Recordando a Aída Bortnik
En esta sentida semblanza, Albino Gómez evoca los últimos días que la guionista de La historia oficial, fallecida el 27 de abril, pasó en la Argentina antes de exiliarse en 1976, los rigores y las alegrías de su vida en España y el modo inesperado en que regresó al país
Después de muchos años de periodismo (desde Primera Plana hasta Panorama ), Aída Bortnik decidió que ya era hora de lanzarse al verdadero amor y en 1972 estrenó su primer espectáculo teatral, Soldados y soldaditos .
En 1973 aprendió y disfrutó trabajando, cuatro horas cada tarde, junto con Augusto Bonardo, en Radio Splendid. El programa se llamaba Lupa y Brújula .
En 1974 se estrenó la primera película con un guión escrito por ella: La tregua , aunque ya había escrito el guión sobre la novela para la televisión. Ese mismo año viajó junto con Héctor Alterio a Europa, para presentar la película en el Festival de San Sebastián. Volvió antes que el resto de la delegación para continuar con los ensayos de Tres por Chejov , que estaba dirigiendo. En Ezeiza la esperaba Tita Alterio; ese mismo día se había publicado la primera lista de amenazas de la Triple A, que incluía a su marido. Llamaron a Héctor a un hotel de Madrid para avisarle que no podía volver. Al poco tiempo empezaron las amenazas telefónicas. Los llamados a cualquier hora y los susurros y los gritos por el portero eléctrico y los Falcon verdes estacionados en la esquina de su casa, cada madrugada, cuando volvía del ensayo.
En 1975 se estrenó Dale nomás , un espectáculo cuyos monólogos había escrito para Susana Rinaldi. El teatro se llenaba todas las noches, pero las amenazas se multiplicaban.
En 1976, ya hacía tres años que tenía el cargo de "directora de artes y medios" en Cuestionario , la revista mensual que dirigía Rodolfo Terragno. Había terminado el libro de La isla , una historia con muchos personajes y que, supuestamente, describía la vida de pacientes internados en un instituto psiquiátrico, que sería dirigida por Alejandro Doria.
Cuando dieron el golpe de marzo de 1976, estaba escribiendo un guión sobre Alrededor de la jaula de Haroldo Conti, que Sergio Renán dirigiría con el título Crecer de golpe . La tarde del último encuentro con Haroldo se abrazaron largamente en la esquina de su casa. Esa misma semana lo secuestraron.
A tres meses de aquel 24 de marzo, Cuestionario seguía negándose a someter sus originales a la censura. Pero finalmente secuestraron ejemplares de la revista. Rodolfo Terragno y ella ya habían merecido, además de las amenazas personales, sendas notas de El Caudillo , en las que con resonante prosa se llegaba a la conclusión de "que no hay mejor enemigo que el enemigo muerto".
Se despidieron sin resignación. Terragno se fue con su familia a Venezuela, la tierra de su esposa. A fines de julio. Aída se subió a un carguero. Llevaba dos valijas, dos bolsos, dos libros (todo Chejov, todo Camus), ochocientos dólares y un auto en mal estado, que ELMA aceptó cargar gratis en la bodega. Anduvo por Francia y Bélgica para instalarse a fines de septiembre en Madrid, donde estaba Alterio.
Madrid no era una fiesta, todavía, en 1976. Pero estaba despertando de la larga pesadilla. Su experiencia fue, en ese sentido, bastante extraordinaria. Amigos comunes prepararon su llegada, además de los entrañables del terruño. Almorzaba y cenaba en casas madrileñas casi todos los días, hasta que ella misma tuvo una casa a la que también pudo invitar y logró mezclar los afectos.
Consiguió trabajo como traductora de inglés, francés e italiano. Mientras, se aplicaba en aprender el idioma diario y callejero de los españoles. Recién después se permitió los guiones para la televisión española y los proyectos para cine.
Pasado el primer año, había empezado a trabajar mejor, a vivir más razonablemente, a instalarse como para siempre. Pero sin embargo, no podía quedarse allí. Ya había probado lo que tenía que probar. Se sentía más indestructible, pero con menos fuerzas para luchar contra añoranzas que no tenían nada que ver con el dulce de leche. El país que extrañaba no existía, los amigos que necesitaba no estaban todos juntos en ninguna parte.
Sin embargo, descubrió que la resignación le estaba negada y necesitaba vivir en una sociedad en la que la mezcla (de orígenes, de cultura, de sentido del humor) fuese primordial. Fue entonces cuando la llamó Alejandro Doria. Después de más de dos años habían levantando la prohibición que su nombre provocaba en cualquier proyecto y pudo filmar La isla . Claro que con casi todo el elenco cambiado... Le pidió auxilio para "reescribir" la película en el montaje. Y con la inconsciencia que permite sobrevivir esas épocas, mantuvieron una breve conversación: "Si venís por un mes, no puede ser peligroso, algo estuve averiguando...".
Sin dormir, en dos días y medio levantó el departamento. Repartió muebles, heladera, lámparas, sábanas, copas... para que fueran utilizadas y, lo que es peor, libros y papeles para que fueran guardados. Por supuesto, nunca reclamó ni recuperó nada.
Tampoco durmió la última noche en un inolvidable hotel de una estrella. En el bar del aeropuerto nadie la contradecía ni le creía cuando hablaba de volver en un mes. Y se subió al avión con una valija chica y un bolso de mano. Principios de febrero de 1979. Estaba nevando.
En Ezeiza voceaban su nombre. Debía identificarse de inmediato en Migraciones. Miraron largamente su pasaporte, le preguntaron por qué no traía más equipaje después de tres años. Y dijo que no podía quedarse más de un mes, porque la esperaba trabajo en España. Le devolvieron el pasaporte. Caminaba entre tal cantidad de soldados de gesto torvo y armas largas que no podía evitar sentirse parte de una muy mala película.
Entre familia y amigos había tanta gente esperándola que decidió que era peligroso saludar a todos. Gritó un "Hola, vamos a casa" y se fueron. Era domingo, hacía calor. En cuanto cerraron la puerta de la casa, comenzaron a hablar todos al mismo tiempo. Llegó gente durante el día entero y también a la noche. En algún momento había alrededor de cincuenta personas que querían verla, tocarla, oírla, contarle, saludarla. Sobre todo, decirle que no se quedara. Era gente que la quería. A las siete y media de la mañana del día siguiente, lunes 12 de febrero, se subió a un taxi y dio la dirección de Laboratorios Alex, donde la esperaba Doria para comenzar el trabajo. Como vivía en Monserrat, el viaje era largo.
Ella no sabía de qué le hablaba el taxista aquella mañana. Pero en ese taxi, en el que no abrió la boca (emoción, prudencia, miedo), decidió que iba a quedarse. Que ahora que se había probado a sí misma que podía sobrevivir afuera, sabía qué precios prefería pagar. No fue una decisión valiente. En todo caso, no volvió a pensarlo. No se arrepintió nunca. Ahora se nos fue para siempre y la vamos a echar de menos, o como decimos los argentinos, la vamos a extrañar.
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