Rehén de la hermosura
El 21 del actual se celebrará el centenario de Luis Cernuda, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX. Su obra, marcada por la herida de una sexualidad marginal, es un ardiente canto de amor y deseo. Durante la Guerra Civil, el exilio en Inglaterra le evitó el destino de García Lorca
Un día de 1911 se trasladaron los restos de Gustavo Adolfo Bécquer desde Madrid hasta la Iglesia de la Universidad de Sevilla. No cuesta imaginar las exequias floridas, el concentrado aire del romanticismo andaluz en el claroscuro de la hora sevillana. Un niño de nueve años lo contemplaba. En su casa, unas primas habían dejado a sus hermanas la obra del poeta. Eran tres volúmenes de encuadernación azul, con arabescos de oro. El niño leyó los poemas, ávido, y se abandonó a su leve cadencia. Ese episodio fue para Luis Cernuda una escena iniciática, originaria: su "contacto primero con la poesía".
Como Bécquer, Cernuda había nacido en Sevilla, el 21 de setiembre de 1902. Desde su infancia y durante toda su vida literaria tendría una hermandad con el gran poeta romántico español. Sus poemas ya entonces le hablarían de una sed insaciada en el mundo desierto: el abandono y la añoranza. Le daban algo más perdurable: la música verbal de Bécquer en la lengua materna. Aquel ritmo resonaría en su primer libro Perfil del aire (1927): "°Va la brisa reciente/ por el espacio esbelta!/ Y en las hojas, cantando/ abre una primavera."
Poesía, realidad y deseo
A los catorce años, Cernuda escribió sus primeros versos. "Conviene señalar la coincidencia con el despertar sexual de la pubertad", apuntó. No es tanto la coincidencia, del todo natural, como la aguda conciencia de ella lo que sería constante en él. A los veintidós años, mientras hacía el servicio militar y cabalgaba en los alrededores de Sevilla, una tarde cualquiera, surgió ante su adormecida percepción el tercero en discordia: el mundo real.
Su cuerpo ignoraba todavía el nombre de su certeza carnal. En un teatro de verano al aire libre vio de pronto a alguien que lo deslumbró: un hombre joven de ojos oscuros y cabello lacio. Cuando desapareció de su vista, olvidó el cuerpo circunstancial, pero no el relámpago de la visión inusitada. Ese esplendor primero era demasiado humano, liberaba un vértigo de deseo que lo consumía y que el pudor mal podía resistir. En la España católica de la preguerra, Cernuda presintió su solitaria inadecuación. Hacia 1924 se graduó en Derecho, aunque nunca ejercería la profesión de abogado. Por entonces, Pedro Salinas, que era su profesor de Literatura, le recomendó muchas lecturas francesas. Un día halló en un libro de André Gide un párrafo decisivo: "Más fácilmente podría un ciego imaginar los colores, que el insensible este misterioso atractivo que emana de un cuerpo. ¿Cómo comprendería esta turbación, esta necesidad de envolver, de acariciar, esta requisición de todo el ser, y la imprecisión errante del deseo?"
Después de leer a Gide, Cernuda no sólo reconoció intelectualmente su propia homosexualidad, sino algo más vasto. Supo que esos cuerpos juveniles, pero también las cosas en su bautismo mundano, se presentan a la conciencia del poeta con un deslumbramiento erótico, que produce el ansia de poseerlos y quemarse en ellos con un puro ardor vital. Pero supo también que, en su misma epifanía, se sustraen, se extinguen y caducan, efímeros. Y también que, si se alzan a la luz de la sociedad que los niega, padecen las prohibiciones y condenas del prejuicio colectivo. Por ello, el deseo nunca puede ser satisfecho o no puede sostener en el tiempo su ardua saciedad. Lo real se vuelve un espejismo y es sustituido por una belleza quimérica y sus formas vicarias. Drama del deseo, celada de la realidad: el poema es el escenario de esta agonía. "Así pues, la esencia del problema poético, a mi entender, la constituye el conflicto entre realidad y deseo", escribió. Era lógico que así titulara la compilación de su poesía: La Realidad y el Deseo .
