Relicario laico
En Elegía Joseph Cornell, María Negroni rinde un inusual homenaje poético a la vida y la obra del artista estadounidense
Toda vida está hecha de acontecimientos y dilaciones, de nimiedades y sucesos, días de diamante o días de detritus. Pero hay biografías cuyo relato, por breve que sea, es poético, pues se torna un emblema. La vida y el arte de Joseph Cornell (Nueva York, 1903-1972) fascinaron a la poeta María Negroni "con la fuerza de una idea fija". Escribió sobre él en Museo Negro (1999), tradujo el texto de Charles Simic que le dedicó (Totemismo y otros poemas, 2000) y lo incluyó en ese libro originalísimo, Pequeño mundo ilustrado (2012), que remeda el arte recolector de pasiones privadas de su maestro: el catálogo ansioso como poesía de la infancia recobrada, el fragmento como ruina atesorada del tiempo. Elegía Joseph Cornell es el definitivo homenaje, la glosa de su arte imposible y también un autorretrato sesgado, un diario de lírica intimidad –como sugirió David Oubiña– por "interpósita persona".
Joseph Cornell era un hombre un poco irreal y anacrónico e intensamente moderno: vivió siempre en Queens en una calle cuyo nombre parece inventado –Utopia Parkway–, junto con su madre y un hermano parapléjico; nunca se casó pero tuvo un vínculo amoroso y asexual con la artista Yayoi Kusama; fue amigo de Marcel Duchamp y de Susan Sontag, de Mark Rothko y de Tennessee Williams. Aquella especie de recluso, que no sabía dibujar, recorría las calles de Manhattan como un ladrón subrepticio que colecciona cosas perdidas o en desuso. Y componía con los objetos encontrados –esferas y frasquitos, mapas y plumas, cubos y ramas, copas y mariposas y estampillas– verdaderos poemas visuales, hechos de geometría y de magia, al combinarlos en el interior de pequeñas cajas de madera, a menudo cubiertas por un vidrio. Negroni llamó a esas famosas cajas "relicarios laicos", "juguetes para adultos", "hoteles líricos", "cementerios hermosos donde quedarse a vivir". El duelo de lo perdido se volvía la busca de un repentino paraíso que eterniza la circunstancia: la felicidad plena –apuntó el artista– sería "sumergirse de inmediato en un mundo en el cual cada trivialidad llegase a estar dotada de sentido". Así suele el niño vivir el tiempo en el juego.
Cornell, que tampoco sabía ni quería filmar, aplicó ese mismo método constructivo a sus cortos: reunió una colección de viejos films que fragmentaba y combinaba, o utilizó escenas que otros filmaban para él, pulverizando todo relato y creando una serie de imágenes cuyo montaje creaba a la vez un efecto hipnótico y melancólico. Entre todos los fotogramas de esos cortometrajes hubo uno, en el final de Children’s Trilogy, que hizo abismar la mirada alerta de Negroni: una niña rubia y absorta, que pasa montada sobre un caballo blanco, desnuda y con el pelo que la cubre como una diminuta Lady Godiva, sobre un fondo de estrellas artificiales. La poeta compuso un texto del todo personal con ese material esquivo y ajeno: los monólogos líricos de aquella infanta Godiva cuya inocencia pervierte la mirada; los apuntes febriles de una biografía mínima de Cornell; el registro de los discos dejados al morir, de su biblioteca secreta, de sus gustos fugaces, de versos de los poetas que lo admiraron; la descripción insomne de varios films-collage. Un texto cuyo diseño no omite poemas caligramáticos, juegos con la tipografía y los blancos de la página, o la caligrafía y los dibujos ínfimos de María Negroni, como arrancados de un cuaderno escolar.
Elegía Joseph Cornell no es un libro de poemas convencional, sino algo más similar a su objeto de amor: una miniatura poética de escrupulosa exquisitez, que entiende la poesía como regreso a la vida en la fragmentada ausencia de una persona fantasmal o de una niña que se pasea por el lenguaje en su caballo blanco bajo un cielo de signos.
- Elegía Joseph Cornell
María Negroni
Caja Negra
96 páginas
$ 70