Relatos de una ternura áspera
La ternura no siempre es lo que parece. La ternura puede ser áspera, dura, hecha de tan pocas palabras que bien podría confundírsela con el silencio.
Pienso en esto mientras leo Niña (Blatt & Ríos) –cuento largo, novela corta–, relato con el que Grimanesa Lazaro se lanza a la literatura.
Grimanesa nació hace unos treinta años en Tartagal, Salta; estudió Medicina en la Universidad Nacional de Tucumán y actualmente trabaja como médica en la Ciudad de Buenos Aires. Por su profesión (y seguramente por alguna cosa más) está acostumbrada a escuchar historias. Relatos, construcciones donde el oído atento de la médica presta atención al síntoma. Y también relatos, dentro o fuera del consultorio, donde la vida hace escuchar su tantas veces caótico latido.
Niña es una ficción seguramente nacida del ejercicio de una observación –una escucha, una mirada– atenta. Es el relato, puro y duro, de una maternidad sin zonas de cobijo. La narradora (nunca conoceremos su nombre) es una madre joven, vive en un barrio humilde en las proximidades de San Miguel de Tucumán y lleva adelante como puede la crianza de una niña que presenta una deficiencia mental nunca claramente enunciada. La madre le puso el nombre más lindo que pudo encontrar: Lucero; la niña jamás podrá escribirlo ni identificar esos bellos sonidos con su propia persona.
El universo de Niña es, como mencioné al comienzo, profundamente tierno y profundamente áspero. La maternidad no aparece ni sacralizada ni ubicada en el centro de una reflexión sobre los límites a los que arroja su ejercicio, al estilo de La hija oscura, la exitosa película de Maggie Gyllenhaal basada en una novela de Elena Ferrante.
La narradora de Niña cría a su hija, lo hace y ya. Es una madre sumida en un entorno en el que si algo sobra es la carencia. Falta espacio: no hay casa propia, y la joven familia, la niña y sus padres, viven junto al abuelo materno. Faltan sostenes: el padre de Lucero es trabajador golondrina y pasa la mayor parte del año trabajando en otras zonas del país. Falta tiempo: Lucero tiende a caer y golpearse, por lo que su madre debe redoblar la atención; a Lucero le cuesta quedarse sola en la escuela, su madre debe acompañarla y luego, en verano, durante las vacaciones, sentarse junto a ella para repasar todas las lecciones que la hija no pudo aprender, todo lo que a gatas intentará asimilar. “Con mi cría nunca dejamos de ser la misma persona –se lee en Niña–. Pegada a mí, así es su historia. Apoyada en el pecho de la madre creció, con y sin teta. No era comida lo que necesitaba para vivir, era a mí”.
A veces uno se desacostumbra a este tipo de realismo. Ni escritura del Yo ni inmersión a la pesca de lo sórdido: Lazaro funde su escritura en una cotidianidad tan pura y tan dura como el borde de una piedra afilada. Es el mismo tono que irradia Basurero, relato que acompaña la edición de Niña.
Aquí no hay una narradora, sino un conjunto de voces –un conductor de micros, una vecina, un estudiante– que van contando, cada uno con su trocito de realidad, la trama de un crimen atroz.
Podría haber sido un reato crudamente policial; incluso una indagación en el costado perverso de lo humano. Pero no. De un modo difícil de precisar, Lazaro deja que por entre su escritura emerja algo que podríamos llamar fragilidad.
Sus personajes están atravesados, sí, por lo oscuro del mundo. Pero no es esa oscuridad el resabio que deja la lectura sino otra cosa: el empeño suave, no estridente aunque sostenido, con que sus criaturas intentan recrear una minúscula gota de felicidad. Insisten en ello, incluso sabiéndose parte de una suerte de crónica de una decepción anunciada (así le ocurre a la madre de Niña, una y otra vez): ni héroes ni heroínas, participan de una epopeya de la que ni siquiera son conscientes
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