Ese antagonismo se volvió, además, una crítica lapidaria de la moral y una postura ética. Cernuda afirmaba el conflicto entre la conciencia del poeta y las normas sociales del mundo burgués, del cual provenía. Para él toda belleza era a la vez una dicha y una condena. Esa condición, que parece abstracta, arrastró su vida misma con un sentimiento de orgullosa soledad ejemplar. A los treinta años ya era feroz y definitivo: escribió que detestaba la realidad "como detesto todo lo que a ella pertenece: mis amigos, mi familia, mi país. No sé nada, no quiero nada, no espero nada". Pasados los cincuenta años, su furor apenas se atenuaba.
Su propio mito lo absorbió y lo justificó. No se sentía un maldito, sino un excluido y, desde ese lugar, su impugnación lírica vuelve a su poesía una fábula ética. Que haya sido proferida por alguien que cultivaba el dandismo, ese carácter que se sitúa en un lugar independiente de las normas que impone la mayoría, le agrega contundencia. Sobre todo en un contexto histórico de reacción social y guerra, de represión religiosa y moral. Parte de la potencia de su poesía crece con ese mito personal, que corresponde a lo que llamaba "el hombre interior" y que el tiempo aumenta. Eso que hoy ocurre, cuando muchos de los que hubiesen sido sus enemigos lo homenajean, lo había previsto en aquel poema sobre Verlaine y Rimbaud, llamado "Birds in the night": "¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?/ Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable/ para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella".
Del encono a la guerra
Su sentido del apartamiento era muy agudo. Casi todas las críticas de su primer libro fueron hostiles. Se vio a sí mismo inexperto y aislado. Cuando murió su madre en 1928 ya era un huérfano (su padre había muerto en 1920). Se vendió la casa familiar y abandonó Sevilla para siempre. Se sentía liberado y treinta años después todavía se obligaba a declarar que no extrañaba su ciudad natal, aunque tiempo después la transfiguraría, dorada, en los poemas en prosa de su gran libro Ocnos (1942). Cuando llegó a Madrid, conoció al que sería uno de sus grandes amigos: Vicente Aleixandre. Al principio, con esa actitud de estar a la defensiva, Cernuda se mostró esquivo. Había aprendido a desconfiar de la vida burguesa y al visitar el salón de la casa de Aleixandre, cercana al Parque Metropolitano, sospechó una seguridad que detestaba. Debieron pasar varios encuentros para que la afabilidad de Aleixandre y sus profundas afinidades estéticas lo disuadieran. Se reunían en el salón con Manuel Altolaguirre y Federico García Lorca, que muchas tardes cantaba en el piano aires populares españoles hasta que caía la noche.
El surrealismo precisó las metáforas de su poética del deseo, donde el erotismo es la clave para descubrir el enigma del mundo, como se lee en Un río, un amor (1929) y en Los placeres prohibidos (1931). Pero las imágenes se volvían sombrías, porque nunca abandonaban su carácter sustitutivo y póstumo. Todavía con timidez, la reconciliación con su sexualidad le exigía la ilusión de un cambio exterior. Entonces adoptó ese aire elegante de actor anglosajón que tuvo siempre y que cultivó por su gusto del cine de la época. Se compró intencionalmente un sombrero americano, gris, exactamente igual al que llevaba Gilbert Roland en Marguerite Gautier , se dejó el bigote como el de John Gilbert, cultivó la apostura apolínea de George O´Brien. Escuchaba fox-trot y charleston y se aficionó al jazz. El título de una composición, "I want to be alone in the South", leído en un catálogo de discos, le dio la idea de titular "Quisiera estar solo en el sur" un poema que todos confundieron con una añoranza de Andalucía.
