Recuerdos de un exilio cercano
“Joven, yo ya estaba lejos./Sin patria, sin tierra/. En exilio,/ en la escritura”. Así termina uno de los capítulos de La balada del cálamo, obra del escritor afgano-francés Atiq Rahimi a la que siempre vuelvo. A la que volví –era inevitable– en estos días, mientras me sumergía en las imágenes de exilio 1976-1983, el reciente trabajo del fotógrafo argentino Dani Yako.
¿Qué hay en exilio? Textos, desde ya. Sobre todo, imágenes. Fotos de hombres y mujeres muy jóvenes, a los que cuesta llamar “chicos” por eso que siempre irradia la –llamémosla así– generación del setenta. Pueden ser adolescentes, pueden tener 16, 19, 23 años: siempre parecen mayores, hombres y mujeres que se casaban, tenían hijos, asumían la militancia con una decisión impensable para los que vinimos después y tuvimos, alguna vez, esas edades. Asunción de lo trágico en el más puro y atávico sentido del término, me digo. Puro hambre de intervenir en la historia con pasos que solo podían ser de adultos. Tal vez haya tiempos donde la humanidad mira más de cerca a la tragedia y a ellos justo les vinieron a tocar en suerte. Quizás.
De todos modos, estas fotos no se ocupan ni de la amargura ni de la nostalgia ni de nada que se les parezca. Son el retrato de una pequeña comunidad de amigos; una familia unida no por lazos consanguíneos, sino por la común pertenencia a las aulas del Colegio Nacional Buenos Aires. Quienes aparecen en estas fotos son exalumnos del Colegio que debieron dejar la Argentina luego del golpe militar de 1976 y se encontraron en España muy solos, muy al comienzo de todo, con desaforadas e intactas ganas de vivir.
Venían de un país oprimido y llegaban al de la Transición posfranquista. Los habían despedido la muerte cercana, el pánico ante cualquier ruido nocturno, la llaga intransferible de quienes sobrevivieron a los centros clandestinos de detención y tortura. Los recibía una comunidad en busca de ropajes nuevos; los acunaba la movida madrileña.
Registros en blanco y negro, fotos nacidas de una pulsión ajena –intuyo– a futuros circuitos de exposiciones, las imágenes de exilio tienen la belleza que siempre exudan los viajes de iniciación. Hay alguna que otra melena hippie, mucho departamento con escasos muebles, colchones en el piso y afiches en las paredes; niños fotografiados por sus jóvenes padres en algún pueblito de Segovia; escapadas a Marruecos o Portugal para renovar la visa de turistas; noches de Scrabel y jazz, días de asado de cordero, venta de acuarelas en la calle o de bisutería en un local bautizado –cómo no– Macondo.
La mayor parte de las fotos fueron tomadas por Dani Yako, con la excepción de algunas realizadas por Jorge Marcovich, Daniel Gluckmann y Ernesto Walsfisch. Raquel Garzón se ocupó de la edición de los textos donde los protagonistas reflexionan, hoy, sobre aquella experiencia. Están los que se establecieron en Europa, los que regresaron al país. Entre otros, escriben Graciela Fainstein, Martín Caparrós, Alba Corral, Vera Lennie. Les cuesta etiquetar sus recuerdos con la palabra “exilio”. Buscan otros modos de nombrarlo, no se ponen la capa del héroe ni asumen el discurso de la víctima; si hubo dolor también hubo aventura, deslumbramiento, amores, desamores, aprendizajes, el profundo sabor de lo nuevo.
Vuelvo a La balada del cálamo, donde Rahimi dice que la humanidad “se creó a sí misma en el exilio”. Y agradece por la archiconocida transgresión que nos arrojó del Edén y nos permitió optar por “la tierra en lugar del paraíso/el conocimiento en lugar de la prisión/ el deseo en lugar de la apatía”.
A su modo, exilio es una celebración de esa primitiva elección; pero no una celebración ingenua. El libro cierra con una foto de 2010. Blanco y negro, punto de fuga: Garage Azopardo, centro de detención que funcionó entre 1976 y 1978, donde estuvo secuestrado el autor.
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