todas solucionadas.
"Debo llevar más de 40 años de cirujano y debo confesar que sufro hasta el tuétano la muerte de cada uno de mis pacientes. Para mí es una derrota total. Si es en la sala de cirugía, peor todavía."
–Para ser cirujano en su especialidad además de la habilidad de las manos, ¿se necesita otra dote?
–La habilidad en las manos es una condición sine qua non. Es decir, hemos entrenado mucha gente en los EE.UU., acá en Buenos Aires, en América Latina, algunos que vienen de Europa, de Asia. A veces hay muchachos que tienen grandes deseos de ser cirujanos. Si no tienen una capacidad manual es inútil. Pero eso no basta, hay que tener cerebro, con criterio. Me acuerdo de cuando yo venía de La Plata para asistir a los cursos de posgrado del doctor Ricardo Finochietto. Él solía decir: "El que le tiemble un poco la mano al cirujano no es importante: lo importante es cuando le tiembla la cabeza".
–¿En su equipo tiene psicólogos?
–Siempre tuvimos. Yo jamás me he hecho psicoanalizar, pero en nuestra especialidad es muy importante, para el pre y el posoperatorio.
–¿Y mujeres cirujanas?
– No, hemos entrenado muy pocas mujeres. Yo nunca pude entender el porqué. Nuestra cirugía coronaria es una cirugía exquisita. Por ejemplo, cuando se une la arteria mamaria interna con la coronaria, que es una operación corriente, en una incisión que puede tener 3 o 4 milímetros, hay que colocar 10, 11, 13 puntadas con una aguja que es pequeñísima, con un hilo delicado, un portaaguja delicado. Eso tendría que ser trabajo para una mujer. Le voy a contar una anécdota. El doctor Alexis Carrel, premio Nobel, es el padre de toda la cirugía arterial. ¿Sabe de quién la aprendió? De una bordadora. En Francia le pegaron una puñalada al presidente Carnot, le cortaron una vena muy importante en el hígado, y Carrel, como estudiante, vio cómo ese presidente se moría y nadie sabía suturar esa vena que estaba rota. Por eso empezó sus trabajos experimentales de sutura de vasos. Hacía trasplantes de riñón, de bazo, de corazón, en animales a principios de este siglo, 1910.
–¿Cuántos trasplantes de corazón tiene en su activo?
–Debemos estar en alrededor de 40 trasplantes de corazón, más de 200 trasplantes renales, y tenemos el primer trasplante de corazón y pulmón. El paciente está en muy buenas condiciones, hasta anda en bicicleta. La sobrevida que tenemos es tan buena como en cualquier lugar del mundo. Lo que voy a recalcar es que no hay donantes. Es fundamental que la gente tome conciencia de que no hay principios sociales o religiosos que lo impidan.
–¿Cómo evitar el estrés?
–Es muy difícil, ahí se me rompen todos los esquemas. Cómo le va a decir a un obrero, con todas las dificultades que soporta hoy en día, que se desenchufe durante el fin de semana. Asimismo, el estrés no es el único valor, porque si no yo hubiese tenido ya por lo menos diez infartos. Hace 40 años que vivo estresado, todos los días 10 o 12 horas de trabajo y sigo operando. Tiene que ser el estrés junto con las demás cosas, el estrés por sí solo no basta. El estrés más el cigarrillo, más el colesterol, más la vida sedentaria, etcétera.
–¿Un médico se acostumbra a ver morir a un enfermo?
–Lo diría de esta manera: el cirujano vive luchando contra la muerte, así que convive con la muerte. Cada muerte es su derrota. Si la muerte triunfa, el cirujano perdió. El día que el cirujano se acostumbre a la muerte, que tire el bisturí y no trabaje más, no debe acostumbrarse a la muerte. Yo me gradué en el 48, di mi tesis en el 49 y venía operando en el hospital hacía tres años. Debo llevar más de 40 años de cirujano y debo confesar que sufro hasta el tuétano la muerte de cada uno de mis pacientes. Para mí es una derrota total. Si es en la sala de cirugía, peor todavía. Por suerte son rarísimos los pacientes que se mueren. Ahora bien, al final, el cirujano tiene una actitud muy particular ante la muerte. Como ha visto morir a tanta gente, pierde el temor a su muerte. Yo, por ejemplo, no tengo ningún temor a mi muerte. Me muero mañana tranquilo, la agarro de la mano y me voy. Tenemos que acostumbrarnos a nuestra muerte.
–¿A qué le teme en la vida?
–Le tengo miedo a esta civilización terriblemente tecnificada y al mismo tiempo tan pervertida. Tengo miedo de que los jóvenes no tengan ilusiones ni sentido de un futuro mejor.
¿Por qué la elegimos?
Referente de la medicina mundial, investigador y docente, revolucionó la cirugía cardiovascular con el desarrollo de la técnica del bypass coronario y además realizó el primer trasplante de corazón en la Argentina. De una ética y conducta intachables, escribió: "Es indudable que ser honesto en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar. Yo no puedo cambiar, prefiero desaparecer". Estas fueron la últimas oraciones de una de las cartas que dejó, antes de suicidarse, víctima del sistema y agobiado por la crisis que atravesaba la Fundación Favaloro, en 2000.