Con la llegada de la República, desde 1931, Cernuda fue un activo colaborador cultural. Por tres años formó parte de las Misiones Pedagógicas. Recorría las aldeas de España, a pie o en asno, con reproducciones de cuadros del Museo del Prado para educar a los campesinos en el arte pictórico. La visión de la pobreza en esos días fervorosos de la República acrecentó sus convicciones comunistas, en un individualista como él. Escribió un texto para la revista Octubre , de Rafael Alberti, en el que abjuraba del capitalismo. Un amorío fracasado con Serafín Ferro se transformó en un libro que tituló con un verso del antiguo maestro sevillano: Donde habite el olvido (1932-1933). Desde aquellos poemas, que hablaban de los fantasmas de un amor, Cernuda halló su voz, que perfeccionó en Invocaciones (1934-1935); había descubierto la poesía de Hšlderlin, a quien tradujo. Era su momento panteísta y pagano: el de los dioses míticos y los semidioses de la belleza terrenal, como una fuerza que sostiene las gracias terrenales del mundo. Finalmente, en 1936 reunió todos sus libros en la primera edición de La Realidad y el Deseo . Entonces logró el reconocimiento que le habían negado una década atrás. Pero pronto estalló la guerra civil.
En el verano de aquel año, junto a su amiga Concha de Albornoz, viajó a París como secretario del embajador español. Pero regresaron pronto. Se dice que la Pasionaria los acusó de ocultar espías en la embajada. Intervino poco después en programas de radio para alentar a las tropas leales que defendían Madrid. En las noches de invierno se recluía a leer a Leopardi, mientras sonaban los cañones en la ciudad capital. En 1937 optó por alistarse en el Batallón Alpino, que defendía la sierra del Guadarrama. Usaba un uniforme blanco y junto con el fusil llevaba un ejemplar de Hšlderlin. No pudo no recordar entonces la aborrecida profesión de su padre: el general Bernardo Cernuda. Cuando regresó a Madrid, participó con un texto de apoyo a la República en el órgano de la Alianza de Escritores Antifascistas. En Valencia, interpretó un personaje de Mariana Pineda , en una puesta de Altolaguirre. Ya sus íntimos amigos, Concha de Albornoz y Víctor Cortezo, habían sido arrestados. No quería irse de España por entonces. Seguramente, si no hubiera aceptado el ofrecimiento de dar unas conferencias en Gran Bretaña, habría corrido la misma suerte de Lorca a manos de los esbirros de Franco. Nunca regresaría a España.
Los largos días del exilio
Se iniciaba así el largo destierro de Luis Cernuda, que comenzó en Gran Bretaña en 1938, continuó en Estados Unidos desde 1947 y finalizó en México, donde vivió entre 1952 y 1963. En varias ciudades de Inglaterra la subsistencia le resultó extremadamente difícil, pero en compensación conoció el inglés y la poesía romántica inglesa. Lo angustiaba España y sus poemas de la época lo reflejan, como en Las nubes (1937-1940), pero eludió todo patetismo y evitó la trampa sentimental. El conocimiento de la poesía posromántica de Robert Browning le dio el modelo para objetivar la experiencia y personificar dramáticamente su circunstancia emotiva, como en el poema "Lázaro", que escribió "para expresar aquella sorpresa desencantada, como si, tras de morir, volviese otra vez a la vida." De los años ingleses, data su libro Como quien espera el alba (1941-1944), que tituló así porque durante la Segunda Guerra Mundial sólo se podía esperar, indefinidamente, la clausura de ese mundo salvaje y primitivo.
