¿Rapsodia en azul o Rapsodia triste?
Hace una semanas cumplió cien años Rhapsody in Blue –conocida en español como Rapsodia en azul–, la pieza musical de George Gershwin que logró transfundir lo popular en lo clásico. Aquella sonoridad novedosa fue un éxito, pero también un escándalo. Incluso hoy sigue causando polémica, como cuenta una nota del diario El País que reprodujo LA NACION.
Más allá de la música, hay una segunda polémica, aunque solo le compete al castellano. Varios lectores se quejaron al pie de aquel artículo por la traducción “Rapsodia en azul”, que parece antes un error que una licencia poética.
Es cierto: el “blue” del título es como un Jano bifronte. Además de un color, expresa un sentimiento: la tristeza. Para mayor complicación, también alude a los rastros del blues en el jazz. La preposición “in” (en), si faltaba un dato ambiguo, agrega la idea de que el amplio “blue” es una tonalidad, como el Do o el La. Sin embargo, la sinestesia del azul en la traducción que se repite por pura herencia no es por completo errónea. En el original inglés funciona como una instrucción programática para la escucha: señala el clima nocturno de la composición. El clarinete inaugural que asciende con sus notas a toda velocidad abre el telón a una noche neoyorquina.
"Rhapsody in Blue es uno de tantos objetos culturales a los que se le adhirió una traducción imperfecta"
Rapsodia en azul es, en todo caso, la manera cómo se designó en nuestro idioma la obra de Gershwin allá lejos y hace tiempo. ¿Habría que deconstruir el título y rebautizarlo? Ninguna opción parece buena: tampoco le haría justicia llamarla “Rapsodia triste” y menos todavía optar por una estrafalaria “Rapsodia en clave de tristeza” o “en clave azulada”.
Rhapsody in Blue –dejémoslo en inglés– es uno de tantos objetos culturales a los que se le adhirió una traducción imperfecta. No solo ocurre en la música. En el cine, siempre fue común alterar los nombres de las películas. La mayoría de las veces por cuestiones de gancho; otras, por defecto de literalidad. La primera vez que vi Los cuatrocientos golpes, del director François Truffaut, me esperaba una andanada de palizas. Sin embargo, más allá de las desventuras del chico Antoine Doinel, solo se contabiliza una humillante cachetada. La explicación es simple: en francés “faire les 400 coups” significa, entre otras posibilidades, “hacer las mil y una”. Basta aplicarle ese giro copernicano a la historia para que el acento se desplace en parte de la opresión de la escuela o la relación con los padres a la huida pasajera del protagonista, que es una forma de liberación.
Los libros dieron lugar a otras alteraciones. El marinero que perdió la gracia del mar es mi novela preferida de Yukio Mishima, en gran medida por su título, que en el original japonés –dicen los que saben– solo significa “Remolque al atardecer”. El retoque que le hizo Pepe Bianco a su traducción de The Turn of the Screw, de Henry James, es a su vez un acierto: Otra vuelta de tuerca sugiere mucho más que el mecánico “La vuelta del tornillo”.
Contra todo, hay casos en que las libertades del traductor pueden desorientar. La metamorfosis, de Kafka, es el ejemplo más a mano. Die Verwandlung insinúa en alemán apenas una vulgar transformación. ¿De dónde viene esa metamorfosis de aire mitológico? En español, la primera versión con ese nombre apareció en la Revista de Occidente, sin mención del traductor. Borges –al que le atribuyeron más tarde por equivocación esa versión– decía en broma que quizá el médium lingüístico se había entusiasmado demasiado leyendo a Ovidio, autor de unas Metamorfosis famosas.
Hace unos años el español Juan José del Solar publicó una nueva traducción que respeta el título original, además del estilo austero, sin adornos, de la prosa de Kafka. La versión es impecable, pero todavía no encontré a nadie que en vez de La metamorfosis hable de La transformación. Sí, también los títulos, por inexactos que sean, pueden volverse clásicos.
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