En 1947 Cernuda fue a vivir a Estados Unidos y dio clases en un colegio de Mount Holyoke, en New England. Ganaba dinero, pero los protocolos de la vida universitaria norteamericana lo hartaron. Reencontró a su amiga Concha de Albornoz, a Pedro Salinas y a Jorge Guillén, a quien le pidió que le gestionase un puesto en algún país hispanoparlante. Guillén al principio fue condescendiente con él, pero lo malquería. En una carta a Salinas, de 1950, lo describe así: "Se mostró más simpático y efusivo que en el resto de su vida. [...] °Qué bata azul con motas blancas, cielo estrellado de poeta de un César, qué perfume por el pasillo al levantarse por la mañana!". Al año siguiente terminó su vínculo: "me habló con tal saña de algunos amigos comunes que , sin responderle, di por terminada mi relación con él [...]. No me es antipático; me repugna", escribió Guillén. José Rodríguez Feo, que lo invitó a Cuba con los miembros de la revista Orígenes , como José Lezama Lima, fue más benévolo. Lo describió como un señor distinguido, delgado, de baja estatura y cabello entrecano. "Su rostro de ángulos pronunciados parecía esculpido por algún antepasado fenicio -escribió-. Conversaba con ligeras pausas, como suelen hacerlo las personas que temen cometer una indiscreción".
Esa parquedad se disolvió cuando Cernuda llegó a Latinoamérica: todos los aromas y las formas del hogar hispánico retornaban y decidió quedarse en México, para enseñar e investigar literatura. Octavio Paz, José Emilio Pacheco y Tomás Segovia lo reconocían como un maestro y lo redescubrían los jóvenes poetas españoles. En esos años publicó dos libros de crítica fundamentales, que se unirían a sus otras compilaciones ensayísticas: Estudios sobre la poesía española contemporánea (1957) y Pensamiento poético en la lírica inglesa del siglo XIX (1958). En 1958 publicó la tercera edición de La Realidad y el Deseo , que incluía nuevos libros de poemas, como Vivir sin estar viviendo (1944-1949), Con las horas contadas (1950-1956) y las primeras composiciones del que sería su último libro de poemas: Desolación de la quimera (1962). En México vivió en la casa de la viuda de su viejo amigo Manuel Altolaguirre, Concha Méndez. Cernuda comenzó a habituarse a una cierta vida familiar. En esos años se ocupaba con placer de los nietos de Altolaguirre, los hijos de Paloma, a los que adoraba y les dedicaba poemas.
El apartado
Hay dos imágenes finales de la vida de Cernuda que se entrelazan como una figura simbólica. La mañana del 5 de noviembre de 1963, Paloma Altolaguirre lo halló muerto cerca del cuarto de baño, en bata, con la pipa en la mano y los fósforos en la otra. En la máquina de escribir había una hoja inconclusa sobre los Alvarez Quintero. Lo acostaron sobre una cama y lo enterraron al día siguiente, pero a los tres niños de Paloma les dijeron que Luis se había ido de viaje a Veracruz y volvería a celebrar con ellos la Navidad. Nadie preguntó, pero sería la primera vez. Porque Cernuda, en cada fecha de su santo, cumpleaños, o Navidades, sin explicaciones, huía a pasarlas en soledad, lejos de su familia electiva, que nunca pudo comprender esa costumbre.
Se apartaba como el otro Luis, el rey de su poema "Luis de Baviera escucha Lohengrin", que en el palco real, con sus ojos sombríos, vestido con una pelliza de martas, escucha la música de Wagner. Está solo. Trata finalmente de vivir su vida, en la soledad del ensueño. Sabe que la presencia y la gracia de un cuerpo joven, sin embargo, pueden herirlo con su encanto y transformarlo en un siervo de la hermosura humana. Y de pronto, flotando sobre la música, el sueño se encarna: un mancebo hermoso y rubio llega hasta él. Descubre que ese joven es él mismo: el otro yo, su gemelo desconocido y próximo. Como Narciso, lo ama, tal como él fue deseado algún día. Descubre con fascinación que su doble nació de la forma de la música. Los dioses le concedieron el deseo de amarse a sí mismo en la gracia del mancebo, fundiéndose con el mito a través de la forma artística, desterrado del aire. "La melodía le ayuda a conocerse,/ a enamorarse de lo que él mismo es. Y para siempre en la música vive", escribió al final del poema Luis Cernuda, que siempre había sido, como su alter ego, otro solitario rehén de la hermosura.